jueves, 30 de diciembre de 2010

La tercera nacionalidad de Vargas Llosa

República Dominicana impone la Orden de Cristóbal Colón al autor peruano.
Peruano, español y... dominicano. Mario Vargas Llosa "aceptó" la tercera nacionalidad, la que metafóricamente le ofreció el ministro de Cultura de República Dominicana, José Rafael Lantigua, durante el acto en el que el presidente del país caribeño, Leonel Fernández, impuso al Premio Nobel de Literatura la Orden de Cristóbal Colón en el grado de Gran Cruz Placa de Plata.
El pasado martes, en una fresca y acogedora noche de nostalgias, de teorías literarias, de valoraciones democráticas, de esbozos de una trayectoria dedicada a la escritura y de alabanzas a su figura y a su influencia, el autor de La fiesta del Chivo recibió con orgullo y agradecimiento la condecoración en un país que tiene un "sentido proverbial de la hospitalidad, y que abraza a quien viene a él, hasta hacerle sentir como en su propia casa".
El Salón de Embajadores del Palacio Nacional dominicano congregó a literatos, académicos, políticos, empresarios, artistas, diplomáticos... Un numeroso grupo de personas que aplaudió, sonrió, se levantó del asiento y, al final, trató de estrechar la mano del Nobel, que llegó a la ceremonia acompañado de su esposa, Patricia, y de hijos, nietos y otros familiares con los que pasará el fin de año en una tierra de la que ya se sentía parte por afecto, "y de la que ahora ejerceré nacionalidad, la tercera que tengo", apuntilló cariñosamente al inicio de sus palabras de agradecimiento tras recibir el reconocimiento.
Como parte del protocolo, correspondió al ministro de Cultura abrir el acto. Y lo hizo con la mente puesta en una noche vivida hace 35 años en un templo cultural llamado Casa de Teatro, en la zona colonial de Santo Domingo. "De pie, en la última fila, asistí a la primera presentación pública de Mario Vargas Llosa en suelo dominicano, algo que marcó el inicio de la relación del autor con nuestro país". El fluir de su discurso transcurrió por menciones de varias de las obras del Nobel de Literatura, con especial atención para la que escribió hace 10 años sobre la dictadura trujillista. "La fiesta del Chivo es la novela fundamental de la era de Trujillo, la que mejor transmite lo que fue".
Lantigua, entonces, aterrizó en el presente para demostrar el vínculo entre el país y Vargas Llosa. Y lo hizo recordando que "en su discurso en Estocolmo, al recibir el Nobel, mencionó en dos ocasiones nuestra patria. Para resaltar sus valores democráticos y para afirmar que es uno de los países en los que se siente como en casa". Y tanto subió de emoción el tono del discurso, que, antes de terminar, el ministro se tomó la libertad, "con la venia del señor Presidente", de decir que "el de Mario es el primer Premio Nobel que recibe la literatura dominicana".
Le llegó al corazón al autor peruano. "Estoy conmovido por las palabras del ministro", dijo. "Ahora tengo tres nacionalidades". Aludió a su primera visita al país, "para colaborar con un documental. Tuve la oportunidad de recorrerlo y de hablar con muchas de sus gentes". Y le quedó ese gusanillo que contagia a quien llega a la patria de Pedro Mir y de Pedro Henríquez Ureña. "Tenía la necesidad de volver". Y lo hizo. Para hacer amigos, para disfrutar de los paisajes... y para investigar sobre la época de la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo (1930-1961). "La fiesta del Chivo fue muy difícil de escribir. No es una antología, sino un libro de presente y futuro sobre lo que no debe volver a pasar en nuestra tierra", dijo. "Podemos decir que todos los pueblos de América Latina han sentido el horror de la dictadura, pero acaso ninguna se ha sentido con tanta ferocidad y crueldad como la de Trujillo". Y entonces rindió honor a un pueblo del que destacó su "espíritu de resistencia y heroísmo" frente al régimen de fuerza.
Con alusiones a la obra del dominicano Pedro Henríquez Ureña, al crecimiento democrático de República Dominicana y a su familia como inquilina de la tierra que le condecoró, llegó al final. "Haré todo cuanto pueda para no defraudarles".
Cuando ya todo el mundo estaba listo para dar paso al brindis, la espontaneidad ocasional del presidente Leonel Fernández hizo acto de presencia. Desde el podio, reiteró que el Nobel "lo hemos sentido como nuestro" y que se esperaba desde hacía 20 años, "por lo que se ha cometido un acto de justicia". El mandatario destacó la capacidad influenciadora del literato, llamó la atención sobre el aprendizaje "que hemos tenido a partir de sus teorías literarias y sus pensamientos filosóficos y políticos" y valoró la visibilidad que La fiesta del Chivo había dado a República Dominicana "en el mundo de las letras y en el de la curiosidad universal". Fernández afirmó que el pueblo dominicano se siente "honrado de que haya adquirido nuestro país como su tercera patria y ya haya fijado domicilio en él, esperamos que sus hijos y nietos tomen su antorcha de la dominicanidad. Estamos profundamente orgullosos de compartir con usted la nacionalidad de la patria más grande, que es América Latina".
IBAN CAMPO. Santo Domingo, República Dominicana (fuente: El País, Madrid).

domingo, 26 de diciembre de 2010

El escritor que nunca quiso ser otra cosa

Hubo un instante de estupor en el rostro de Mario Vargas Llosa en medio del "loquerío" que ha sido su vida desde que el secretario perpetuo de la Academia Sueca, Peter Englund, le sacó de las ensoñaciones en que le tenía metido, en la madrugada de Nueva York, El reino de este mundo de Alejo Carpentier.
Ese fue el inicio de un torbellino que no ha cesado aún pero que esa mañana del martes 7 de diciembre, cuando tenía que decir su discurso de aceptación en la sede de la Academia, hizo crack en el ánimo y en la salud del autor de Los cachorros.

Había llegado a Estocolmo el 5 de diciembre, rodeado de familiares, parientes y amigos, "para festejar", una palabra muy de los Vargas Llosa. Al torbellino, como en Nueva York, le ponía orden Patricia, la prima "de nariz respingada" con la que está casado desde hace 45 años.

Y como Patricia, la que le dice "Mario, solo sirves para escribir", no podía estar en todo, él hizo muchas cosas que no tendría que hacer un Nobel. Así que caminó por las calles heladas, sin la protección que se requeriría para una garganta que tiene que oficiar un discurso clave en su vida, dejó que los periodistas lo manejaran a su antojo y, en fin, creyó que todo el monte es orégano. Hasta que la salud se le indispuso, y él se enfrentó a la evidencia de que estaba mudo con el estupor que convirtió su cara en un poema que enunciaba una tragedia.

Ahí estaba, hundido por una afonía, el hombre que surcó el Amazonas para escribir La guerra del fin del mundo, el que se adentró como un soldado en las selvas peligrosas del Congo, el que fue a Irak a ver qué pasaba en la última guerra.

Lo sacaron a toda prisa del Grand Hotel, camino de un hospital; cuando salía estaba, en efecto, pálido, ojeroso, como si hubiera pasado por encima de él un tren de preocupaciones; hizo un gesto con la mano, pero no fue ese gesto de confirmación de que se le había fastidiado la voz del todo lo que llamaba la atención de su mirada. Era como si, desde el fondo del alma adolescente que sin duda le queda, el muchacho que una vez perdió el paraíso, para no reencontrarlo sino mucho más tarde, quizá ahora, tuviera en ese rostro blanqueado por el miedo todas las miradas de sus miedos sucesivos.

Esa era la mirada de Vargas Llosa; lo que no sabíamos es que esa mirada estaba sacada del fondo de su discurso. Su discurso (Elogio de la lectura y la ficción) es un hito histórico en su bibliografía, y no solo porque le haya servido para estar, en la lista de los que recibieron el Nobel, entre autores tan significativos para él como Camus o como Faulkner, sino porque verdaderamente ahí el creador del personaje Zavalita puso toda su carne en el asador hasta hacerse sangre, por decirlo así.

En primer lugar, era un discurso sobre el paraíso (su madre), y sobre la pérdida del paraíso (el encuentro con su padre), era un discurso sobre su encuentro con el marxismo (y con Jean Paul Sartre), y su desdén por ese sistema totalitario de la política y de la vida, y su apuesta por el liberalismo democrático; era un discurso sobre la familia, que en su caso tiene un valor determinante y sin duda simbólico, tanto en la vida, como es lógico, como en la literatura; y era un discurso sobre varias vocaciones, pero sobre todo por una vocación que le han querido discutir o ningunear para dejarlo sin patria.

Esos son nudos de la vida de Mario Vargas Llosa. Pero vayamos al nudo peruano. Cuando él perdió las elecciones peruanas de 1990 fue después de una campaña en la que se portó como un forzado y como un ingenuo. Su amigo Fernando de Szyszlo, uno de los artistas más importantes de América, y también una de sus amistades decisivas, decía en Estocolmo que aquellas elecciones las perdió Vargas Llosa porque es incapaz de mentir. Dijo lo que iba a hacer, y jamás dijo lo que la demagogia aconseja decir en periodo electoral. Eso tumbó al candidato liberal y puso el país en manos de Fujimori, que luego sería un dictador.

La pérdida electoral tuvo un efecto devastador, como la propia campaña, en la figura y en el semblante de Vargas Llosa. En París, de regreso de esa derrota, el autor de La ciudad y los perros reflejaba en su rostro el mismo estupor, pero por razones distintas, que se vislumbraba aquella mañana de pánico en Estocolmo. Aquí había perdido la voz, allí había empezado a perder (provisionalmente) la patria.

Y no fue en sentido simbólico. Los acontecimientos se precipitaron; a Fujimori le gustó tanto el poder que lo agarró enteramente, lo hizo suyo, y persiguió con saña a quienes lo contradijeran; a Mario Vargas Llosa lo buscó para quitarle la nacionalidad, y Felipe González le ofreció (y le dio) la española.

De eso habló en el discurso de Estocolmo. No suele ajustar cuentas; esta vez, igual que hizo en algunas páginas de El pez en el agua, su decisivo libro autobiográfico, ajustó cuentas, puso en su lugar a aquellos que, desde su pequeñez, le trataron de traidor... "Algunos compatriotas", leyó en su discurso, "me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas...".

El discurso era, por decirlo con las palabras que él usó para escribir de Joanot Martorell, "una carta de batalla", así que prosiguió con palabras que también están, de otra manera, en aquella autobiografía: "Y lo volvería a hacer mañana si -el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan- el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de Estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez".

No es común en él esa evocación a los demonios que cayeron sobre él en ciertas etapas de la evolución de su pensamiento político; pero ahí estaba ese Vargas también, desanudando. Porque ese era un nudo muy grave en la garganta. En Perú le persiguieron con la saña que solo es posible en la patria propia, pero Perú es su sitio; volvió años después, con Fujimori y Montesinos mandando, para hablar de La fiesta del chivo. Estuvo a punto de llorar cuando le recibieron con flores y aplausos (en las calles aún le rehuían quienes fueron próximos suyos) en una de las universidades que le acogió, dijo lo que le dio la gana en algunas televisiones controladas, y en el sótano de un hotel crítico sin freno a aquel dúo mortífero.

Lo más duro de aquel reencuentro, en lo que a hechos públicos se refiere, fue lo que le sucedió en el patio del Colegio Militar Leoncio Prado, el lugar donde su padre lo puso a estudiar "para se dejara de las mariconerías" de la poesía. Él vivió allí, hizo de escritor de novelitas por encargo, y de esa experiencia obtuvo el material autobiográfico que puede rastrearse en sus primeros libros, y sobre todo en La ciudad y los perros, que los militares quemarían en sus cuarteles y que la censura española tachó cuando Carlos Barral la premió y la publicó.

Pues en el Leoncio Prado le recibieron con desdén en aquel tiempo ominoso de Fujimori. Algún tiempo después, cuando ya aquel dúo infernal estaba en vías de encarcelamiento, fue recibido como un héroe... Y ahora es un héroe. Szyszlo, que hizo de embajador plenipotenciario de Alan García (presidente otra vez, pero ahora con modos distintos de los que le reprochó el candidato Vargas Llosa cuando García quiso nacionalizar la banca peruana, entre otras cosas) en los fastos de Estocolmo, reflexionaba con ironía sobre estos hechos que ahora resultan cargados de paradoja: le rinde pleitesía el presidente a quien se opuso ardientemente, y esto ocurre cuando están en la cárcel los que quisieron quitarle hasta la patria...

Ese nudo de la patria es muy fuerte para Vargas Llosa. Y lo tuvo ahí, en la garganta, hasta Estocolmo, precisamente. Y lo juntó con lo que más quiere, su mujer, su familia. Acaso esa relación (patria, familia), junto con la devoción literaria y la persistente vocación política, se juntaron en un sintagma fundamental para entender su vida: "El Perú es Patricia". Para llegar a esa frase, que su mujer, "la prima de naricita respingada y carácter indomable", no leyó hasta que el marido la leyó en público, desató su llanto, un sollozo que a él mismo le sorprendió.

Llora muy poco, lloró cuando murió su madre, lloró cuando murió Blanca Varela, la poeta, y lloró ahora. La evocación tenía muchas connotaciones, era el núcleo del discurso, pues en él se propuso hacer un trávelin por su vida, desde que aprendió a leer. Y ese elemento, la unión de las palabras Perú y Patricia, era mucho más que un homenaje a la patria y a la mujer: era el precipitado de una lucha, el resultado verbal de una batalla que él quería contar en Estocolmo, una especie de confieso que he vivido o de para nacer he nacido o una especie de Para que yo me llame Ángel González, el verso autobiográfico de su amigo el poeta asturiano...

Era un nudo en la garganta, lo soltó y empezó a llorar... Ya en Perú, de vuelta del "loquerío" de Estocolmo, rodeado de los agasajos de sus paisanos, que ahora lo tratan verdaderamente como un héroe nacional, me contó por teléfono cómo hizo el discurso, qué sintió en ese momento en que se produjo el momento más emocionante de su texto y, acaso, de su vida. Lo escribió "a retazos, a pedacitos", entre viaje y viaje. Y sabía que "tenía que ser un texto muy personal, fundamentalmente referido a la literatura, aunque desde luego la literatura no se puede aislar enteramente de otras cosas: cierta preocupación cívica, política...". En cierto modo, era el esquema de El pez en el agua: por un lado la vida personal, por el otro, la ambición política. En ese libro, que desanudó en 1990 la esencia de su fracaso público y lo puso otra vez en el camino de la literatura, hay dos finales. En uno es un adolescente que viaja a París, a hacerse escritor: le despiden sus parientes, y él reflexiona: "A ellos sí estaba seguro de que volvería a verlos, y de que entonces ya sería, por fin, un escritor". Era 1958. En 1990 inicia otro viaje, otra vez a París, esta vez derrotado políticamente, cansado, herido en lo más hondo. Entonces escribe: "Cuando el aparato emprendió vuelo y las infalibles nubes de Lima borraron de nuestra vista la ciudad y nos quedamos rodeados solo de cielo azul, pensé que esta partida se parecía a la de 1958, que había marcado de manera tan nítida el fin de una etapa de mi vida y el inicio de otra, en la que la literatura pasó a ocupar el lugar central".

En Estocolmo, aquella mañana en que entró en pánico, y esa misma tarde, cuando sollozó en público de manera emocionante para todos los que le escucharon, acabó una etapa crucial de ese viaje. Acaso esa cara de estupor que le vimos escondía la búsqueda personal de lo que había detrás del abismo que ocasiona el éxito, en este caso. ¿Se sorprendió llorando? "Desde luego que me sorprendió, quizá porque a cierta edad es más difícil controlar las emociones... Nos pasa a los niños y a los viejos". "Por otra parte", prosigue el Nobel, "de alguna manera era haber llegado a un momento neurálgico de mi trabajo de escritor, de mi vida personal, y supongo que esa situación y el hecho de haber estado muchos minutos sumido en un mundo de recuerdos, añoranzas, nostalgias, hizo que se produjera esta explosión emocional...".

"No era para menos", dice. Todo conspiró "para que yo alcanzara una hipersensibilidad que suelo siempre controlar". Era una mezcla de alegría y de sentimiento de fin de etapa, como si ahora empezara otro viaje... Está ansioso por ponerse a escribir de nuevo, "yo soy un escritor, solo quise ser un escritor, este premio no va a acabar con eso". Está contento, "pero fatigado; ojalá acabe esto pronto, no veo la hora de volver a mi rutina"... Ahora se propone hacer una novela que tendrá como geografía el norte de Perú en el que se crió, termina un ensayo sobre la cultura de masas y no descarta continuar en el futuro aquel libro de dos finales, El pez en el agua. "Ese segundo tomo también tendrá un final, claro, pero será un final más definitivo que aquellos dos que hubo en la primera parte de esas memorias...".

"Mi salvación fue leer", dijo en Estocolmo. Su salvación luego fue escribir, por ese camino quiso reencontrar el paraíso. La crónica de ese esfuerzo late debajo de sus sollozos de Estocolmo. Acaso aquella cara de estupor cuando perdió la voz en medio del hielo es la que desvele cuando termine de relatar la vida que aún Mario Vargas Llosa no ha terminado de contar.

"Soy el mismo"

Dice Vargas Llosa, desde su casa en Lima, después de los acontecimientos que le entronizaron como Nobel en Estocolmo, donde pronunció un discurso en el que repasó, batallador y nostálgico, algunos hechos fundamentales de su vida:

"Ahora comienzo a tener otras nostalgias. Mi rutina, mi sistema de trabajo... La rutina de sumergirme en un proyecto literario, porque eso es lo que me da el orden en la vida. Cuando me salgo del orden, aunque sea por razones exaltantes como ha sido en este caso el Nobel, empiezo a sentirme fuera de mi salsa, un poco incómodo, y ya tengo ganas de que pare todo ese fuego de artificio que me rodea y volver a la tranquilidad de la lectura y la escritura. Voy a hacer todo lo posible porque todo eso se produzca pronto. Por una parte, es estimulante, pero puede ser paralizante actuar en la vida como un Nobel. Soy un premio Nobel, pero fundamentalmente soy la misma persona que era antes de recibirlo y voy a seguir siéndolo en el futuro".


sábado, 25 de diciembre de 2010

Discurso Nobel: Elogio de la lectura y la ficción


Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio De La Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.
La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.
Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.
No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma –la escritura y la estructura– lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.
Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.
Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.
Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.
La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.
Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos –aunque nunca llegaremos a alcanzarla– a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.
En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy –que trato de ser– fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Revel, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.
De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general de Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.

De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudodemocracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.
Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman “las raíces”, mis vínculos con mi propio país –lo que tampoco tendría mucha importancia–, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.
Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de Africa del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si –el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan– el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.
Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de “todas las sangres”. No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!
La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.
Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso –triste consuelo– descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.
De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.
Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de como, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.
Detesto toda forma de nacionalismo, ideología –o, más bien, religión– provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.
No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del “otro”, siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.
El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban “el pie ajeno” –lindo y triste apelativo–, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebes al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño –la llamábamos el Barrio Alegre–, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.
El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: “Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.
Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfesable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.
Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. “Escribir es una manera de vivir”, dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.
Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La
escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).
La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.
Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas –rayos, truenos, gruñidos de las fieras–, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.
Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.
De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.
Estocolmo, 7 de diciembre de 2010.
© FUNDACIÓN NOBEL 2010

martes, 21 de diciembre de 2010

Vargas Llosa: enfrentar las frustraciones o fracasos de una manera victoriosa, convirtiéndolas en materia prima para crear otras vidas

Entrevista a Mario Vargas Llosa (Chile).
"Nunca podré decir «ye», que me perdonen los académicos", afirma respecto de las nuevas reglas ortográficas.
Mario Vargas Llosa ya está en el Perú —tras su paso de intensos cuatro días por Chile—, recomponiendo sus horarios disciplinados, esos que "volaron en pedazos" con el torbellino que le significó ganar el Nobel.
Claro, no es una queja de la sorpresa que le dio la Academia Sueca. Es sólo que un escritor no debe "dispersarse mucho, eso tiene consecuencias muy negativas".
—Pero no le debe costar retomar el oficio.
—No, pero sé que tendré que hacer más esfuerzos para defender mi tiempo. Es una de las consecuencias del premio, pero no habrá dificultad porque el trabajo para mí no es una servidumbre, sino un gran placer. Voy a estar en Lima hasta mediados de abril y espero dedicar estos meses a trabajar.
—¿Siente una necesidad física de escribir?
—Flaubert decía: "Escribir es una manera de vivir". Yo he organizado mi vida en función de mi trabajo. Es un orden que estos dos meses, por primera vez en muchísimo tiempo, no he podido respetar.
A estas horas, entonces, el autor de clásicos como "Pantaleón y las visitadoras", "La ciudad y los perros", "La tía Julia y el escribidor" o "La historia de Mayta", ya estará superando el síndrome de abstinencia, pluma fuente en mano, buscando tramas para su próxima novela que transcurrirá en Piura, al norte del Perú.
"Escribo a mano, siempre. Sólo algunas veces los artículos los hago directamente a la computadora. Empecé escribiendo a mano, el ritmo de mi pensamiento se amolda al de la mano. Además, me gusta el papel, me gusta la tinta y la primera versión de cualquier ensayo y, desde luego, de las novelas u obras de teatro, siempre la hago a mano. Soy de los últimos escritores que van a dejar manuscritos. Eso ya está despareciendo".
También se rebela a la modernidad del libro electrónico: "Se viene, es una realidad, qué le vamos a hacer… Pero yo voy a seguir leyendo en papel".
Lo mismo respecto de las nuevas reglas ortográficas de la Real Academia de la Lengua Española:
—Mayta, su personaje, ¿se escribe con I griega o con «ye»?
—Con I griega, yo nunca podré decir «ye», que me perdonen los académicos. Pero ha habido una reacción tan grande que la RAE dio marcha atrás y aceptó que uno diga I griega. ¡Y que se ponga acento en sólo! Uno no se resigna a que desaparezca la tilde (dice lleno de risa).
—¿Habrá mayor exigencia sobre su obra ahora que ganó el Nobel?
—Quizás haya una curiosidad, una expectativa mayor, pero no está mal. Es un estímulo para un rigor mayor. Eso no me molesta. Aunque la verdad es que cuando estoy inventando una historia, el aislamiento es tal que no sé si tengo presente lo que puede ocurrir una vez con el libro publicado. Mientras lo estoy trabajando, toda mi energía se vuelca en ir venciendo los obstáculos que se presentan cuando uno escribe una historia.
—Ahora que lo eligieron el mejor escritor del mundo, habrá perdido esa sensación de fracaso que siente al empezar una aventura creativa.
—Al contrario. No he perdido nunca la sensación de inseguridad, de que el proyecto no va a salir. Pero la experiencia me ha demostrado que esa idea de derrota se puede ir superando con disciplina, perseverancia, terquedad y con espíritu autocrítico. Aunque hasta cierto punto, porque tampoco hay que dejarse vencer por la parálisis. Uno debe corregir hasta el punto que sepa que si sigue, va a destruir lo que ha hecho.
"¿Sabe cuántas personas trajo Herta Müller el año pasado? Una. ¡Y usted ha traído más de 100!"
Antes de su venida a Chile, invitado a la celebración de los 20 años del Instituto Libertad y Desarrollo, Mario Vargas Llosa pasó por el Perú. Respetuoso de los compromisos adquiridos, debió suspender una conferencia de prensa en su propio país, debido a las consecuencias de una estrepitosa caída en un restaurante de Estocolmo, horas antes de leer su alabado discurso "Elogio de la lectura y la ficción", en el marco de los actos previos a la entrega oficial del galardón.
—¿Pensó, cuando iba cayendo, "qué colmo, estando aquí no voy a llegar a recibir el premio"?
—No. No tuve tiempo de pensar, porque la sensación de ridículo fue tan enorme que ni siquiera sentí dolor en el primer momento. Caerse en una silla y quedarse con las patas para arriba es muy ridículo. Eso atenuó el dolor y me pareció que había sido un golpecito insignificante, pero en realidad fue bastante más serio (afirma entre carcajadas).
—Qué linda foto la de su tremenda familia acompañándolo en la ceremonia oficial. Ahí le brotó lo latino.
—Absolutamente, la familia bíblica, la tribal. La nuestra anda muy dispersa, pero sin embargo es muy unida.
—Debe haber llamado la atención en Suecia.
—Los de la Fundación Nobel me dijeron algo muy divertido. "¿Sabe cuántas personas trajo como acompañantes la escritora Herta Müller el año pasado? Una. ¡Y usted ha traído más de 100!". Pensé inmediatamente "van a pasar bastantes años antes que vuelvan a darle el Nobel a un latinoamericano", por el desorden que provocamos.
—¿Se volverán a reunir para Navidad?
—La familia más pequeña, sí. Mis hijos y nietos...
—¿Ya compró los regalos?
—Mi mujer se ocupa de eso...
—Su hija Morgana opina que usted es la persona menos práctica...
—Mi hija piensa todavía peor de mí que mi mujer, que me dice que sólo sirvo para escribir. Yo no sé si Morgana piensa que sirvo para escribir.
—Lloró al mencionar a su esposa en el discurso.
—Y yo no me emociono en público, debe ser un síntoma de envejecimiento –bromea.
—¿Es muy difícil ser la mujer de Mario Vargas Llosa?
—Sí. La mayor parte de los escritores, artistas o intelectuales se apoyan en neurosis, en manías. Es mi caso, desde luego. Así que me pareció que era mi obligación rendirle homenaje a Patricia, que hace 45 años soporta esas manías, rabietas y neurosis sin las cuales, probablemente, yo no podría escribir.
—Al fin quedamos en la duda de si Gabriel García Márquez lo había felicitado por el premio o no.
—Pues mire, la noticia primera es que había hecho esa declaración ("Cuentas iguales", por Twitter) y luego hubo un desmentido. Así que no hubo tal felicitación.
—¿Y eso qué le pareció?
—Vamos a cambiar de tema.
"Al principio, con mis personajes tengo una relación fría y muy racional"
—"Conversación en La Catedral" cumplió 41 años. ¿ómo es haber escrito una novela que mantiene vigencia? Su frase inicial, "¿En qué momento se jodió el Perú?", tomó vuelo propio.
—No me lo esperaba. Es una novela que me costó mucho trabajo escribir. Quería hacerla desde los años que viví la historia, los de la dictadura de Odría, que fue muy importante para mi generación. Nuestra infancia, juventud y primera madurez la vivimos bajo un régimen muy corrupto que marcó la vida del Perú. Es un libro muy importante porque me acercó mucho a la historia, la que desde entonces es materia prima a la hora de inventar mis novelas.
—¿Cómo convive con sus personajes?
—Al principio el personaje es muy distante, tengo una relación que podríamos llamar fría y muy racional, pero luego cuando comienzo a escribir y a sentir que éste ya es como un simulacro de vida, se va estableciendo una especie de relación entrañable. Y tengo la impresión de que me pongo yo al servicio de él, al contrario de lo que pasaba al principio. Y que todo lo que experimento sirve para añadirle verosimilitud. Al final resulto echándolo mucho de menos. Hay un vacío que deja el personaje una vez que la historia está terminada. Por eso procuro empezar inmediatamente otro proyecto para no quedar como paralizado por el recuerdo de la historia que terminó.
—Escritores chilenos escogieron en nuestro diario a "Zavalita" como su personaje favorito.
—¿A "Zavalita", de "Conversación en La Catedral?". Ah, pues me alegro porque es un personaje con el que me identifico mucho, en el que he volcado más experiencias mías de esos años.
—¿Y cuál es su preferido?
—Uno entre los otros, no creo que tenga. Uno se identifica con todos sus personajes, con los que lo han acompañado más tiempo. Por la cercanía, el que tengo más presente es Roger Casement ("El sueño del celta"), pero sé que el de la próxima novela será entonces el más entrañable.
—Impresiona el nivel de detalles de "El sueño del celta", sobre todo en la geografía delCongo.
—Fue toda una aventura. Con esta novela tuve que meterme en mundos que desconocía, como el Congo y la Irlanda política. Fue muy apasionante, aunque a ratos muy duro, por la violencia, los horrores de que está hecha esta historia, sobre todo en la época de la explotación del caucho en el Congo y en la Amazonía. Es de las novelas en que más he trabajado. Por lo menos tres años.
—¿Cómo hace para recopilar tanta información, no confundirse?
—Hago mucha documentación y me gusta porque me va sugiriendo personajes, situaciones. Ahora, el libro es una novela, no respeta rigurosamente la historia, se toma muchas libertades. Hay mucha más invención que memoria.
"Me gustan más las últimas novelas de Isabel Allende"
—Una amiga escritora siempre dice: "Si puedes evitar ser escritor, hazlo".
Jamás diría eso. La carrera que escogí es hermosísima, permite vivir muchas vidas, enfrentar las frustraciones o fracasos de una manera victoriosa, convirtiéndolas en materia prima para crear otras vidas. Tal vez lo mejor que me ha pasado es dedicar mi vida a la literatura. Me sigue inspirando el mismo entusiasmo, la misma felicidad que cuando aprendí a leer. La manera como la literatura ha enriquecido mi vida es impagable. Hombre, no es una carrera fácil, hay que trabajar mucho, hay muchos fracasos también. El éxito es un enorme aliciente, pero para un escritor que tiene una vocación muy profunda, al final, la mayor recompensa es poder dedicar su vida a escribir.
—¿Hay discriminación respecto de la literatura femenina en Latinoamérica?
—No solamente creo que no, sino que al contrario, en los últimos años uno de los fenómenos más interesantes es la proliferación de escritoras. Poetas mujeres había antes y muy reconocidas, pero lo que es interesante es que hoy en día hay muchas prosistas, novelistas, que tienen cada vez más presencia en el ámbito de la lengua.
—Pero, por ejemplo, aquí muchos escritores que pensaron que Isabel Allende no merecía el Premio Nacional, que finalmente obtuvo.
—Pero no creo que las críticas fueran porque Isabel es mujer, habrá gente que critica su obra, pero el prestigio que ella tiene en el mundo es extraordinario. Es uno de los escritores de la lengua española que más difusión tienen en otras lenguas, en Europa, seguramente en el Oriente, en Estados Unidos desde luego. Es un caso que muestra que no se puede hablar de discriminación contra una escritora en estos días por ser mujer. Ahora, creo que las escritoras no quieren tener éxito por ser mujeres, sino que porque escriben bien, son originales, crean sus formas con autenticidad. Y en ese campo, si los prejuicios existen, se han reducido a su mínima expresión en comparación con el pasado.
—¿Le gusta Isabel?
—Es una amiga muy querida. Me gustan más las últimas novelas que las primeras. Isabel ha ido superándose a medida que escribe. Creo que es mucho más original y personal la obra actual que cuando comenzó.
—Usted tiene que estar leyendo permanentemente todo.
—Leo mucho, pero no puedo leer todo. Muchas de mis lecturas tienen que ver con mi trabajo. Pero sí leo cosas que me dicen que son interesantes. Por ejemplo, en los últimos años he leído cosas chilenas: "La doble vida", novela de Arturo Fontaine, que me gustó mucho, y ahora estoy leyendo "Missing", de Alberto Fuguet, que no sé si es una novela o un reportaje y me gusta mucho esa incertidumbre respecto de la naturaleza del género. O sea que la actualidad sí la sigo, pero de ninguna manera de modo sistemático. No tengo tiempo.
—¿Qué opina de la generación de recambio? Desde el boom latinoamericano de los 60, al cual usted perteneció, no ha habido un movimiento literario tan potente en la región.
—Pero la literatura de las nuevas generaciones está viva, tiene una circulación que no tenía la anterior, hay un público para nuestros escritores, eso es lo importante.
—Pero cada escritor es su propio boom.
—Eso es verdad, lo que no hay son unos denominadores estéticos de formas artísticas, pero bueno, ¿y qué importa? Mejor que haya esa proliferación, esa diversidad. Refleja que la realidad, desde el punto de vista estético, literario, artístico, es un chisporroteo.

Escritores chilenos escogen sus personajes favoritos


"La historia aplasta a los personajes de Vargas Llosa, pero no a sus conciencias". Con esta frase, el representante de la Academia Sueca invitó al escritor peruano a pararse a recibir el Premio Nobel, el viernes pasado.
Y es que la "fauna vargasllosiana", construida con alrededor de 17 novelas, cuenta con algunas creaturas tan singulares y tan bien construidas por el autor que llegan a hacerse de carne y hueso para el lector. Incluso, algunos se convierten en regalones.
De ello hablamos con escritores chilenos, siendo Zavalita, de "Conversación en La Catedral" el preferido.
Definitivamente lo es para Roberto Ampuero: "La novela está ambientada bajo la dictadura de Manuel Odría. Y el personaje está basado en un socialista de apellido Zavala Ceballos, muy activo políticamente, que fue compañero de Vargas Llosa en el colegio San Miguel. No me voy a referir al personaje como tal, que da para simposios y ensayos, sino a su gran pregunta cartiana: «¿En qué momento se había jodido el Perú?», que plantea al comienzo de la novela. Es una interrogante que trasciende al Perú y se ha convertido en pregunta patrimonial de todos los latinoamericanos que nos preguntamos, a la luz de resultados a menudo deprimentes sobre nuestro lugar en el mundo y nuestros déficits sociales y políticos, insolubles desde la Independencia, en qué momento se jodió América Latina. Constituyen una pregunta y un personaje para el bronce".
Mauricio Electorat afirma que son muy numerosos los personajes de Vargas Llosa que han pasado a la historia de la literatura. "Pero si tengo que elegir uno, me quedo con el Zavalita. En él se resumen las vicisitudes y tribulaciones de toda una generación, la que creyó en la revolución, la que se desencantó posteriormente de los mesianismos y la que se enfrentó, también, a la tiranía de las familias bienpensantes. Zavalita, de alguna manera, somos millones", sostiene este profesor de literatura de la UDP.
También es el favorito de Pablo Simonetti. "Es el personaje quebrado de las sociedades latinoamericanas, que está quebrado en sus pertenencias, porque es hijo de una familia más o menos oligárquica y al mismo tiempo ha renunciado a todo eso. Es el héroe quebrado de la sociedad peruana y, por extensión, de nuestras sociedades latinoamericanas".
"«¿En qué momento se jodió el Perú?» vale como apertura obligada para cualquier análisis de cualquiera de nuestros explotados territorios sudacas", agrega Jorge Baradit, otro fanático de Zavalita, junto con Patricia Politzer: "Mi personaje favorito no puede ser otro que este periodista y sus develadoras conversaciones en el bar La Catedral. A comienzos de los años 70, cuando creía que para nosotros las dictaduras eran asunto de novela, él era un personaje fascinante, como ejemplo de lo que podía llegar a ser un periodista en medio del horror. Cuando la oscuridad de la novela se hizo realidad en Chile, adquirió aún mayor valor, mostrando que fuera de la ficción también era posible ir tirando hebras que colaboraran a desentrañar realidades inimaginables. Zavalita fue también una contribución a la esperanza".
Pantaleón Pantoja, inolvidable

El que más recuerda, y aún sigue divirtiendo a Ramón Díaz Eterovic, es el protagonista de "Pantaleón y las visitadoras". Le llama la atención "ese militar rígido y lambiscón, que en la novela experimenta una profunda transformación de sus principios y de su forma de ser por el hecho de cumplir la orden de organizar un servicio de prostitutas en la selva. Toda su vida se trastoca y es consumido por la irracionalidad de las metas burocráticas y por la exuberancia de la selva y sus habitantes. Me divierten esos informes absurdos que escribe y su obsesión por establecer racionalidad administrativa al servicio que ofrecen las putas: tiempo, calidad, rendimiento, todas esas martingalas que hoy preocupan a los gerentes".
Escueta y precisa es Pía Barros: "Pantaleón, por el humor y el desacato de toda la novela, aunque el muerto Palomino Molero —de «¿Quién mató a Palomino Molero»— no anda mal".

Pedro Camacho, más conocido como el Escribidor
Elizabeth Subercaseaux elige dos: Pedro Camacho y la Tía Julia, ambos de "La Tía Julia y el Escribidor".
"El primero es completamente inolvidable, genial, tierno, nunca me he reído más con ningún personaje literario. Y a la Tía Julia la encontré encantadora y cómica. A ella también la llevo en la memoria con gran simpatía porque, años después, a la verdadera, Julia Urquidi —primera esposa del autor—, me la encontré en La Paz, cuando era ayudante del general Hugo Banzer. Yo iba a entrevistar a Banzer y ahí estaba ella, alta, morena, muy atractiva todavía, escribiendo un libro que se llamaba «Lo que Varguitas no dijo». La verdad es que me gustaron las dos, la de ficción y la que se picó a muerte cuando Mario Vargas Llosa se fue con la sobrina y se atrevió con un libro donde, dentro de la rabia y el despecho, también había algo de ternura y mucho amor por él".
Otra autora que opta por Camacho es Carla Guelfenbein. "Es un escritor de radionovelas, excéntrico, diletante, emotivo, que va adentrándose en la piel del lector con sus historias tremebundas y aparatosas. Poco a poco no sólo comienza a mezclar una ficción con otra, sino que también la vida con la ficción hasta hacer desaparecer los límites, proponiéndonos en su delirio una versión de la vida que no nos resulta ajena".

Mayta, el poeta, Varguitas y el celta
Son muchos los personajes entrañables en la obra de Vargas Llosa, opina Antonio Gil. "El Escribidor, Pantaleón, pero conminado a escoger uno, me quedo con Mayta", afirma decidido. "El es el idealismo y el voluntarismo encarnado en un ser acribillado de dudas y miserias, un militante obsesivo que intenta una absurda intentona de revolución trotszkista con un puñado de estudiantes de los salesianos en un poblachón perdido de la sierra peruana. Un militante gay integrado a un grupúsculo machista que se juega el todo por el todo en una jugada imposible. Un ser al garete, naufragando, cargado de humanidad y de ternura".
Una elección diferente es la de Alberto Fuguet. "Mi preferido es Varguitas, que es él, en «La tía Julia y el Escribidor», seguido de él mismo en «El pez en el agua», que son sus memorias. Esos dos personajes me encantan. Es el tipo que desea ser otro y desea ser escritor aunque tenga todo en su contra. En «El pez en el agua», además quiere ser Presidente. Estos dos personajes, además, son muy Vargas Llosa, en el sentido de que son capaces de cualquier cosa, menos matar, por lograr su objetivo. Son fanáticos y entrañables".
A Manuel Silva Acevedo, en cambio, lo cautivó en los años 60 el joven cadete Alberto Fernández, "el poeta", de "La ciudad y los perros". "Lo interesante es que se enfrenta a toda la estructura rígida, militarista y, en general, a toda la sociedad peruana. En los 60, para mí era bastante emblemática esa postura, también para Vargas Llosa, aunque después se puso más conservador".
Marta Blanco se divide entre cuatro: Pedro Camacho, Mayta, Varguitas y confiesa su gusto por Roger Casement, el protagonista de "El sueño del celta", la última novela de Vargas Llosa. "Es tan solo, tan misterioso, tan levemente amargo, homosexual, espía y ser humano lleno de pliegues y talentos, de pequeñas perversidades y contado en tres escenarios extremos. Muy bien logrado".

La ciudad de Vargas Llosa

Cuando uno llega a Arequipa es fácil sorprenderse. La Plaza de Armas, grande y bien conservada, es una joya puesta en el centro de la ciudad. De noche, iluminada, puede ser la escenografía para el paseo perfecto: está rodeada de restaurantes con terraza y balcón y turistas y buena música y que funcionan hasta tarde. De día, los mercados del centro se aburren de soltar los colores y olores y ruidos más extraños, en un latido constante y al ritmo de la cumbia. A Arequipa se le conoce como "La ciudad blanca". Oficialmente se le dice así por las numerosas y magníficas construcciones de templos, conventos, casonas y palacios en sillar blanco, esculpido como filigrana. Extraoficialmente, cualquier arequipeño que lustra semanalmente sus apellidos te dice que es la ciudad con más gente blanca de todo el Perú. En esta ciudad nació el autor que mejor contó el racismo peruano. La nueva oportunidad para Arequipa llegó el 7 de octubre de 2010 y venía desde Estocolmo. La noticia de que el nuevo Nobel de literatura era un arequipeño agilizó la maquinaria. En pocas horas, la Municipalidad Provincial de Arequipa propuso crear aquí un comité para que "planifique, organice y ejecute actividades de reconocimiento en honor al escritor Mario Vargas Llosa". La primera cita fue a las 48 horas del premio. La sesión fue presidida por el alcalde provincial y tuvo la presencia de representantes de la sede regional del Ministerio de Cultura y otras instituciones como el Club del Libro y la Universidad Católica Santa María. Las conclusiones de la reunión fueron tres:
1. Declarar en Arequipa el 2011 como el año de reconocimiento a Vargas Llosa.
2. Convertir la casa donde nació en un museo sobre sus primeros años de vida.
3. Levantar un monumento a Mario Vargas Llosa en la Avenida Parra, en el sector de Patio Puno, donde nació el escritor.
El premio a Mario Vargas Llosa ha servido para eclipsar, aunque sea por unas semanas, al verdadero y repetido protagonista peruano de la última década: Gastón Acurio. El chef, principal artífice de la revolución gastronómica peruana, también está instalado en Arequipa. Su embajada aquí se llama Chicha: su nueva marca de locales especializada en comidas tradicionales y que comienza a expandirse como una gripe. Cuando uno quiere ir a comer a Chicha, lo mejor es reservar hora con tiempo. A las cuatro de la tarde ya quedan pocas mesas. Todo lo que toca Acurio se transforma en éxito. En la espera de tu mesa puedes pasar al bar que tiene el restaurante (con una mesa larga y un pisco sour donde la clara de huevo nunca deja de brillar), o recorrer las tiendas que están dentro del mismo edificio colonial: un local donde venden souvenirs y otro con ropa artesanal étnica-chic, con bufandas de lana de vicuña que rondan los 500 dólares. Entre los clientes de Chicha hay pocos arequipeños. La mayoría son extranjeros que llegan con la idea de cenar en un restaurante transformado, gracias a la fama de su chef, en destino turístico. La mayoría son europeos. Cuando comes en Chicha y pides una copa de vino y brindas en un salón de piedra original con cientos de años de antigüedad, descubres que estás siendo parte del encanto de Arequipa: más allá del marketing gastronómico, estás en una de las ciudades latinoamericanas que mejor ha sabido aprovechar todo su legado patrimonial. Eso te lleva a que la cena funcione mejor.Las mesas tienen velas y en el salón hay muchas cenas románticas. Aunque la comida arequipeña no siempre acompañe: un nutricionista enemigo del colesterol puede morir de un infarto con sólo mirar la carta. Es cierto que la fama de la comida arequipeña tiene que ver con la contundencia de sus platos. Pero también es cierto que el exceso de chicharrones, costillas de cerdo y gruesas capas de grasa, puede terminar rápido con una velada romántica para quienes no están acostumbrados.Pese a su carácter gourmet, el Chicha de Arequipa mantiene la esencia de una comida local pesada, que antes y desde mucho tiempo han sabido presentar restaurantes emblemáticos de la ciudad, como La Palomino o el Sol de Mayo.-El que no está acostumbrado se sorprende, pero en Arequipa estamos acostumbrados a los platos fuertes -me había dicho el día anterior Pamela Rodríguez, en un almuerzo en La Palomino, donde los platos típicos tenían la contundencia de la abundancia. Patricia está encargada de llevar a comer a los invitados a la Feria Internacional del Libro de Arequipa. La feria se desarrolla en el Parque Libertad de Expresión, en la zona de Umacollo. Se trata de una feria pequeña, tiene pocos libros y cuando te toca presentarte en alguno de los salones, sabes que muchos de los asistentes han llegado más por curiosidad a lo desconocido que por interés.Pese a ello, la FIL de Arequipa ahora planifica su próxima edición como nunca antes. Ya se ha anunciado, con bombos y platillos, que el gran homenajeado será el arequipeño Mario Vargas Llosa.Uno de los edificios emblemáticos de Arequipa es su catedral. Construida sobre los cimientos de un anterior templo colonial, ha logrado sobreponerse a sucesivos terremotos, incendios y derrumbes. La fachada, ornamentada con 70 columnas clásicas, tiene más de 100 metros de largo. En las afueras, los vendedores de artesanía forman parte del paisaje que siempre mezcla lo clásico con lo popular. Una mezcla parecida se aprecia en el barrio de San Lázaro, el sitio donde están las tiendas de tejidos y artesanías con mejor precio. San Lázaro, a donde se puede llegar caminando desde el centro, es el barrio arequipeño más antiguo. Aquí se fundó la ciudad, y todavía mantiene bien conservadas sus típicas calles estrechas. En el recorrido se ven casas con balcones, está la parroquia de los monjes dominicos construida con la fundación de la ciudad, y no hay cuadra donde no haya un locutorio para llamadas internacionales con venta de Inca Kola frías. Entre las tiendas y mercadillos de San Lázaro es posible encontrar alguna librería. Aunque, en realidad, el fuerte de las tiendas de libros está en las calles laterales que salen de la Plaza de Armas. Ahí están las librerías San Francisco, Códice y Papiros.Hasta ahora, las librerías de Arequipa eran una buena oportunidad para conseguir ediciones de escritores peruanos: están a buen precio todas las novelas de Jaime Bayly, lo más viejo de Alonso Cueto, lo más raro de Bryce Echenique y lo último de Santiago Roncagliolo. Sin embargo, los que gozaban de mayor popularidad eran los libros de cocina de Gastón Acurio. Ediciones de lujo y con buenas fotografías en las librerías, ediciones económicas y coleccionables en los kioscos de diarios y revistas.Después del Nobel, las cosas han cambiado. Según Javier Ochoa, gerente de las librerías San Francisco, en la ciudad la venta de libros de Vargas Llosa se cuadruplicaron. Y esperan que sigan creciendo. Antes, el arequipeño más famoso del planeta vendía entre cinco y seis libros por día. Ahora supera los 25 ejemplares por local.En el ranking de ventas arequipeñas lo más vendido son La fiesta del chivo, La guerra del fin del mundo, Las mil y una noches y La tía Julia. Aunque una visita a Arequipa puede ser una buena ocasión para conseguir uno de los más singulares y poco distribuidos libros de Vargas Llosa: El pez en el agua, en la edición tapa gruesa azul de editorial Peisa, donde el escritor relata con detalles y autocrítica toda esa experiencia que fue competir con Alberto Fujimori por la presidencia de Perú. Arequipa, que ahora aparece en todos los suplementos literarios como la cuna del autor de cumbres como La ciudad y los perros y Conversación en la catedral, comenzó a ser habitada en el 7.600 a.C. Posteriormente fue centro de la tribu preincaica Collagua, y más tarde fue conquistada por el Inca Mayta Cápac, quien mandó fundar la primera ciudad. Garcí Manuel de Carbajal, conquistador español, fue el fundador de la ciudad española de Arequipa el 15 de agosto de 1540, con el nombre de Villa Hermosa de Arequipa. En 1936 nació aquí Mario Vargas Llosa.Los arequipeños no solamente son famosos por vivir en "La ciudad blanca". También, por su rivalidad con Lima (no siempre retribuida) y por la fama de presumidos de sus habitantes.El propio Vargas Llosa ha dicho:
-Siempre me sentí muy arequipeño y creo que las bromas que se dicen por ahí, que somos arrogantes, antipáticos y hasta locos, se deben a que nos tienen envidia.
En términos turísticos, el orgullo arequipeño tiene que ver con la belleza de sus volcanes, el Misti, el Chachani y el Pichupichu. Por su clima, que tiene 300 días de sol al año. Por las excursiones al Valle del Colca y el deporte aventura en el cañón del Colca.La segunda ciudad más grande del Perú es la capital de todo el sur del país. Atrae turistas porque está entre Cusco y Puno. Y también se muestra orgullosa de sus museos: vale la pena hacer un recorrido por el Museo Antropológico de la Universidad Católica Santa María, o por el Museo Municipal, con la colección de la momia Juanita. Dentro de todos estos lugares, el verdaderamente imperdible es el Monasterio de Santa Catalina, que fue fundado en 1579 y funcionó como un convento de clausura. Está ubicado en la calle Santa Catalina y es una verdadera ciudad dentro de Arequipa. Cuando uno entra al monasterio, se topa con 3 claustros y más de un centenar de celdas distribuidas a lo largo de 6 calles y un pasaje.La guía turística se encarga de explicarles a los visitantes lo que hoy parece inexplicable. Que toda esta gigantesca ciudadela fue construida para albergar a las hijas de las familias más distinguidas de la ciudad que tuvieran vocación religiosa. Hasta 1970 fue un centro de clausura absoluta. Hoy la situación es diferente. El Monasterio es el paseo con mejor fama de Arequipa. Y promete seguir así, a no ser que efectivamente se inaugure el museo en la casa donde nació Vargas Llosa. De seguro, un arequipeño como premio Nobel de Literatura cambiará las cosas para la ciudad. Al menos, eso esperan todas las autoridades. Hay algo singular en toda esta historia: Mario Vargas Llosa tenía menos de un año cuando partió, junto a su familia materna, a vivir a la ciudad boliviana de Cochabamba. Esa rama de su familia, los Llosa, son todos de Arequipa. Pero pese a esos primeros meses, el Nobel nunca volvió a vivir a la ciudad donde hoy se le preparan los más grandes homenajes.
Juan Pablo Meneses (fuente: El Mercurio, Chile)

miércoles, 15 de diciembre de 2010

EL PUÑETAZO DE VARGAS LLOSA A GARCÍA MÁRQUEZ

El más famoso puñetazo de la historia de la literatura se debió a un ataque de celos. El escritor y diplomático Plinio Apuleyo Mendoza ha desvelado en una entrevista en la televisión colombiana un secreto tan bien guardado durante 34 años que parecía destinado a irse a la tumba con sus protagonistas. Lo que impulsó a Mario Vargas Llosa a golpear a Gabriel García Márquez, ambos distinguidos más tarde con el Nobel de Literatura, fue la sospecha de que el colombiano coqueteaba con su esposa. Sospecha que, según el autor de 'Cien años de soledad', carecía de toda base. Pero a veces las apariencias son más verosímiles que la realidad, como bien sabe el creador del realismo mágico.
La historia era conocida, pero no sus causas. A última hora de la tarde del 12 de febrero de 1976, en un cine de Ciudad de México y al término de un pase privado de 'Supervivientes de los Andes', de René Cardona, Vargas Llosa se acercó a García Márquez. Éste se disponía a abrazar a su amigo -hacía meses que no se veían- cuando recibió un derechazo que lo derribó. Así terminó una relación que aún hoy sigue rota.
Ahora se sabe que la amistad que había superado las diferencias políticas e incluso una posible rivalidad literaria no pudo con los celos. Según ha contado Mendoza, que es amigo de ambos pero solo ha hablado del incidente con el colombiano, todo fue fruto de un gran malentendido. Sucedió que Patricia, la esposa de Vargas Llosa, viajó a Barcelona meses antes del incidente para buscar un apartamento, porque la pareja tenía intención de regresar a la Ciudad Condal. Entonces, García Márquez pidió a la agente literaria Carmen Balcells que organizara una fiesta de recibimiento, a la que asistieron varios amigos, entre ellos el editor Carlos Barral. Al término de la misma, todos se tomaron una copa en una famosa discoteca. Alguien contó después al autor de 'Conversación en la Catedral' que había visto a García Márquez y Patricia en ese local, obviando que no estaban solos.
Al día siguiente, el escritor colombiano llevó a Patricia al aeropuerto y se extravió por el camino. La mujer estaba nerviosa porque temía llegar tarde a su vuelo y él le comentó: «Si pierdes el avión, quiere decir que te quedas y hacemos una fiesta esta noche». Parece que Patricia lo entendió como una proposición -García Márquez aseguró a Mendoza que no lo era- y así se lo contó a su marido, en cuyo ánimo ya había prendido la semilla de la desconfianza tras el chisme de la discoteca. La última escena de este drama de amor y literatura tuvo lugar en el cine de México y contiene por todo diálogo una sola frase: «Esto es por lo que le hiciste a Patricia en Barcelona», dijo Vargas Llosa tras el puñetazo. Y no se han vuelto a ver.

Fuente: www.eldiariomontanes.es

EL PERÚ SOY YO


Después de leer diversos artículos sobre la vida y obra de Mario Vargas Llosa, a raíz de recibir el Premio Nobel, no queda duda de que se trata de un peruano de pura cepa. Durante la campaña de 1990, curiosamente se vendió la idea de que era un peruano a medias, alto, blanco y pituco, radicado en Europa, que desconocía los dramas de su terruño. En cambio, Alberto Fujimori era presentado por la prensa oficial como un peruano auténtico, que conocía de nuestra idiosincrasia y se desenvolvía como pez en el agua en costa, sierra y selva. Nada más falso. Mario Vargas Llosa es, como él mismo lo afirma, el Perú.
El rey sol, Luis XIV, fue quien dijo: "el Estado soy yo", pero lo dijo como si fuese una apropiación del estamento político por naturaleza. "El Perú soy yo", pronunciado con emoción por Mario Vargas Llosa, alude a la idea de nación, a la diversidad cultural que nos constituye. Representa la figura del recipiente, que recibe una vasta tradición, una lengua que almacena, recrea y revive en la polémica intelectual.
La identidad, la historia y la posibilidad de futuro es un tema que nos concierne y ha sido abordado, como corresponde, en la obra de Mario Vargas Llosa. De todos los escritores peruanos solamente con uno mantiene una relación entrañable: con José María Arguedas, quizá el compatriota más sufrido y humillado, el único que tuvo una visión interior del indio. "Un escritor responsable –afirma Vargas Llosa– escribe siempre a partir de una experiencia y los modernistas no tenían la menor experiencia de lo indígena".
Si Zavalita, su personaje más cercano, es Vargas Llosa, su drama equivale al drama del Perú y el drama del Perú es el suyo propio. "Él era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento. Piensa: ¿en cuál?". "El Perú jodido, piensa, Carlitos jodido, todos jodidos. Piensa: no hay solución". Las reflexiones son ambivalentes, pues provienen tanto del narrador como del personaje, eso no queda del todo claro, pero lo cierto es que la interrogante atraviesa tanto el destino del país como el de Zavalita en un acoplamiento desgarrador.
Mario Vargas Llosa nos lo ha recordado una vez más: ser un peruano de corazón, un peruano bueno, significa hacerlo a través de nuestros ríos profundos, aquellos vasos comunicantes que permiten acercarnos a ese tronco común y existir, querernos y respetarnos.
Fuente: Abelardo Sánchez León (El Comercio, Lima)

lunes, 13 de diciembre de 2010

"La burbuja" de Mario Vargas Llosa

"Emocionado, emocionado... qué más da... emocionado" Así retrata su estado anímico César Vallejo en Poemas humanos. Así quisiera retratar yo mi propio estado anímico, de martes a viernes de esta semana, en la que he comprendido o valorado -entre muchas otras cosas-, el ser de Arequipa, "esa lejana provincia del Perú..." (según Estocolmo): el haber estudiado en el colegio de La Salle y con los profesores que algunas veces fueron los mismos, en Arequipa y en Cochabamba (por los seis años de diferencia en edad y porque los "hermanos" de La Salle eran intercambiables en sus colegios); el haber trabajado juntos en "Radio Panamericana" en la calle Belén (antes de que existiera Panamericana Televisión): él escribía presentaciones de discos para un programa dominical de tres horas y yo escribía los editoriales del noticiero El Panamericano... que por alguna misteriosa razón económico-financiera, Genaro Delgado Parker juzgaba que debía tener un espacio con opinión editorial... y yo producía dos cada día, mañana y tarde, lunes a viernes. Nos encontrábamos en la radio y tomábamos café en la Plaza San Martín. Él "veló sus primeras armas del periodismo" en La Crónica. Yo lo hice primero en El Deber de Arequipa y muy pronto en La Prensa. ¿Vocaciones coincidentes? Quizás, pero en mí no brilló el fulgor de su "burbuja"...Eran los días de "La tía Julia y el escribidor" y Mario me contaba sobre San Marcos y sobre su posibilidad de viajar a Francia. Viajó y lo perdí de vista, por muchos años.Nos reencontramos una tarde en la Gran Vía de Madrid. Yo acababa de leer por tercera vez Pantaleón y las visitadoras y de doblarme de risa con una de las novelas más divertidas y satíricas que he leído en mi vida. Le advertí: los militares peruanos te podrán "perdonar" La ciudad y los perros, pero Pantaleón... no te la perdonarán jamás. Me dijo que lo buscara en Barcelona y así lo hice: quería conocer los detalles de mi deportación y exilio... con su invariable pasión por los perseguidos, los abusos, los atropellos de los dictadores. Pocas veces he sentido tanta emoción como al escuchar, desde Estocolmo, al escritor Per Wastberg, miembro de la Academia Sueca, en su discurso de presentación: "... Mario Vargas Llosa es un baluarte contra los prejuicios, el racismo y el nacionalismo intolerante. Ha luchado por la libertad de expresión y los derechos humanos, más allá de la geografía... Ha encapsulado a la sociedad del siglo XX en una burbuja de imaginación. Y esa burbuja se ha mantenido flotante en el aire durante 50 años y todavía reluce...".
Fuente: Luis Rey de Castro, diario Correo, Lima.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Arequipa / Estocolmo, viaje a la gloria

El rey Carlos Gustavo de Suecia entregó el gran premio de las letras a Vargas Llosa.
El presidente del Comité Nobel equiparó su obra a la de Balzac, Tolstoi o Faulkner.

JUAN CRUZ (ENVIADO ESPECIAL, diario El País, Madrid)

"Mario Vargas Llosa ha encapsulado la historia de la sociedad del siglo XX en una burbuja de imaginación". Esa burbuja "se ha mantenido flotando en el aire durante 50 años y todavía reluce". El escritor peruano estaba junto a su asiento, de pie, ante el rey de Suecia; les separaba la enorme letra N que desde hace más de un siglo es el distintivo que en el Concert Hall de Estocolmo marca el símbolo de los Premios Nobel.

Cuando Per Wästberg, escritor, presidente del Comité Nobel y académico, terminó de decir en español aquellas palabras, la sala prorrumpió en un aplauso y aquel hombre que fue "rebelde ante su padre", "que dejó el marxismo ante las ruindades de Castro" y que usó la literatura para denunciar los abusos del poder, según Wästberg, se adelantó unos pasos y sobre esa N mayúscula que persiguen tantos escritores recogió del monarca sueco los atributos que le ponen en la cumbre de su oficio.

El chico que fue Marito, peruano de Arequipa, nacionalizado también español, tiene ahora 74 años y sus primeros libros los empezó a escribir cuando era un cadete en el Colegio Militar Leoncio Prado. Ha seguido un largo camino hasta aquí pero, como el güisqui, sigue ahí, tan campante. Wästberg aseguró que Vargas Llosa prosigue la tradición de maestros como Balzac o Tolstoi hasta llegar, por la vía de la mejor novela que arranca en el siglo XIX, a la "experimentación de vanguardia" de William Faulkner.

En el aire tradicionalmente hierático de la ceremonia sueca del Nobel, sonó como un trallazo lo que dijo Wästberg sobre la conversión de Vargas Llosa en "un liberal" después de haber profesado como un marxista. "Un ciudadano del mundo, un marxista transformado, por las ruindades de Castro, en un liberal". También habló de un candidato perdedor, un escritor épico, un autor satírico, un autor erótico, un columnista y ensayista capaz de ir de lo más solemne o terrible "al comentario sobre el fútbol o sobre el miedo a volar".

El maestro de ceremonias quiso recordar que el nuevo Nobel ha prestado su voz "a los silenciados y a los oprimidos", y que ha colocado en su obra, para hallar sus metáforas, "a los presidentes y a las prostitutas". Wästberg dijo, citando al propio escritor, que "sus materiales han sido la intuición, la obsesión, la locura y la fantasía, y con todos ellos se ha colocado en la vía de Zola y de Gide o Camus: un ejemplo de escritor que lidera y alerta".

El estrambote en español desató la satisfacción entre peruanos y españoles. El artista peruano Fernando de Szyszlo, representante del presidente Alan García, antiguo adversario político de Vargas Llosa, y el ministro de Cultura de Perú, Juan Ossio, rivalizaban en contento con la ministra española Ángeles González-Sinde, con la directora del Instituto Cervantes, Carmen Caffarel, y con el representante de la Academia Española, José Antonio Pascual, que vino en nombre del director de la entidad, Víctor García de la Concha.

Es, el de ayer, un acto medido al milímetro en el que la emoción la tienen que guardar los galardonados y el público en una barra de hielo sueco. Por eso la invocación al Nobel chino de la Paz, hecha por el presidente de la Fundación Nobel, pasó sin otro reconocimiento que el silencio por una concurrencia que comparte aquí el estupor causado por la actitud china de rechazo al galardón al activista no violento Liu Xiaobo.

Hubo un momento, sin embargo, en que se rompió ese hieratismo. Fue cuando le fue entregado a la esposa de Robert Edwards, la investigadora Ruth Fowler, el galardón que la Academia de Medicina le concedió a su marido "porque hizo posible, gracias a la fecundación in vitro que él impulsó, la ilusión de muchísimas parejas que hasta entonces no podían tener hijos". Ese milagro, al que se opuso la Iglesia, tuvo su primer nombre propio, la niña Louise Joy Brown, que nació gracias a ese método en 1978.

Sobre los restantes premios sobrevolaron las explicaciones: son Nobel del futuro. Los de FísicaQuímica (Richard F. Heck, Ei-ichi Negishi y Akira Suzuki) descubrieron las posibilidades de catalización por medio del paladio, que abre enormes perspectivas a la fotosíntesis artificial; y los de Economía (Peter A. Diamond, Dale T. Mortensen y Christopher A. Pissarides) han hecho hallazgos clave en el mercado laboral, útiles para su aplicación en la política económica. (Andre Geim y Konstantin Novoselov) descubrieron las propiedades del grafeno, material bidimensional con enormes posibilidades para aplicaciones en la electrónica; los de

Todos ellos se fueron, con su premio bajo el brazo, a celebrar el mayor éxito de sus vidas. La fiesta la inició el rey de Suecia celebrando la memoria del Alfred Nobel. En ella, Mario Vargas Llosa contó un cuento del que él es el único protagonista.