miércoles, 5 de diciembre de 2012

Los diez mil cubanos

El Gobierno cubano decide retirar la fuerza policial que custodiaba la embajada del Perú en La Habana y en menos de tres días el local es invadido por 10.000 personas que quieren asilarse. El caso debe ser único en la historia de la diplomacia latinoamericana, pues ni siquiera en los momentos peores de la persecución política en Nicaragua, Chile o Argentina -regímenes que, sin embargo, establecieron records en lo que se refiere a represión- se vio algo parecido.¿Hará reflexionar este hecho a los estudiantes e intelectuales que tienen a Cuba por el modelo revolucionario que quisieran ver aplicado en sus países? Ciertamente, no. La reflexión está ausente de nuestra vida política, donde tanto la derecha como la izquierda actúan casi exclusivamente por reflejos condicionados. Para esta última, ya el periódico Gramma del 7 de abril ha dado la explicación canónica, que ahora será repetida ad nauseam por los progresistas. Las personas que atestan la embajada son «delincuentes, lumpens, antisociales, vagos y parásitos y homosexuales, aficionados al juego y a las drogas, que no encuentran en Cuba fácil oportunidad para sus vicios» (se advierte aquí una variedad mayor de especímenes que la que García Márquez encontró entre los refugiados de Vietnam y Camboya, que al parecer eran sólo drogadictos y algunos millonarios).
Y, sin embargo, aun cuando no sirva de mucho, vale la pena tratar de entender el mensaje que encierra, a nivel moral e intelectual, el espectáculo, dramático y grotesco, de esa muchedumbre apiñada -a razón de cuatro personas por metro cuadrado, según la agencia Reuters- en la embajada del Perú en La Habana.
En términos cuantitativos, nadie -mejor dicho, nadie que no sea un sectario- puede negar que Cuba, gracias a la revolución, es la sociedad más igualitaria de toda América Latina, aquélla en la que es menor la diferencia entre los que tienen más y los que tienen menos, donde la pobreza y la riqueza están más repartidas, y, también, aquélla donde se ha hecho más por garantizar la educación, la salud y el trabajo de los humildes. Ningún otro país latinoamericano ha hecho lo que Cuba, en estos veinte años, para erradicar el analfabetismo, difundir los deportes y poner la medicina, los libros, las artes, al alcance de todos.
Y, sin embargo, pese a ello, miles, o cientos de miles y acaso hasta millones de cubanos preferirían marcharse a vivir en una sociedad distinta a la suya. ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo explicar que prefieran incluso irse al Perú y a los otros países latinos americanos, con terribles problemas de desocupación y de pobreza, donde las diferencias económicas son enormes y donde los pobres, la inmensa mayoría, tienen la vida realmente dura? Una afirmación de Gramma, en ese mismo editorial -«las fronteras entre el delincuente común y el contrarrevolucionario se confunden »- nos da una pista para comprender eso que, a simple vista, resulta extraordinaria paradoja.
El ideal igualitario es incompatible con el libertario. Puede haber una sociedad de hombres libres y una de hombres iguales, pero no puede haber una que compagine ambos ideales en dosis idénticas. Esta es una realidad que cuesta aceptar porque se trata de una realidad trágica, que desbarata una tradición de utopías generosas en la que aún nos movemos y sobre todo porque coloca al hombre en la difícil disyuntiva de tener que elegir entre dos ¡aspiraciones que tienen la misma fuerza moral y que parecen ser inseparables, el anverso y reverso de la idea de justicia. Pero no, no lo son: la libertad y la igualdad sólo pueden hacer un corto trecho juntas; luego, fatalmente, los caminos de ambas se cruzan y se divergen.
Cuba ha optado por el ideal igualitario y no hay duda que ha dado pasos considerables, e incluso admirables, en esa dirección. Simultáneamente ha ido apartándose del otro ideal y convirtiéndose en un estado donde toda la vida, individual, familiar, profesional, cultural, se halla regulada., orientada y cautelada por un mecanismo casi impersonal y anónimo, donde se han ido concentrando todos los poderes. Los intelectuales progresistas explican que «la verdadera libertad» consiste en tener educación, empleo, protección social, etcétera, y preguntan si la «libertad abstracta» de los reaccionarios les sirve de algo al campesino analfabeto de los Andes, al pobre diablo de las barriadas o al negro discriminado de los guetos.

La respuesta está en los 10.000 cubanos apretados en esa casa y ese jardín de La Habana. La libertad no se puede medir sólo en términos cuantitativos, a diferencia de la igualdad social. Ella es la posibilidad de elegir entre opciones distintas, y no sólo «positivas» -decretadas así por la filosofía y la moral reinantes o, simplemente, por el capricho de quien detenta el poder-, sino también por las «negativas». En una sociedad como la cubana, esta posibilidad se ha reducido al mínimo, como muestra, luminosamente, la frase de Gramma: «Quien elige algo distinto de lo que ha programado para él la revolución es contrarrevolucionario, es decir, antisocial y delincuente. La sociedad igualitaria no permite al hombre elegir la infelicidad: ello es delito».
¿Significa esto que en las otras sociedades los hombres son de veras «libres», que en ellas eligen realmente lo que quieren ser y hacer? En la práctica no, claro está, pues ese poder de elección está mediatizado por las posibilidades económicas, culturales, sociales y las aptitudes de cada individuo. Pero el hecho de que en ellas haya muchas más opciones que elegir -es decir, de pensar distinto a los demás, de cambiar de trabajo o domicilio, de opinar y de criticar y aun de combatir el sistema- las hace, al menos, potencialmente más próximas de aquel utópico paraíso de la libertad, donde cada cual tendría la vida que querría. La libertad es «siempre» mayor en estas sociedades (aun cuando sean dictaduras políticas), que en las igualitarias, porque en ellas el poder no está concentrado en una sola estructura, sino dispersado en varias, que compiten entre sí y recíprocamente se neutralizan. Esa dispersión es la que garantiza un margen -mayor o menor- de autonomía e independencia a las personas y, al mismo tiempo, es una continua fuente de desigualdad a todos los niveles. El presidente Carter, aunque se lo propusiera, seria incapaz de abolir la libertad de prensa en Estados Unidos, pues esta libertad no depende de él, sino de la libertad de empresa, que permite a cada cual tener su periódico y opinar en él como le plazca. Esa misma libertad de empresa es la que determina que en Estados Unidos haya, inevitablemente, pobres y ricos. Fidel Castro no puede establecer la libertad de prensa en Cuba porque allá todos los órganos de la información, al ser estatales, no pueden opinar ni informar en contra de este ente omnímodo y sofocante, que, sin embargo, a la vez que regimentaba ideológicamente a los cubanos y les planificaba las vidas, les enseñaba a leer, les daba trabajo y los redimía de muchas de esas ignominias que aún pesan sobre la mayoría de los latinoamericanos.
Que, entendidas en términos extremos, la libertad y la igualdad sean opciones alérgicas la una a la otra no puede querer decir que estemos condenados a la injusticia. Sino, más sencillamente, que hay que renunciar a las utopías, a las opciones extremas. Así lo han hecho los países que han alcanzado las formas de vida más civilizadas de nuestro tiempo, aquéllos que se han resignado a esa fórmula mediocre que consiste en tolerar en su seno la libertad necesaria como para que sus ciudadanos no estén dispuestos a hacer lo que los 10.000 cubanos de la embajada peruana, pero no tanta como para que, a su amparo, surjan tales desigualdades económicas y sociales, que las gentes maten o se dejen matar por una revolución que implantaría una sociedad igualitaria en la que, a la larga, esas mismas gentes, o sus hijos, estarían dispuestas a cualquier cosa para huir a los países de la desigualdad.

(Copyright 1980, Mario Vargas Llosa. Agencia Catalana de Información).

Los cuentos de la baronesa

Dinesen con Marilyn Monroe.


Isak Dinesen, née baronesa Karen Blixen de Rungstedlund, fue una notable escritora, autora de Seven Gothic Tales. Mujer fascinante: renunció a su fácil mundo europeo, y se empeñó en una plantación cafetalera en el corazón de África que terminó por costarle su fortuna. Enferma de sífilis, supo encontrar refugio en la construcción de una obra ajena a las modas literarias.
La baronesa Karen Blixen de Rungstedlund, que fue una gran escritora y firmó sus libros con el seudónimo de Isak Dinesen, debió de ser una mujer extraordinaria. Hay una foto de ella, en Nueva York, junto a Marilyn Monroe, cuando era ya sólo un pedacito de persona consumida por la sífilis, y no es la bella actriz sino los grandes ojos irónicos y turbulentos y la cara esquelética de la escritora los que se roban la foto.
     Nació en Dinamarca, en una casa a orillas del mar, a medio camino entre Copenhague y Elsinor, que es hoy algo muy afín a ese ser imaginativo e inesperado que ella fue: un enclave de plantas y pájaros exóticos. Allí está enterrada, en pleno campo, bajo los árboles que la vieron gatear. Había nacido en 1885, pero daba la impresión de haber sido educada con un siglo de atraso, ese que se inició en 1781 y terminó con el Segundo Imperio en 1871, que ella llamaba "la última gran época de la cultura aristocrática". Entre esos años ocurren casi todas sus historias. Espiritualmente, fue una mujer del dieciocho y del diecinueve, aunque, según confesó en una de las charlas radiales de sus últimos años, sus amigos sospechaban que tenía "tres mil años de antigüedad". Nunca pisó una escuela; fue educada por institutrices asombrosas que a los doce años la hacían escribir ensayos sobre las tragedias de Racine y traducir a Walter Scott al danés. Su formación fue políglota y cosmopolita; aunque danesa, escribió la mayor parte de su obra en inglés.
     Los cuentos y las historias la hechizaron desde niña, pero su vocación literaria fue tardía; la aventurera, precoz. Ambas las heredó del padre, el simpatiquísimo capitán Wilhelm Dinesen, quien, luego de una arriesgada carrera militar, a mediados del xix se enamoró de los pieles rojas y otras tribus de Norteamérica y se fue a vivir entre ellos. Los indios lo aceptaron y lo bautizaron con el nombre de Boganis, que él puso en la carátula de sus memorias. Terminó ahorcándose, cuando Karen tenía diez años. Como corresponde a una baronesa, ésta se casó muy joven con un vago primo enfermo, Bror Blixen, y ambos se marcharon al África, a plantar café en el interior de Kenia. El matrimonio no anduvo bien (el mal francés que devoró en vida a Isak Dinesen se lo contagió su marido) y terminó en divorcio. Cuando Bror volvió a Europa, ella decidió permanecer en África, manejando sola la hacienda de setecientos acres. Lo hizo por un cuarto de siglo, en una terca lucha contra la adversidad. Su vida en el continente africano, con el que llegó a consubstanciarse y de cuyas gentes y paisajes su irreprimible fantasía compuso una visión sui generis, está bellamente recordada en Out of Africa (1938), tierna y risueña evocación de su peripecia africana y del extraordinario marco en el que transcurrió.
     Mientras hacía de pionera agrícola, luchaba contra las plagas y las inundaciones y administraba sus cafetales, en las primeras décadas del siglo, la baronesa de Rungstedlund no tuvo urgencia en escribir. Sólo garabateó unos cuadernos de notas en los que aparecen en embrión algunos de sus futuros relatos. La atraían más los safaris, las expediciones a comarcas remotas, la familiaridad con las tribus, el contacto con la Naturaleza y los animales salvajes. El primitivo contorno, sin embargo, no le impidió tener una refinada vida cultural, fraguada por ella misma y enriquecida por lecturas y el trato de algunos curiosos representantes de la Europa culta que llegaban a esos parajes, como el mítico inglés Denys Finch-Hatton, esteta y aventurero salido de Oxford con quien Karen Blixen mantuvo una intensa relación sentimental. No es difícil imaginárselos, discutiendo sobre Eurípides o Shakespeare, después de haberse pasado el día cazando leones (no sorprende, por eso, que el único escritor del que Hemingway habló siempre con una admiración sin reservas fuera Isak Dinesen). El aislamiento en aquella plantación africana y el estrecho círculo de expatriados europeos con los que alternaba en Kenia, explican en buena parte el tipo de cultura que sorprende tanto al lector de Isak Dinesen. No es una cultura que refleje su época sino que la ignora, un anacronismo deliberado, algo estrictamente personal y extemporáneo, una cultura disociada de las grandes corrientes y preocupaciones intelectuales de su tiempo y de los valores estéticos dominantes, una reelaboración singularísima de ideas, imágenes, curiosidades, formas y símbolos que vienen del pasado nórdico, de una tradición familiar y de una educación excéntrica, marcada por la historia escandinava, la poesía inglesa, el folclor mediterráneo, la literatura oral africana y las leyendas y maneras de contar de los juglares árabes. Un libro capital en su vida fue Las mil y una noches, ese bosque de historias relacionadas entre sí por la astucia narradora de Sherezada, modelo de Isak Dinesen. África le permitió vivir, de manera casi incontaminada, dentro de una cultura caprichosa, sin antecedentes, creada para uso propio, que aparece como horizonte y subsuelo de su mundo, a la que debe tanto la originalidad de los temas, el estilo, la construcción y la filosofía de sus cuentos.
     Su vocación literaria tuvo estrecha relación con la bancarrota de sus cafetales. Pese a que los precios del café se venían abajo, ella, con temeridad característica, se empeñó en proseguir los cultivos, hasta arruinarse. No sólo perdió la hacienda; también, su herencia danesa. Fue, cuenta ella, en ese tiempo de crisis, al comprender que el fin de su experiencia africana era inevitable, cuando comenzó a escribir. Lo hacía en las noches, huyendo de las angustias y trajines del día. Así terminó los Seven Gothic Tales, que aparecieron en 1934, en Nueva York y en Londres, después de haber sido rechazados por varios editores. Publicó luego otras colecciones de cuentos, algunas de alto nivel, como los Winter's Tales (1943), pero su nombre quedaría siempre identificado con sus primeros siete cuentos reunidos en aquella obra, una de las más fulgurantes invenciones literarias de este siglo.
     Aunque escribió también una novela (la olvidable The Angelic Avengers), Isak Dinesen fue, como Maupassant, Poe, Kipling o Borges, esencialmente cuentista. Es uno de los rasgos de su singularidad. El mundo que creó fue un mundo de cuento, con las resonancias de fantasía desplegada y hechizo infantil que tiene la palabra. Cuando uno la lee, es imposible no pensar en el libro de cuentos por antonomasia: Las mil y una noches. Como en la célebre recopilación árabe, en sus cuentos la pasión más universalmente compartida por los personajes es, junto a la de disfrazarse y cambiar de identidad, la de escuchar y decir historias, evadirse de la realidad en un espejismo de ficciones. Semejante propensión llega a su apogeo en "The Roads Round Pisa", cuando la joven Agnese della Gherardesca (vestida de hombre) interrumpe el duelo entre el viejo Príncipe y Giovanni para contarle a aquél un cuento. Ese vicio fantaseador imprime a los Seven Gothic Tales, como a los de Sherezada, una estructura de cajas chinas, historias que brotan de historias y se descomponen en historias, entre las que discurre, ocultándose y revelándose en un ambiguo y escurridizo baile de máscaras, la historia principal.
     Sucedan en abadías polacas del siglo dieciocho, en albergues toscanos del diecinueve, en un pajar de Norderney a punto de ser sumergido por el diluvio o en la ardiente noche de la costa africana entre Lamu y Zanzíbar, entre cardenales de gustos sibaríticos, cantantes de ópera que han perdido la voz o contadores de cuentos desnarigados y desorejados como el Mira Jama de "The Dreamers", los cuentos de Isak Dinesen son siempre engañosos, impregnados de elementos secretos e inapresables. Por lo pronto, es difícil saber dónde comienzan, cuál es realmente la historia —entre las historias engarzadas por las que va discurriendo el subyugado lector— que la autora quiere contar. Ella se va perfilando poco a poco, de manera sesgada, como de casualidad, contra el telón de fondo de una floración de aventuras disímiles que, algunas veces, figuran allí como meras damas de compañía, y otras, como en "The Dreamers", gracias al desconcertante final, resultan articuladas y fundidas en una sola coherente narración.
     Artificiales, brillantes, inesperados, hechiceros, casi siempre mejor comenzados que rematados, los cuentos de Isak Dinesen son, sobre todo, extravagantes. El disparate, el absurdo, el detalle grotesco e inverosímil, irrumpen siempre, destruyendo a veces el dramatismo o la delicadeza de un episodio. Era más fuerte que ella, una predisposición invencible, como en otros la risa o el melodrama. Hay que esperar siempre lo inesperado en los cuentos de Isak Dinesen. En la inverosimilitud veía ella la esencia de la ficción. Se lo dice al cardenal de "The Deluge at Norderney" la perversa y deliciosa Miss Malin Nat-og-Dag, mientras conversan rodeados por las aguas que sin duda terminarán por tragárselos, al exponerle su teoría de que Dios prefiere las máscaras a la verdad "que ya conoce", pues truth is for tailors and shoemakers (la verdad es para sastres y zapateros). Para Isak Dinesen la verdad de la ficción era la mentira, una mentira explícita, tan diestramente fabricada, tan exótica y preciosa, tan desmedida y atractiva, que resultaba preferible a la verdad.

Lo que el príncipe de la Iglesia predica en ese cuento: Be not afraid of absurdity; do not shrink from the fantastic (No temas lo absurdo, no rehuyas lo fantástico) podría ser la divisa del arte de Isak Dinesen, pero delimitando la noción de lo fantástico a lo que por su desmesura y extravagancia difícilmente encaja en nuestra concepción de lo real y excluyendo la vertiente sobrenatural de lo fantástico, pues, en estos relatos, aunque resucite un muerto y abandone el infierno para venir a cenar con sus dos hermanas —el corsario Morten de Coninck de "The Supper at Elsinor"—, la fantasía, pese a sus excesos, tiene siempre una raíz en el mundo real, como ocurre con las representaciones teatrales o los circos.
     El pasado atraía a Isak Dinesen por la memoria del ambiente de su infancia, por la educación que recibió y su sensibilidad aristocrática, pero, también, por lo que tiene de inverificable; situando sus historias un siglo o dos atrás, podía dar rienda suelta con más libertad a esa pasión antirrealista que la animaba, a su fervor por lo grotesco y lo arbitrario, sin sentirse coactada por la actualidad. Lo curioso es que la obra de esta autora de imaginación tan libre y marginal, que poco antes de morir se jactaba ante Daniel Gillés de no tener "el menor interés por las cuestiones sociales ni la psicología freudiana" y ambicionar sólo "inventar bellas historias", surgiera en los años treinta, cuando la narrativa occidental giraba maniáticamente en torno a las descripciones realistas: problemas políticos, asuntos sociales, estudios psicológicos, cuadros costumbristas. Por eso André Breton consideró que sobre la novela pesaba una suerte de maldición realista y la expulsó de la literatura. Había excepciones a ese realismo narrativo, escritores que estaban en entredicho con la tendencia dominante. Uno de ellos fue Valle-Inclán; otro, Isak Dinesen. En ambos el relato se hacía sueño, locura, delirio, misterio, juego, ni más ni menos que la poesía.Los siete cuentos góticos del libro son admirables; pero "The Monkey" lo es más aún que los otros, y, de todos los que la autora escribió, el que mejor sintetiza su mundo disforzado, refinado, de exquisita factura, retorcida sensualidad y desalada fantasía. Todo es coherente y macizo en esta deliciosa joya y por eso resulta difícil decir en pocas palabras de qué trata. En sus breves páginas se las arregla para contar historias muy diversas, sutilmente emparentadas entre sí. Una de ellas es la sorda lucha entre dos temibles mujeres, la elegante priora de Closter Seven y la joven y silvestre Athena, a quien aquélla se ha propuesto casar con su sobrino Boris, valiéndose de todos los medios lícitos e ilícitos, incluidos los filtros de amor, el engaño y el estupro. Pero la indomable priora tiene al frente a una voluntad tan inflexible como la suya en la joven giganta que es Athena, criada a la intemperie de los bosques de Hopballehus, y que no tiene el menor empacho en romperle al galante Boris dos dientes de un puñetazo y en luchar con él cuerpo a cuerpo, en su combate semimortal, cuando el joven, azuzado por su tía, intenta seducirla.
     Nunca sabremos cuál de estas dos epónimas mujeres vence en ese forcejeo, porque esta historia es interrumpida de manera fulminante, cuando el lector está por averiguarlo, con la sorprendente irrupción de otra historia, que, hasta entonces, ha estado reptando, discreta como una culebra, debajo de la anterior: las relaciones de la priora de Closter Seven con un mono de Zanzíbar, que le regaló un primo almirante, y al que ella mima. La violenta aparición del mono —entra a la habitación rompiendo la ventana de la priora y presa de fiebre que sólo puede ser sexual— cuando la superiora del claustro está a punto de rematar su emboscada obligando a Athena a aceptar a Boris como esposo, es uno de los episodios más difíciles de contar y más magistralmente resueltos de la literatura. Es un hiato, un escamoteo tan genial como el paseo del fiacre por las calles de Rouen en el que van Emma y León, en Madame Bovary. Lo que ocurre en el interior de ese fiacre lo adivinamos pero el narrador no lo dice, lo insinúa, lo deja adivinar, azuzando con su silencio locuaz la imaginación del lector. Un dato escondido semejante es este cráter narrativo de "The Monkey". La astuta descripción del episodio abunda en lo superfluo y calla lo esencial —las relaciones culpables entre el mono y la priora— y, por eso mismo, esta nefanda relación vibra y se delínea en el silencio con tanta o más fuerza que ante los ojos espantados de Athena y Boris, que presencian la increíble ocurrencia. Que, al final del relato, el saciado mono termine encaramado sobre un busto de Immanuel Kant es como la quintaesencia de la delirante orfebrería que amuebla el mundo de Isak Dinesen.
     Entretener, divertir, distraer: muchos escritores modernos se indignarían si alguien les recuerda que ésa es también obligación de la literatura. Las modas, cuando aparecieron los Seven Gothic Tales, establecían que el escritor debía ser la conciencia crítica de su sociedad o explorar las posibilidades del lenguaje. El compromiso y la experimentación son muy respetables, desde luego, pero cuando una ficción es aburrida no hay doctrina que la salve. Los cuentos de Isak Dinesen son a veces imperfectos, a veces demasiado alambicados, jamás aburridos. También en eso fue anacrónica; para ella contar era encantar, impedir el bostezo valiéndose de cualquier ardid: el suspenso, la revelación truculenta, el suceso extraordinario, el detalle efectista, la aparición inverosímil. La fantasía, abundante y excéntrica, enrevesa de pronto una historia con exceso de anécdotas o la encamina en la dirección más infortunada. La razón de esos sacrificios o malabarismos es sorprender al lector, algo que siempre consigue. Sus cuentos suceden en una indecisa región, que ya no es el mundo objetivo pero que aún no es lo fantástico. Su realidad participa de ambas realidades y es, por eso, distinta de ambas, como sucede con los mejores textos de Cortázar.
     Una de las constantes de su mundo son los cambios de identidad de los personajes, que viven emboscados bajo nombres o sexos diferentes y que, a menudo, llevan simultáneamente dos o más vidas paralelas. Se diría que una plaga de inestabilidad ontológica ha contagiado a los seres humanos; sólo los objetos y el mundo natural son siempre los mismos. Así, por ejemplo, el renacentista cardenal de "The Deluge at Norderney" resulta ser, al final de la historia, el valet Kasparson que asesinó a su amo y lo suplantó. Pero, en este dominio, la apoteosis de la danza de las identidades la encarna Peregrina Leoni, apodada Lucífera o Doña Quijota de la Mancha, cuya historia transparece, a través de una verdadera miríada de otras historias, en "The Dreamers". Cantante de ópera que perdió la voz, del susto, en un incendio en la Scala de Milán, durante una representación de Don Giovanni, hace creer a sus admiradores que ha muerto. La ayuda en sus designios su admirador y su sombra, el riquísimo judío Marcus Coroza, que la sigue por el mundo, prohibido de hablarle o hacerse ver por ella, pero siempre a mano para facilitarle la huida en caso de necesidad. Peregrina cambia de nombre, personalidad, amantes, países —Suiza, Roma, Francia— y oficios —prostituta, artesana, revolucionaria, aristócrata que vela la memoria del general Zumala Carregui— y fallece, finalmente, en un monasterio alpino, bajo una tormenta de nieve, rodeada de cuatro amantes abandonados, que la conocieron en distintas instancias y disfraces y sólo ahora descubren, gracias a Marcus Coroza, su peripatética identidad. La caja china —historias dentro de historias— es utilizada con admirable maestría en este relato para ir componiendo, como un rompecabezas, a través de testimonios que en un principio parecen no tener nada en común, la fragmentada y múltiple existencia de Peregrina Leoni, fuego fatuo, actriz perpetua, hecha —como todos los personajes de Isak Dinesen— no de carne y hueso sino de sueño, fantasía, gracia y humor.
     La prosa de Isak Dinesen, como su cultura y sus temas, no remite a modelos de época; es, también, un caso aparte, una anomalía genial. Al aparecer Seven Gothic Tales, su prosa desconcertó a los críticos anglosajones por su elegancia ligeramente pasada de moda, su exquisitez e irreverencia, sus juegos y desplantes de erudición, y su escaso, para no decir nulo, contacto con el inglés vivo y hablado de la calle. Pero, también, por su humor, la delicadeza irónica y risueña con que en aquellos relatos se referían crueldades, vilezas y ferocidades indecibles como si fueran nimiedades de la vida cotidiana. El humor es en Dinesen el gran amortiguador de los excesos de todo orden que habitan su mundo —los de la carne y los del espíritu—, el ingrediente que humaniza lo inhumano y da un semblante amable a lo que provocaría repugnancia o pánico. Nada como leerla para comprobar hasta qué punto es cierto que todo se puede contar, si se sabe cómo hacerlo.
     La literatura, tal como ella la concibió, era algo que a los escritores de su tiempo espeluznaba: una evasión de la vida real, un juego entretenido. Hoy las cosas han cambiado y los lectores la comprenden mejor. Al hacer de la literatura un viaje hacia lo imaginario, la frágil baronesa de Rungstedlund no rehuía responsabilidad moral alguna. Por el contrario, contribuía —distrayendo, hechizando, divirtiendo— a que los seres humanos aplacaran una necesidad tan antigua como la de comer y adornarse: el hambre de irrealidad.
 
Mario Vargas Llosa

Borges en París

FRANCIA ha celebrado el centenario de Borges (1899-1999) por todo lo alto: números monográficos de revistas y suplementos literarios, lluvia de artículos, reediciones de sus libros, y, suprema gloria para un escribidor, su ingreso a la Pléiade, la Biblioteca de los inmortales, con dos compactos volúmenes y un Album especial con imágenes de toda su biografía. En la Academia de Bellas Artes, transformada en laberinto, una vasta exposición preparada por María Kodama y la Fundación Borges documenta cada paso que dio desde su nacimiento hasta su muerte, los libros que leyó y los que escribió, los viajes que hizo y las infinitas condecoraciones y diplomas que le infligieron. El día de la inauguración rutilaban, en el atestado local, luminarias intelectuales y políticas, y -créanlo o no- unas lindas muchachas vestían polos blancos y negros estampados con el nombre de Borges.
Ningún país ha desarrollado mejor que Francia el arte de detectar el genio artístico foráneo y, entronizándolo e irradiándolo, apropiárselo. Viendo la exuberancia y felicidad con que los franceses celebran los cien años del autor de Ficciones, he tenido en estos días la extraña sensación de que Borges hubiera sido paisano, no de Sarmiento y Bioy Casares, sino de Saint-John Perse y Válery. Ahora bien, aunque no lo fuera, es de justicia reconocer que sin el entusiasmo de Francia por su obra, acaso ésta no hubiera alcanzado -no tan pronto- el reconocimiento que, a partir de los años sesenta, hizo de él uno de los autores más traducidos, admirados e imitados en todas las lenguas cultas del planeta.
Tengo la coquetería de creer que yo fui testigo del coup de foudre o amor a primera vista de los franceses por Borges, el año 60 o el 61. Vino a París a participar en un homenaje a Shakespeare organizado por la Unesco, y la intervención de este anciano precoz y semiinválido, a quien Roger Caillois presentó con efervescencia retórica, sorprendió a todo el mundo. Antes que él había hablado el ingenioso Lawrence Durrell, comparando al Bardo con Hollywood, y después Giuseppe Ungaretti, quien leyó, con talento histriónico, sus traducciones al italiano de algunos sonetos de Shakespeare. Pero la exposición de Borges, en un francés acicalado, fantaseando por qué ciertos creadores se tornan símbolos de una cultura -Dante, la italiana, Cervantes, la española, Goethe, la alemana- y cómo Shakespeare se eclipsó para que sus personajes fueran más nítidos y libres, sedujo por su originalidad y sutileza. Días después, su conferencia en el Instituto de América Latina, además de estar de bote a bote, atrajo un abanico de escritores de moda, Roland Barthes entre ellos. Es una de las charlas más deslumbrantes que me ha tocado escuchar. El tema era la literatura fantástica y consistía en ilustrar con breves resúmenes de cuentos y novelas -de diversas lenguas y épocas- los recursos más frecuentes de que este género se vale para "fingir la irrealidad". Inmóvil detrás de su pupitre, con una voz intimidada, como pidiendo excusas, pero, en verdad, con soberbia desenvoltura, el conferenciante parecía llevar en la memoria la literatura universal y desenvolvía su argumentación con tanta elegancia como astucia. "¿Seguro que este escritor viene del país de los gauchos?", exclamó un maravillado espectador, mientras aplaudía rabiosamente (Borges había puesto punto final a su charla con una pregunta efectista: "Y, ahora, decidan ustedes si pertenecen a la literatura realista o a la fantástica").
Sí, venía del país de los gauchos, pero no tenía nada de exótico ni de primitivo y su obra no alardeaba de color local. Ya había escrito varias obras maestras, pero todavía era conocido sólo por pequeñas capillas de devotos, incluso en su país, y sus cuentos y ensayos circulaban en ediciones poco menos que familiares. Francia lo sacó de la catacumba en que languidecía a partir de aquella visita. La revista l'Herne le dedicó un número memorable y Michael Foucault inició el libro de filosofía más influyente de la década -Les mots et les choses- con un comentario borgiano. El entusiasmo fue ecuménico: de Le Figaro a Le Nouvel Observateur, de Les Temps Modernes, de Sartre, a Les Lettres Françaises, de Aragon. Y, como todavía en esos años, en asuntos de cultura, cuando Francia legislaba el resto del mundo obedecía, los latinoamericanos, los españoles, los estadounidenses, los italianos, los alemanes, etcétera, empezaron, a la zaga de los franceses, a leer a Borges. Así empezó la historia que culmina, ahora, en la trompetería y los fastos del centenario.
Aquel Borges que, en aquella visita a París, se resignó a conceder una entrevista (una de mil) al oscuro periodista de la Radiotelevisión francesa que era este escriba, no era aún ese Borges público, esa Persona de gestos, dichos y desplantes algo estereotipados en que luego se convertiría, obligado por la fama y para defenderse de sus estragos. Era, todavía, un sencillo y tímido intelectual porteño pegado a las faldas de su madre, que no acababa de entender la creciente curiosidad y admiración que despertaba, sinceramente abrumado por el chaparrón de premios, elogios, estudios, homenajes que le caían encima, incómodo con la proliferación de discípulos e imitadores que encontraba por donde iba. Es difícil saber si llegó a acostumbrarse a ese papel. Tal vez, sí, a juzgar por el desfile vertiginoso de fotos de la Exposición de Beaux Arts en las que se lo ve recibiendo medallas y doctorados, y subiendo a todos los estrados a dar charlas y recitales.
Pero las apariencias son engañosas. Ese Borges de las fotos no era él, sino, como el Shakespeare de su ensayo, una ilusión, un simulador, alguien que iba por el mundo representando a Borges y diciendo las cosas que se esperaba que Borges dijera sobre los laberintos, los tigres, los compadritos, los cuchillos, la rosa del futuro de Wells, el marinero ciego de Stevenson y las Mil y una noches. La primera vez que hablé con él, en aquella entrevista de 1960 o 1961 (recuerdo su respuesta a una de mis preguntas: "¿Qué es para usted la política, Borges?": "Una de las formas del tedio"), estoy seguro de que, por lo menos en algún momento, de verdad hablé, conecté con él. Nunca más volví a tener esa sensación, en los años siguientes. Lo vi muchas veces, en Londres, Buenos Aires, Nueva York, Lima, y volví a entrevistarlo, y hasta lo tuve en mi casa varias horas la última vez. Pero en ninguna de aquellas ocasiones sentí que hablábamos. Ya sólo tenía oyentes, no interlocutores, y acaso un solo mismo oyente -que cambiaba de cara, nombre y lugar- ante el cual iba deshilvanando un curioso, interminable monólogo, detrás del cual se había recluido o enterrado para huir de los demás y hasta de la realidad, como uno de sus personajes. Era el hombre más agasajado del mundo y daba una tremenda impresión de soledad.
¿Lo hicieron más feliz, o menos infeliz, los franceses volviéndole famoso? No hay manera de saberlo, desde luego. Pero todo indica que, contrariamente a lo que podían sugerir los desplantes de su Persona pública, carecía de vanidades terrenales, tenía dudas genuinas sobre la perennidad de su propia obra, y era demasiado lúcido para sentirse colmado con reconocimientos oficiales. Probablemente sólo gozó leyendo, pensando y escribiendo; lo demás, fue secundario, y se prestó a ello, gracias a la buena crianza recibida, guardando muy bien las formas, aunque sin mucha convicción. Por eso, aquella famosa frase que escribió (fue, entre otras cosas, el mejor escritor de frases de su tiempo) -"Muchas cosas he leído y pocas he vivido"- lo retrata de cuerpo entero.
Es seguro que, pese a haber pasado los últimos veinte años de su vida en olor de multitudes, nunca llegó a tener conciencia cabal de la enorme influencia de su obra en la literatura de su tiempo, y menos de la revolución que su manera de escribir significó en la lengua castellana. El estilo de Borges es inteligente y límpido, de una concisión matemática, de audaces adjetivos e insólitas ideas, en el que, como no sobra ni falta nada, rozamos a cada paso ese inquietante misterio que es la perfección. En contra de algunas afirmaciones suyas pesimistas sobre una supuesta incapacidad del español para la precisión y el matiz, el estilo que fraguó demuestra que la lengua española puede ser tan exacta y delicada como la francesa, tan flexible e innovadora como el inglés. El estilo borgeano es uno de los milagros estéticos del siglo que termina, un estilo que desinfló la lengua española de la elefantiasis retórica, del énfasis y la reiteración que la asfixiaban, que la depuró hasta casi la anorexia y obligó a ser luminosamente inteligente. (Para encontrar otro prosista tan inteligente como él hay que retroceder hasta Quevedo, escritor que Borges amó y del que hizo una preciosa antología comentada).
Ahora bien, en la prosa de Borges, por exceso de razón y de ideas, de contención intelectual, hay también, como en la de Quevedo, algo inhumano. Es una prosa que le sirvió maravillosamente para escribir sus fulgurantes relatos fantásticos, la orfebrería de sus ensayos que trasmutaban en literatura toda la existencia, y sus razonados poemas. Pero con esa prosa hubiera sido tan imposible escribir novelas como con la de T.S. Eliot, otro extraordinario estilista al que el exceso de inteligencia también recortó la aprehensión de la vida. Porque la novela es el territorio de la experiencia humana totalizada, de la vida integral, de la imperfección. En ella se mezclan el intelecto y las pasiones, el conocimiento y el instinto, la sensación y la intuición, materia desigual y poliédrica que las ideas, por sí solas, no bastan para expresar. Por eso, los grandes novelistas no son nunca prosistas perfectos. Esa es la razón, sin duda, de la antipatía pertinaz que mereció a Borges el género novelesco, al que definió, en otra de sus célebres frases, como "Desvarío laborioso y empobrecedor".
El juego y el humor rondaron siempre sus textos y sus declaraciones y causaron incontables malentendidos. Quien carece de sentido del humor no entiende a Borges. Había sido en su juventud un esteta provocador, y aunque, luego, se retractó de la "equivocación ultraísta" de sus años mozos, nunca dejó de llevar consigo, escondido, al insolente vanguardista que se divertía soltando impertinencias. Me extraña que entre los infinitos libros que han salido sobre él no haya aparecido aún el que reúna una buena colección de las que dijo. Como llamar a Lorca "un andaluz profesional", hablar del "polvoroso Machado", trastocar el título de una novela de Mallea ("Todo lector perecerá") y homenajear a Sábato diciendo que "su obra puede ser puesta en manos de cualquiera sin ningún peligro". Durante la guerra de las Malvinas dijo otra, más arriesgada y no menos divertida: "Esta es la disputa de dos calvos por un peine". Son chispazos de humor que se agradecen, que revelan que en el interior de ese ser "podrido de literatura" había picardía, malicia, vida.
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© Mario Vargas Llosa, 1999.

Faulkner en Laberinto

Sábado 23 de mayo de 1981

La reyerta ha estallado en el interior de una cantina, pero inmediatamente se  traslada a la calle. Cuando, alertado por el ruido, salgo a ver, diviso a un hombre en calzoncillo que atacan a puñetazos y a pedradas tres o cuatro individuos. Debe ser él quien ha iniciado la pelea, pues uno de sus atacantes tiene la cara partida y sangra profusamente. Entre el polvo, las palabrotas y los golpes, una criatura llora a gritos, tratando de prenderse de las piernas del que sangra. Cuando el atacado opta por huir y todos los curiosos retornan al interior de las cabañas a seguir emborrachándose, el llanto de esa niña perdura, como una lluviecita desafinada que atravesara los techos de hojas de palma y los tabiques de tablas de las viviendas de Laberinto.

Es imposible no pensar en Faulkner. Este es el corazón de la Amazonía y está muy lejos de Mississippi, desde luego. Son otros el idioma, la raza, las tradiciones, la religión y las costumbres. Pero los ciudadanos de Yoknapatawpha Country y los de este caserío del departamento de Madre de Dios, a orillas del ancho río de ese nombre, al que la fiebre del oro ha convertido en poco tiempo en una especie de andrajoso millonario, tienen muchas cosas en común: la violencia, el calor, la codicia, una naturaleza indomeñable que parece reflejar esos instintos que las gentes no tratan de embridar, y, en suma, la vida como una aventura que confunde, tan inextricablemente como el bosque el ramaje de los árboles, lo grotesco, lo sublime y lo trágico.

En el avión que me trajo de Lima a Puerto Maldonado, y en el albergue de esa localidad (aquí a la luz rancia de una vela) he estado leyendo Banderas sobre el polvo, la tercera novela que Faulkner escribió (en 1927) su primera obra maestra, la iniciadora de la saga, y cuya versión integral sólo se conoció en
1973. La publicada en 1929, con el título de Sartoris, había sido privada de una cuarta parte de sus páginas y reordenada por Ben Wasson, el agente literario de Faulkner. Once editoriales rechazaron el manuscrito, considerándolo confuso, y la que por fin se animó a publicarlo puso como condición esos cortes y remiendos destinados a simplificar la historia. Con la perspectiva actual, podemos apiadamos de los patrones narrativos imperantes en Estados Unidos afines de los años veinte, tan aberrantes que impidieron los lectores de once casas editoriales neoyorquinas advertir que tenían ante sus ojos una obra mayor destinada a cambiar sustantivamente la naturaleza misma de la ficción moderna.

Pero ese género de críticas a posteriori son fáciles. La novedad era demasiado grande, en efecto, y, por otra parte, Nueva York estaba tan lejos en el tiempo y en el espacio de Jefferson, la tierra de los míticos Bayard y John Sartoris, de Jenny du Prés y del porcino Byron Snopes como lo está Lima de Laberinto. La de Faulkner es una América subdesarrollada y primitiva, de gentes rudas e incultas, prejuiciosas y galantes, capaces de vilezas y noblezas extraordinarias pero incapaces de romper por un instante su provincialismo visceral, ese encantamiento que hace de ellos, desde que nacen hasta que mueren, hombres de la periferia, silvestres y anticuados, preindustriales, marcados a fuego por una historia de explotación inicua, sangriento racismo, elegancias caballerescas, audacia pionera y guerras perdidas. Ese mundo con el que Faulkner amasa su universo no era el de Nueva York, Boston, Chicago o Filadelfia. No era el espejo en el que quería mirarse la América de las máquinas ultramodernas y los conglomerados financieros, de las Universidades especializadas y las ciudades erizadas de rascacielos y de intelectuales hechizados —como T. S Eliot o Ezra Pound— por los refinamientos espirituales de Europa. En esta América, las novelas de Faulkner tardaron en ser aceptadas: ellas representaban un pasado y un presente que ella quería a toda costa olvidar. Fue sólo cuando París descubre a Faulkner y autores como
Malraux y Sartre proclaman a los cuatro vientos su genio, que el novelista sureño gana derecho de ciudad en su propio país. Este lo acepta, entonces, por motivos similares a los de los franceses: como un brillante producto exótico.

El mundo de Faulkner no era el suyo, en efecto. Era el nuestro. Y nada mejor para comprobarlo que llegar hasta este perdido caserío de la selva de Madre de Dios al que, por el encrespamiento y los remolinos
del río que lo baña, bautizaron los lugareños con el hermoso nombre de Laberinto. La población que le da personalidad y color no vive aquí, en esta veintena de chozas rústicas acosadas por la vegetación, sino, como la de Jefferson, desperdigada, por los, alrededores. Ella busca y lava oro, así como los de Yoknapatawpha cultivan algodón y crían caballos. Pero los domingos todos acuden al pueblo para hacer sus transacciones, aprovisionarse y divertirse (lo que quiere decir emborracharse).

Serranitos que apenas chapurrean español y que viven aturdidos por este calor desconocido en las alturas de Cuzco o de Puno que han dejado para convertirse en mineros; jóvenes miraflorinos que han cambiado la tabla hawaiana y las carreras de autos por las botas de siete suelas del explorador; extranjeros sedientos de aventura y riqueza instantánea: aguerridas rameras venidas desde los prostíbulos limeños a trabajar como «visitadoras» en los campamentos donde cobran por planilla y, en los ratos libres, intentar también suerte escarbando la grava de la orilla en busca del preciado metal; sudorosos policías abrumados por la magnitud de unas responsabilidades que los desbordan. Si supieran leer, o se dieran tiempo para hacerlo, estos hombres y mujeres de Laberinto se sentirían en su casa en las novelas de Faulkner y se maravillarían de saber que alguien que nunca estuvo aquí, que no tenía manera de sospechar que algún día el destino los aventaría a todos ellos hasta aquí y los haría compartir tantas ilusiones y dificultades, hubiera sido capaz de describir tan bien la efervescencia de sus vidas y de sus almas.

Este es el mundo de Faulkner. Las personas se conocen por sus nombres y está aún lejos la civilización industrial, esa sociedad impersonalizada en la que las gentes se comunican por intermedio de las cosas. Es verdad que aquí todo es elemental, arcaico y, todopoderosas, la incomodidad, la suciedad, la fuerza bruta. Pero, al mismo tiempo, nada parece aquí predeterminado, todo está por hacerse, haciéndose, y se tiene la impresión estimulante de que con un poco de suerte y mucho coraje y resistencia cualquier hombre o mujer puede cambiar mágicamente de vida. Hay ese contacto cálido, inmediato, bienhechor, con los elementos naturales —ese aire, esa agua, esa tierra y ese fuego que las gentes de la ciudad ignoran, y la sensación de que el alimento que se come es, como la cabaña en que uno vive, algo que uno produce con sus propias manos.

La violencia está a flor de piel y, con cualquier pretexto, estalla. Pero, al me nos, se trata de una violencia descubierta, física, natural con algo de esa dignidad mínima que tiene la violencia entre los animales, que se atacan y entrematan sólo obedeciendo a la ley primera de la vida —la de sobrevivir; no de la violencia solapada, ciudadana, civilizada, institucionalizada en leyes, códigos, sistemas, contra la que no hay defensa pues carece de cuerpo y de cara. Aquí, tiene nombre y facciones, es individualizada y, por horrible que parezca, todavía humana. No es raro que, a la vez que en los medios cultos de su país, una íntima resistencia alejaba a los lectores de Faulkner, la obra de éste fuera inmediata y unánimemente celebrada en América latina. La razón no era, sólo, el hechizo de esas vidas turbulentas del condado de Yoknapatawpha, ni las proezas formales de unas ficciones construidas como nidos de avispa. Era que, en esa turbulencia y complejidad del mundo inventado por Faulkner, los lectores latinoamericanos descubríamos, transfigurada, nuestra propia realidad, y aprendíamos que, como en Bayard Sartoris o en Jenny du Prés, el atraso y la periferia contienen, también, bellezas y virtudes que la llamada civilización mata, Escribía en inglés, pero era uno de los nuestros.

Mario Vargas Llosa

sábado, 1 de diciembre de 2012

La leyenda del peruano que trabaja

POR Juan Cruz Ruiz

Hay muchas leyendas sobre Mario Vargas Llosa, ese trotamundos, y sólo algunas se corresponden con la realidad de su vida. Entre éstas, que es un hombre que ha fiado su vida a la influencia del esfuerzo y al método. Alguna vez ha dicho que como no tiene talento, trabaja. Y trabaja desplegando un rigor que no admite componendas. De sol a sol, o más bien del sol de la mañana al sol de después del mediodía. Siempre se levanta temprano, corre (ahora trota, los años marcan el paso) con su mujer, Patricia Llosa, y luego, truene, nieve o haga un calor extenuante, espera, como Picasso, que la inspiración lo agarre trabajando. Su escritorio ha sido visto en todos los soportes posibles (la televisión, la fotografía, la narración de los que lo han visto ahí) es el escenario de un alcohólico del trabajo que, por cierto, bebe con moderación y no fuma nunca, aunque hubo una época en que fumó como un carretero. Ahí, en el escritorio, hay algunas metáforas de sus convicciones, todas ellas relacionadas con su amor al papel, a los libros, a los periódicos, a los cuadernos, a las plumas… No son sólo instrumentos de trabajo, pueden ser fetiches: hace años se dejó olvidada en manos de un fotógrafo de Tenerife, Carlos A. Schwartz, la pluma Montblanc de siempre, y removió todos los sistemas de transporte urgente hasta que el artilugio del que se sirve su arte fue depositado en su mesa de París. Lee, incluso cuando escribe, y subraya, subraya sin parar, como si la memoria no pudiera subsistir sin ese elemento en el que declara su fascinación o simplemente su interés o su desacuerdo. Así pues, la leyenda más divulgada sobre Mario Vargas Llosa es verdad: es un trabajador infatigable, y gracias a ello ha llevado a cabo la obra que la academia sueca consideró merecedora del Nobel, en 2010, pero sobre todo ha conseguido, como advertía en una entrevista de 1990, después de haber perdido las elecciones presidenciales a las que concurrió en Perú, “huir de la pena”. Pues todo escritor, por feliz que parezca, y aunque parezca indestructible y lo ataquen además por parecer feliz, y este es el caso, tiene en el fondo de su alma el material, que no es pluma ni papel ni mesa, inasible del que se agarra para narrar qué pasa o qué le pasa: la melancolía… De cerca, y leyéndolo, a Vargas Llosa se le puede advertir esa realidad de su espíritu, pero muchos de sus críticos la borran, para quedarse con un tópico que les conviene y que forma parte de otra leyenda, la falsa: que el autor de La civilización del espectáculo es un tipo arrogante y fatuo que desde hace mucho tiempo carece de sencillez. Eso es mentira; algunos cruzados intentamos, con éxito desigual, desmentir esa imagen, pero como conviene a los que la inventaron sigue su curso con el beneplácito (y la malevolencia) de los que la alientan. Digámoslo una vez más: si te encuentras con él, en una exposición, en la cola del cine, en la biblioteca donde escribe o en el café donde toma notas, es probable que termines siendo interrogado por él, sobre tu trabajo, sobre tus aficiones, sobre tu procedencia; y si algún colega suyo, un chiquillo que quiera escribir un libro y quiera una ayuda o un consejo, se dirige a él, en la presentación de un libro, en una firma, o en cualquiera de las otras circunstancias que ya se indicaron, es más que posible que al fin parezca que el principiante es el novelista de Conversación en La Catedral… Como esto es verdad, pues no se ha abierto paso con éxito. Pero lo digo otra vez por si alguno termina dando crédito a este desmentido de una leyenda falsa de toda falsedad. En todo caso, digamos que cuando fui a cumplir el encargo de Ñ de conversar con él sobre su último libro tan polémico sobre la banalización de la cultura ya se había ocultado el sol (casi), el escritorio lo tenía lejos, leía la prensa extranjera (por la mañana temprano lee la prensa del país donde esté, y estaba en Madrid) y escuchaba a Glenn Gould interpretando a Bach… Aquí, un inciso para los incrédulos: ¿quién, hoy, en su sano juicio, y en estado adecuado de vanidad cultural, diría que no conoce a Glenn Gould? Pocos, y gente de la cultura, tan dada a conocerlo todo antes de conocerlo, muchos menos. Pues mientras hablábamos ante el micrófono lo dijo Vargas Llosa: nunca había escuchado a Glenn Gould… Más allá, en la conversación, confesó que no había leído hasta ahora el Gibbon, que es como el chocolate de todos los desayunos de los que hablan hoy del devenir de la civilización… Son pequeños detalles de los que él no hace alarde... Porque, lo quieras o no, lo leas o no, estés de acuerdo con él o no, Vargas Llosa no anda en la vida ni presumiendo ni con otras pamplinas. Pero, ¿a quién le explicas esto si el mundo está lleno de lugares comunes y a él le llueven generalmente diluvios de tópicos que nunca trató de atajar? Porque los tópicos lo agarran siempre trabajando, y esa es la leyenda más verdadera. 

Mario Vargas Llosa: “Los bárbaros ahora somos nosotros”

El uso amoral de ciertos avances tecnológicos y los peligros que esto conlleva para la democracia, el periodismo, la lectura, la identidad individual o la cultura cada vez más banalizada, son algunas de las amenazas que el Premio Nobel peruano subraya en esta extensa charla que mantuvo en su casa de Madrid con el periodista y novelista español Juan Cruz Ruiz.

En marzo de este año, cuando cumplía 76 años, el combativo novelista de La ciudad y los perros , Mario Vargas Llosa, removió, con la autoridad de un Nobel pero también con la fuerza de un guerrillero que previene contra la banalización de la cultura, las aguas que dicen sí a todos los efectos de cualquier renovación tecnológica. Su libro La civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012) fue recibido en medio de la crisis de los medios y de los instrumentos clásicos de la cultura, la literatura, la música, las artes plásticas, y fue visto como la intromisión de un defensor de lo clásico frente a la irrupción inevitable de un mundo nuevo. Vargas Llosa arrostró las críticas, puso en remojo los elogios (no es, y es raro entre escritores, el vanidoso que algunos pintan) y se dispuso a proseguir su lucha por advertir que él no está diciendo nada contra los avances tecnológicos, sino contra la perversión que el uso de las nuevas tecnologías pone en manos de vividores a tiempo completo de los beneficios que da la banalización rampante de la cultura. En eso sigue, y meses después regresa a su libro para destacar algunos de los elementos en que basa la vigencia de sus convicciones. El dice que ahora somos nosotros los bárbaros que queremos hacer de la cultura un fenómeno que se diluya en medio de la trituradora del consumo veloz.

Dijiste que tu libro, “La civilización del espectáculo”, era también un libro de las desapariciones, de las cosas que se suponía que podían desaparecer: el libro, la música, los derechos de autor…

…la desaparición de la identidad. Ahora he publicado en mi columna quincenal en el diario El País un artículo en el que justamente hablaba de la identidad perdida. La evolución tecnológica ha venido acompañada de un desplome absoluto de toda forma de valores y de moral, y está acabando con cosas que parecían absolutamente invulnerables, entre ellas la identidad personal.
No sé si has visto en The New Yorker una carta de Philip Roth, una carta abierta a Wikipedia. Cuenta que él descubrió cómo Wikipedia describía su novela La mancha humana de manera totalmente equivocada porque decía que estaba inspirada en la vida de un crítico de The New York Times. Y él explica en su artículo que no es así, que apenas vio a ese señor una vez, que no sabía nada de su vida personal y que la novela estaba basada en un íntimo amigo suyo al que le ocurrió todo aquello. Wikipedia le contestó que todo autor tiene derecho a hablar sobre su libro pero que mientras no hubiera otras fuentes secundarias que corroboraran lo que él decía, iban a mantener lo que ya habían publicado. Por tanto, Philip Roth ha quedado totalmente disociado de poder opinar sobre su libro porque Wikipedia llega a millones de millones de personas y da una versión de él mismo que está en contradicción flagrante con lo que él cree ser, pero no tiene el peso suficiente como para poder contrarrestar esa especie de fuerza torrencial que es la tecnología. Es un síntoma interesantísimo de cómo hoy en día puedes ser despojado de tu identidad y quedar en la impotencia más absoluta frente a eso.

Te ha pasado a ti. Tú nunca has tenido Twitter. Y muchas veces Twitter ha reproducido cosas que tú has dicho en ese sistema de 140 caracteres.

En una  Piedra de toque cuento que una señora me felicitó en una calle de Buenos Aires por otro artículo sobre la mujer que yo jamás he escrito, pero pensé que se trataba de una equivocación, que ella creía que yo era otra persona. Después resulta que me descubren ese artículo, de una cursilería absolutamente estridente, y no hay manera de que yo niegue a la fuente y de que sepa quién ha falsificado y usurpado mi nombre. Meses después aparece en Internet una diatriba de un mal gusto pestilencial contra los argentinos, que también me atribuyen a mí, algo que yo nunca he escrito y que es absolutamente perverso porque recoge cosas que efectivamente yo he dicho (críticas a Cristina F. de Kirchner, por ejemplo) y lo adoba con insultos y me hace decir vulgaridades espantosas. ¿Qué puedes hacer frente a eso? Absolutamente nada, ni siquiera hay manera de llegar a la fuente porque quien te inventa una calumnia semejante lo lanza desde un cibercafé cualquiera, no lo lanza desde su propio ordenador.
Hemos llegado a una situación en la que uno puede ser despojado de su identidad y le puede ser impuesta otra absolutamente distinta a través de una tecnología completamente amoral. Por una parte se utiliza de manera formidable para aumentar la comunicación y para combatir las censuras, pero por otra es utilizada por pillos, por gente amoral que la convierten en un arma destructiva terrible.
Creo que este es un problema cultural, no es un problema de pura delincuencia o criminalidad, hay detrás una cultura que no sólo permite estos fraudes sino que de alguna manera los alienta y los atiza porque son formas extremas, y por supuesto depravadas, de diversión, de entretenimiento.

Cuando publicaste tu libro hace unos meses dijiste que no habías hecho un libro pesimista sino preocupado. Lo que ocurre es que la realidad…
… va agravando el fenómeno, tiene unas manifestaciones mucho más peligrosas de lo que parecía. Por ejemplo, en el campo del periodismo es clarísimo. Por un lado los periódicos serios, o que tratan de serlo, van siendo derrotados por un mercado que simplemente los margina, los acorrala o los mata. Y lo que queda es un tipo de periodismo que halaga los peores instintos porque encuentra una supervivencia en el mercado.
Me parece absolutamente trágico porque el periodismo ha sido una de las manifestaciones culturales más importantes para la formación de una sociedad y si lo que finalmente lee el gran público es la prensa amarilla, lo escandaloso, la prensa chismográfica, ¿cuál es el futuro de una sociedad formada con ese tipo de alimentos “intelectuales”? Es inquietante.

Un síntoma mayor es esa noticia de que Newsweek desaparece…
…y sólo queda la edición digital.

Tú advertías de que el sistema de comunicación digital está sometido a ataques y pirateos y que el papel sigue siendo un sustento mucho más serio.
Además, no creo que sea cierto que el soporte no tenga un efecto sobre el contenido. En un momento de transición sí, cuando estás trasvasando los contenidos del papel a la pantalla, puedes pasar contenidos que tengan el mismo rigor, la misma profundidad que tenían en el papel. Pero cuando las pantallas y las tabletas hayan derrotado directamente al libro y se escriba directamente para las pantallas, creo que el contenido va a experimentar el mismo proceso que han experimentado los contenidos de la televisión, se van a simplificar y a banalizar para alcanzar al mayor público posible y ganar el mercado, simplemente.

Y para desconcentrar. Decías que las redes sociales, Internet en general, contribuyen a la desconcentración de la época y que la falta de lectores viene de ahí.
Claro, porque hay más espectadores. Esta es una cultura que crea espectadores más que lectores. No creo que la imagen y la palabra sean la misma cosa, no creo que tengan la misma función. La imagen entretiene mucho, es a veces mucho más intensa que la palabra, pero muchísimo más efímera y no estimula el esfuerzo intelectual para nada, al contrario. Mientras que la palabra, como tienes que traducirla y convertirla en conceptos y articular los conceptos dentro de un argumento, tienes un trabajo intelectual que te hace participar de la creatividad de cualquier objeto literario o artístico.
La pura imagen no tiene ese efecto, afecta muy intensamente a la emotividad, los sentimientos, los instintos, pero no a la razón, tiende más bien a embotarla. Puede ser enormemente entretenida, sin ninguna duda, pero no creo que de la imagen resulte un ciudadano con espíritu crítico, con imaginación o con una sensibilidad que puedas llamar disconforme o díscola. Creo que la imagen tiende a crear públicos muchísimo más conformistas y pasivos y ese es para mí uno de los aspectos inquietantes de la nueva orientación que tiene la cultura en nuestro tiempo.
Es verdad que es una cultura más democrática, como dicen sus defensores, y llega a un público muchísimo más amplio, sin ninguna duda, pero precisamente llega porque exige muchísimo menos esfuerzo intelectual. Al mismo tiempo, en lugar de alentarlo, aleja el espíritu crítico y tiende a crear espectadores. La sola definición de la palabra significa una cierta aquiescencia conformista.
Como espectador recibes algo, como lector tienes que actuar, salir al frente de lo que lees para transformarlo en razones, en ideas, en sentimientos o emociones. Por eso me parece tan importante que digamos que las pantallas deben convivir con los libros y no arrinconarlos y acabar con ellos.

Eso afecta directamente a los periódicos.
El papel no es sólo el papel, el papel para mí es fundamentalmente palabras que se convierten en conceptos, razones, argumentos y reflexiones, fuente primordial del conocimiento y de la evolución de una sociedad hacia formas cada vez más participativas y democráticas. La cultura del puro entretenimiento y espectáculo no crea ese tipo de ciudadanos, nos retrotrae un poco a la época del pan y circo, el gran instrumento que han tenido todas las dictaduras a lo largo de la historia para tener aplacada y domesticada a la sociedad. Curiosamente la tecnología está creando unos instrumentos que en un mundo moderno pueden permitir crear otra vez sociedades completamente conformistas.

Dices en tu libro: “El empuje de la civilización del espectáculo ha anestesiado a los intelectuales, desarmado al periodismo y sobre todo devaluado la política, un espacio donde gana terreno el cinismo y se extiende la tolerancia hacia la corrupción”. La política ha dejado de ser un fenómeno importante para ser también un fenómeno banalizado...
Y entretenido. Ese desprecio que hay hacia la política es peligrosísimo. Puedes decir que anda muy mal, que hay mucha corrupción, sí, todo esto es cierto pero empezar a despreciarla es acercarse al ideal de toda sociedad autoritaria. Todos los sistemas autoritarios o totalitarios lo que quieren es que la sociedad se adocene, sea obediente, esté entregada a sus ocupaciones profesionales, técnicas y no se ocupe de la política, que la deje a los políticos, a quienes tienen el poder. Esa es la negación y desaparición de la democracia.
La democracia no sólo puede desaparecer por golpes de estado pretorianos, puede desaparecer también por indiferencia y desprecio a la política y a los políticos. Convertir a la política en una actividad despreciable es fantástico, es resignarse a dejar el poder en manos de los vivos, los pillos y los audaces. La creación de lo que es la democracia, que es la participación, tener unos representantes a los que puedes fiscalizar a través de la crítica, de las elecciones, o sancionarlos y premiarlos a través de tu voto se puede depravar extraordinariamente con ese desprecio a la política que hoy se está extendiendo de manera impresionante.
Todas las encuestas dicen que hay un desprecio por la política, que la política es algo cada vez menos respetable y la verdad es que está siendo así porque atrae cada vez menos a la gente de mayor talento. Los jóvenes más brillantes generalmente no se orientan hacia la política, se orientan hacia la economía, la empresa, hacia profesiones donde pueden tener mayor éxito económico y la política va quedando en manos de gente menos talentosa, menos preparada, más mediocre y a veces también menos honesta. Es un fenómeno peligrosísimo y todo es un problema cultural básicamente, ni siquiera es un problema de tecnología.

También está siendo sustituida por distintas formas de demagogia y la demagogia reside también en periódicos, en televisiones o en radio. La demagogia es la falta de respeto por la razón.
La demagogia ha existido siempre pero lo importante es que tuviera como contrapartida un sector, a veces muy amplio, de la sociedad impregnada de una cultura que la defendía contra la demagogia y que permitía que la razón se impusiera siempre sobre la pasión. Pero es un fenómeno cultural, si la cultura se desploma porque se convierte en una forma más de entretenimiento, se banaliza, se simplifica y se frivoliza, la demagogia puede llegar a reemplazar enteramente a la democracia… Hay ahí un peligro de decadencia.
Estoy leyendo un libro absolutamente extraordinario, Historia de la decadencia y caída del imperio romano , de Edward Gibbon. Tenía una edición muy bonita y muy antigua, que compré en Inglaterra, pero como no puedo leer sin anotar y sin subrayar no quería estropearlo y por eso he estado años sin leerlo hasta que finalmente he encontrado una edición subrayable. Es extraordinario, desde el punto de vista literario por la maravillosa descripción de lo que es una sociedad que entra en un periodo de decadencia. He leído unas 200 páginas y con verdadero horror veo las semejanzas y similitudes con la sociedad de nuestros días. El desplome de los valores por ejemplo, que él describe maravillosamente bien, cuando ya no existe esa jerarquía entre las cosas que están muy bien vistas, aceptables, no aceptables o execrables, perfectamente claros para los romanos pero que en un momento dado empiezan a dejar de serlo y comienza a haber una confusión absoluta de esos valores.
Detrás de esto lo que viene es una especie de putrefacción que va cubriéndolo todo poco a poco, que tiene su vértice en el poder pero que llega hasta los estratos más alejados del mismo y es lo que va debilitando tremendamente al Estado. Y al final, simplemente, la invasión de los bárbaros. Es un libro fascinante para leer en esta época.

Estamos ya en el tiempo de la invasión de los bárbaros.
Los bárbaros ahora somos nosotros, eso es lo terrible. El bárbaro que todos llevamos dentro, como decía Bataille: “El ser humano es una jaula de ángeles y de demonios”. A veces prevalecen los ángeles pero ahora, claramente, prevalecen los demonios.

En tu libro, aunque como decía Víctor de la Concha es “un manifiesto moral” en el que muestras tu combatividad habitual, te paras y dices: “Lo peor es que probablemente este fenómeno [la banalización de la cultura] no tenga arreglo y lo que yo añoro sea polvo y cenizas sin reconstitución posible”. Hoy, leyendo lo de la desaparición de Newsweek, me dije: se cumple la profecía de Mario.
¡Esperemos que sea una profecía equivocada! Lo importante es estar convencido de que la historia no está escrita, que puede cambiar y que depende enteramente de nosotros. Si llegamos a ser conscientes de que ese proceso puede ser trágico para la humanidad, reaccionamos y cambiamos la orientación, es perfectamente posible. Lo que no veo son muchos síntomas de querer rectificar esa orientación sino al contrario, hay una especie de abandono del espíritu crítico, ese espíritu crítico tan importante para que la cultura tome otro sesgo, empiece a renovarse a sí misma, a rejuvenecer y a cobrar otro tipo de ímpetu.
Desgraciadamente yo no lo veo, quizá esté ahí pero yo no percibo esos síntomas sino un gran conformismo respecto a lo que está ocurriendo, y lo percibo al mismo tiempo con mucha inquietud y desesperación porque la situación es muy difícil, con terribles sacrificios que hacen que la gente esté abrumada y desconcertada. Pero al final, lo que mejor te permite enfrentar ese tipo de desafíos es la cultura, te da unas armas para enfrentarte a ellos de una manera más creativa. Creo que enfrentar la crisis con el caos o la anarquía no resuelve los problemas.

Decías que las sociedades totalitarias siempre vieron la cultura como una amenaza o un peligro. Lo que es extraordinario es que la sociedad democrática ha hecho exactamente lo mismo.
Exactamente. Y de una manera no premeditada, esto no ha sido premeditado por nadie, ha habido una evolución que nos ha ido empujando en una dirección en la que estamos sacrificando las mejores conquistas de la humanidad, la libertad, la democracia, la creación de un individuo más o menos soberano que puede elegir su propio destino… Todas estas son las grandes conquistas de la cultura y fundamentalmente de la occidental, no hay que tener complejos y decirlo.
De pronto todo esto está siendo amenazado desde dentro por fenómenos que tienen que ver curiosamente con el progreso, el gran progreso tecnológico que ha traído beneficios admirables, pero al mismo tiempo con el desplome de cosas muy importantes que sujetaban, que eran una especie de armazón invisible del progreso de la sociedad. Lo puedes llamar de distintas maneras pero básicamente creo que son valores, jerarquías, órdenes de prelación que tienen que ver con la conducta y con ciertas actitudes de respeto que han empezado a descalabrarse de una manera casi insensible hasta que de pronto nos hemos encontrado con que ya están ahí.
Es lo que ha ocurrido con España, un país que había deslumbrado al mundo por la sabiduría de una transición pacífica, tan rápida que convierte a un país pobre en un país próspero, a una dictadura en una democracia moderna y de pronto, de la noche a la mañana, se ve envuelta en una crisis que no entendemos. ¿Qué ha pasado en este país que es un ejemplo para que el ejemplo derive en una crisis espantosa que parece no tener fondo? No encuentras explicación, nadie lo explica, todas las explicaciones son superficiales o coyunturales, pero una explicación profunda de qué es lo que ha pasado con España no la da absolutamente nadie. Yo no la he encontrado.
Has declarado que quizá seguir leyendo, leer a Proust, a Gide, a Kant, a Popper…
...o a Borges…
O a Borges…, sirva para que la sociedad del futuro, esta sociedad, sea menos infeliz de lo que es hoy pero que también puede servir para interpretar qué nos pasa. Si supiéramos más, si leyéramos más, quizá nos entenderíamos mejor.
Entenderíamos mejor lo que nos pasa y podríamos reaccionar de una manera más eficiente frente al problema que vivimos. Para esas cosas sirve la cultura, esa es la gran función de la cultura, divierte también, por supuesto, cómo no va a divertir leer un buen libro, ir a ver una exposición o un concierto, pero es que la función de largo alcance de la cultura era darte respuestas frente a esas grandes incógnitas de las que está hecha la vida, y para darte por lo menos una preocupación respecto a esa problemática, lo que ya es una manera de buscar soluciones a la misma.
Leer buena literatura, escuchar buena música, ser sensible a las artes plásticas, significaba que tu horizonte crecía de una manera muy notable, que entendías muchísimo mejor las imperfecciones humanas, las mediocridades, las visiones pequeñas o los prejuicios. La cultura te daba esa visión enriquecedora de la existencia, mejoraba muchísimo tu relación con los demás y hacía que rompieras ese estrecho caparazón de la ignorancia. Si la cultura se convierte en pura diversión, en puro entretenimiento, la función que tenía no la llena nada porque puedes tener una tecnología avanzadísima que te permite hablar con Nueva Guinea y enterarte al mismo tiempo de lo que pasa en las Antípodas, pero al final no te arma, te entretiene pero es pasajero, efímero. Si no preservamos la cultura “tradicional” va a quedarnos un vacío terrible del que pueden resultar toda clase de catástrofes.
Dices que no se puede leer a Flaubert sin darse cuenta de que el mundo está mal hecho.
Así es. Escuchas una sinfonía de Mahler o escuchas a Bach tocado por Glenn Gould y descubres lo que es la belleza y también lo que es feo. Son diferencias muy importantes que mejoran extraordinariamente tu vida. Si eres capaz de percibir la belleza y detectar más rápidamente la fealdad, educas la sensibilidad de forma extraordinaria y te sirve para todo, para las relaciones humanas, para que a la hora de enamorarte vivas el amor de una manera mucho más intensa, más rica, más profunda que hace que ese amor sea menos superficial y no sólo algo puramente subordinado al momento del instante.
La cultura abarca todo, abarca enteramente la vida en sus expresiones mínimas y en las más complejas, no es una forma de llenar el ocio, no, es algo que tiene efecto directo y muy profundo en todas las cosas importantes de la vida humana. Creo que era muy claro en el pasado. Aunque todo el mundo no podía acceder a la cultura, desgraciadamente, y llegaba a minorías, esas minorías por lo menos eran muy conscientes de la importancia que tenía.
Esto es lo que se está perdiendo y creo que muchas de las crisis espantosas que estamos viviendo, que nos dejan totalmente aturdidos y desconcertados, vienen de esa carencia, de ese vacío que resulta de convertir la cultura en un entretenimiento pasajero.

Te indignaste con el proceso de banalización de las artes plásticas. Destacas en tu libro ese proceso como distintivo de los efectos de la civilización del espectáculo.
Porque es lo más visible. Ocurre en todos los campos pero creo que en las artes plásticas es donde el embauque es más flagrante, donde vividores completamente amorales se convierten de pronto en las figuras icónicas de la época. Ahí es clarísimo el fraude, el embuste y el extraordinario papanatismo al que hemos llegado.
Pero no es un fenómeno que se pueda concentrar en las artes plásticas, se da prácticamente en todos los ámbitos, en el de la reflexión de la filosofía, que pasa de una oscuridad que quiere parecer profundidad y no es más que una trampa, es una oscuridad puramente formal que lo que disimula es un gran vacío. Esos embustes en este mundo son perfectamente posibles porque son aceptables, se ha estimulado por el tipo de cultura que tenemos.
Es muy adecuada la metáfora de la trampa: la pisas y te caes en el hoyo…
No solamente eso, es que en el mundo de la cultura la gente parece estar diciendo: ¡Engáñeme! Y ahí tienes a los estructuralistas que te responden y te engañan (risas). Si el engaño se vuelve una necesidad, habrá gente que creará el engaño como producto cultural.