sábado, 10 de octubre de 2020

Javier Cercas sobre Vargas Llosa

Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962) se expresa con la claridad de un docente, y con su dramaturgia, sobre la trastienda de la literatura, propia y ajena. Sostiene un discurso infrecuente, una mezcla de determinación, profundidad y ricos matices. En el teléfono su voz adelgaza un poco, buscando intimidad, cuando relata la dureza de ciertos acosos sufridos en su entorno a cuenta de sus opiniones sobre la actualidad política. Sin embargo encarna y formula brillantemente el imperativo de la libertad autoral. Publicó en 2001 «Soldados de Salamina», una novela que giraba en torno a Rafael Sánchez Mazas, miembro fundador del partido Falange Española, y se convirtió desde entonces en un personaje público, escudriñado tanto por su obra literaria como por sus opiniones políticas. Volvió al asunto con «El monarca de las sombras», por la que le acusaron de «blanquear» el fascismo. Él dice que escribir es escribir con riesgo, y que el resto es palabrería.

El deber de la literatura

—Yo solo intento ser fiel a mis obsesiones. Nada más. Creo que es la obligación de un escritor. Y es verdad que algunas de mis obsesiones, de los temas de mis libros, son delicados. Pues sí. Pero las novelas deben provocar. Y las ideas. Proust decía que las buenas ideas no son aquellas que provocan el asentimiento, sino la reacción. La idea buena es la que te obliga a contestar. Porque eso genera más ideas. Un escritor que no corre riesgos no es un escritor, es un escribano. Un escritor cobarde es como un torero cobarde: se ha equivocado de oficio. Un escritor tiene que ir a fondo, a matar, como el torero. Si tú escribes una novela sobre la Guerra Civil y nadie te insulta es que la novela no es buena. Un escritor que se reserva, un escritor que dice «no voy a decir esto no vaya a ser que se enfade alguien, ese no es un escritor».

La verdad de las novelas

—El escritor, en sus novelas, tiende a la equidistancia. ¿Por qué? Porque da a sus personajes las mejores razones. Eso es el gran arte, el de verdad. El que no es pedagógico, el que no dice tú eres malo y tú eres bueno. En cambio, en la vida no ocurre esto. En la vida un escritor tiene sus opiniones, como cualquiera. Quiero decir que las verdades de la novela son siempre poliédricas, ambiguas, contradictorias. Don Quijote está loco y está cuerdo, es ridículo y es heroico: esas son las verdades de la literatura. En cambio, en la vida, Cervantes tenía sus ideas acerca del Imperio, y seguro que las exponía. Dicho de otra manera: el novelista nunca puede decir sí o no; en cambio, el intelectual, cuando interviene en el debate público, a menudo lo dice. El caso de Vargas Llosa es paradigmático. Es un escritor que está contra el nacionalismo. Considera que el nacionalismo está muy mal y lo dice con absoluta claridad en sus artículos y sus entrevistas y sus manifestaciones. Pero va y escribe «El sueño del celta», que es una novela sobre un nacionalista en la cual te pones de su parte, porque entiendes sus razones. Vargas Llosa está contra el fanatismo político y religioso, es un liberal que siempre está dispuesto a cambiar de opinión si los demás le convencen; pero va y escribe «La guerra del fin del mundo», que es la historia de unos fanáticos que acaban inmolándose. Y, mientras la lees, tú estás del lado de los fanáticos. Y los compadeces. Y pelearías con ellos. Es lo que hace la gran literatura.

El arte pedagógico

—Hay una tendencia hoy al arte pedagógico, y esa tendencia es la muerte del arte. Es catastrófico, un desastre. Shakespeare no es pedagógico, aunque puedes aprender una cantidad enorme de cosas de él. El arte y la literatura, a diferencia de lo que yo creía cuando era joven, feliz e indocumentado y quería ser un escritor posmoderno, son muy útiles. Siempre y cuando no se propongan ser útiles. En el momento en que la literatura se propone ser útil, se convierte en propaganda o pedagogía. Y la literatura convertida en propaganda o pedagogía es mala literatura. Ni es útil ni valiosa. No sirve para nada. A Woody Allen le reprochan que no aparecen suficientes negros en sus películas. Oiga, la obligación de Woody Allen es hacer buenas películas. Complejas. Divertidas. La igualdad es una cosa fantástica, pero no tiene nada que ver con la calidad del arte.

El coste de opinar libremente

—Mis opiniones como persona pública, como ciudadano –eso que antes se llamaba intelectual-, han tenido un coste altísimo. Son temas muy duros para mí y para mi familia, en los que prefiero no entrar. Yo no tengo ninguna red social. Yo solo me entero de lo que ocurre ahí cuando la mierda ya cae desde el tejado, cuando ya el escándalo es monumental; pero uno se tiene que acostumbrar a que le insulten, hacer oídos sordos. Aunque es mentira que las cosas no te afecten, es completamente falso. A mí me afectan, y quien diga lo contrario no me lo creo. Pero es un precio que tienes que pagar. Mis opiniones acerca de temas muy controvertidos me han costado muchas cosas: amigos, lectores, dinero... Pero qué voy a hacer, ¿callarme? Si viviese en un régimen totalitario, una dictadura, y me jugase la vida, a lo mejor no me quedaba más remedio. Pero vivo en una democracia y, mientras a mi alrededor el mundo se está yendo a la mierda, no me da la gana de fingir que no pasa nada. Cada uno tiene el carácter que tiene, y yo simplemente doy mi opinión, porque además de escritor soy un ciudadano que paga sus impuestos y vive en un país determinado, en unas circunstancias determinadas.

El intelectual contra el novelista

—Milan Kundera dice una cosa que está muy bien vista: el hecho de que un escritor intervenga en la vida pública con sus opiniones es muy perjudicial para la comprensión de su obra. Muy perjudicial. Porque la gente se agarra a sus opiniones y la obra la aparta. Y eso es fatal, porque lo mejor que tiene que decir un escritor lo dice en sus libros, no en sus opiniones políticas. De nuevo el ejemplo de Vargas Llosa. Lo mejor que tiene que decir Vargas Llosa está en sus novelas. Ahora, ¿por qué lo conoce el 90% de la gente? Por sus opiniones políticas. Y a mí me ocurre lo mismo. ¿Por qué me conocen muchos en Cataluñaa? No por mis novelas. Ahora me conocen porque soy el malo de la película. Esto es así. Es un precio que hay que pagar.

La muerte del debate

—Hay que entender que debate serio, en este país y en cualquier otro, hay muy poquito. Porque debate serio significa leer, reflexionar, argumentar. Y eso, desenganémonos, se da muy poquito. Y más en nuestro país, por motivos históricos. Aquí lo que se da es el duelo a garrotazos de toda la vida. Sobre todo, si es contra una persona conocida, porque así el que suelta el garrotazo se beneficia de su prestigio. Es así de burdo, así de bestia. Y así de abyecto. Son masas acéfalas, rebaños de gente acéfala que se lanza a hacer sangre porque es muy divertido. Ojalá hubiera más debate real. Ojalá las novelas provocaran reacciones. Yo no conozco novelas españolas que provoquen debates. ¿Por qué? Entre otras razones porque, para empezar, hay que leer la novela. Y los que insultan no leen novelas: sólo titulares.

Fuente:

https://www.abc.es/cultura/libros/abci-javier-cercas-escritor-cobarde-como-torero-cobarde-equivocado-oficio-202010110049_noticia.html


sábado, 4 de abril de 2020

El hermano Justiniano

EL HERMANO JUSTINIANO
Por Mario Vargas Llosa

Recuerdo con exactitud las diez cuadras que había entre la casa de los Llosa, en la calle de Ladislao Cabrera, y el colegio de La Salle. Yo tenía cinco años y, sin duda, estaba muy nervioso. Ese día, mi primer día de colegio, las recorrí con mi madre que, incluso, me acompañó hasta el aula y me dejó en manos del hermano Justiniano. Este me presentó a quienes serían mis amigos cochabambinos desde entonces: Artero, Román, Gumucio, Ballivián. Al más querido de ellos, Mario Zapata, el hijo del fotógrafo que había documentado todas las bodas y primeras comuniones de la ciudad, lo matarían de una puñalada, años después, en una picantería de Cala-Cala. Como era el niño más pacífico del mundo, siempre he pensado que su horrible muerte fue por defender el honor de una muchacha.
El hermano Justiniano era un ángel caído en la tierra. Tenía los cabellos blancos y unos ojos dulces y entrañables. Nos tomaba de la mano y con él cantábamos y bailábamos rondas repitiendo el abecedario y las conjugaciones, y así, jugando, a los seis meses sabíamos leer. El cartero depositaba cada semana cuatro revistas en la casa, tres argentinas y una chilena: Leoplán, para el abuelo Pedro, Para Ti, que leían la abuelita Carmen, la Mamaé, mi mamá y la tía Lala, y, para mí, Billiken y El Peneca. Esperaba esas revistas como maná del cielo y las leía de principio a fin, incluidos los avisos.
Mi mamá tenía un profesor de guitarra y era una lectora empedernida. Me prestó El árabe y El hijo del árabe, pero me tenía prohibido que leyera Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, un libro azul de letras amarillas que escondía en su velador y releía en las noches: entre bostezos, yo la oía. Por supuesto que lo leí, a escondidas, y allí había unos versos que, yo estaba seguro (“Mi cuerpo de labriego salvaje te socava / y hace saltar el hijo del fondo de la tierra”), eran pecado mortal.
Aprender a leer es lo más importante que me ha pasado en la vida y, por eso, siempre recuerdo con gratitud al hermano Justiniano y las rondas entre las carpetas cantando y bailando mientras memorizábamos las conjugaciones. Debido a la lectura, ese mundo pequeñito de Cochabamba se volvió el universo. Gracias a los signos que convertía en palabras y en ideas, viajaba por el planeta y podía, incluso, retroceder en el tiempo y convertirme en mosquetero, cruzado, explorador, o viajar por el espacio hacia el futuro en naves silenciosas. Mi mamá dice que la primera manifestación de lo que, con los años, sería una vocación literaria, fue que, cuando los finales de los cuentos y novelas que leía no me gustaban, con mi letra torpe de entonces los cambiaba. Yo no lo recuerdo, pero sí las horas que me pasaba leyendo cada día, después de volver de La Salle y tomar mi vaso de leche fría con canela, mi alimento preferido. El abuelito Pedro se burlaba de mí: “Para el poeta la comida es prosa”. Pero yo no escribía versos todavía en Cochabamba; eso vendría luego, en Piura.
Ahora que, por culpa del coronavirus y el aislamiento forzoso al que estamos sometidos los madrileños, leo desde el amanecer hasta el anochecer, diez horas diarias en un estado de felicidad absoluta (morigerada por el miedo a la plaga), aquellos días cochabambinos vuelven a mi memoria con los fantasmas borrosos de las primeras lecturas que me devuelve el subconsciente: la orgullosa Diana Mayo caía rendida en brazos de su secuestrador Ahmed ben Hassan en los desiertos de Argelia; el espadachín que nació en una celda y, como los gatos, veía en la oscuridad; el Judío Errante y su peregrinación incesante por el mundo. Los niños de entonces —por lo menos en Cochabamba— no leíamos tiras cómicas sino libros, y, sin duda, por eso jamás contraje la adicción al Pato Donald o al Ratón Mickey ni a Popeye, el marinero musculoso. Pero sí a Tarzán y a Jane, con los que volé, de árbol en árbol, por las selvas del África.
En la biblioteca con telarañas de la Universidad de San Marcos leí mi primera obra maestra: el Tirant lo Blanc, en la edición de Martín de Riquer de 1948. Antes todavía, cuando cadete del Leoncio Prado, devoré la serie de los mosqueteros de Alejandro Dumas, y soñaba con D’Artagnan todas las noches.

Nada me ha dado tanto placer y felicidad como los buenos libros; nada me ha ayudado tanto como ellos a sortear los momentos difíciles. Sin la literatura me habría suicidado en ese periodo atroz en que supe que mi padre estaba vivo, cuando me llevó a vivir con él y me hizo descubrir la soledad y el miedo. William Faulkner me cambió la vida en plena adolescencia; lo leí con lápiz y papel para identificar sus cambios de narrador, los saltos temporales, los remolinos de esa prosa que mezclaba personajes, tiempos y lugares y aparecía, de pronto, en la novela un reordenamiento de la historia todavía mejor que el cronológico.
Para leer a Sartre, Camus, Merleau-Ponty, Simone de Beauvoir y demás colaboradores de Les Temps Modernes, aprendí francés, e inglés para entender a Hemingway, a Dos Passos, a Orwell y a Virginia Woolf, y descifrar el Ulises de Joyce (lo conseguí a la tercera vez). En una cabañita de Perros-Guirec, en Bretaña, en el verano de 1962 leí el tomo de La Pléiade dedicado a Tolstói y desde entonces Guerra y paz me parece la cumbre de la novelística, con el Quijote y Moby Dick. Entre las del siglo XX, nadie ha superado, a mi juicio, La condición humana, de Malraux, con excepción de La montaña mágica de Thomas Mann. En París, el primer día que llegué, en agosto de 1959, descubrí a Flaubert y me pasé toda la noche, en el Wetter Hotel, leyendo Madame Bovary. Fue para mí el más fructífero de los descubrimientos: gracias a Flaubert supe el escritor que quería ser y el que no quería ser.
Las buenas lecturas no sólo producen felicidad; enseñan a hablar bien, a pensar con audacia, a fantasear, y crean ciudadanos críticos, recelosos de las mentiras oficiales de ese arte supremo del mentir que es la política. La vida que no vivimos podemos soñarla, leer los buenos libros es otra manera de vivir, más libre, más bella, más auténtica. Esa vida alternativa tiene, además, la suerte de estar fuera del alcance de las plagas demoníacas que aterraron siempre a los seres humanos porque en ellas veían a los diablos, que, a diferencia de los enemigos de carne y hueso, eran difíciles de derrotar.
Un buen lector es el ciudadano ideal de una sociedad democrática: nunca se conforma con aquello que tiene, siempre aspira a más o a cosas distintas de las que le ofrecen. Sin esos inconformes sería imposible el progreso verdadero, el que, además de enriquecer la vida material, aumenta la libertad y el abanico de elecciones para ajustar la vida propia a nuestros sueños, deseos e ilusiones. Karl Popper tenía razón: nunca hemos estado mejor que ahora (en los países libres, se entiende).
El coronavirus ha resucitado la barbarie en lo que creíamos la civilización y la modernidad. Hemos visto en Madrid cosas horribles, como en las residencias: ancianos abandonados al parecer por cuidadores que no tenían mascarillas ni remedios ni ayuda alguna. Los muertos conviviendo con los vivos, durmiendo en las mismas camas. El horror siempre supera al horror, no importa el tiempo histórico. Aun así, con toda la ruina económica y social que traerá al país esta plaga inesperada, si, luego de sobrevivir a ella, hay en España un millón más de españoles, o por lo menos cien mil, ganados a la buena lectura gracias a la cuarentena forzada, los demonios de la peste habrán hecho un buen trabajo.

Fuente: Diario El País

domingo, 26 de abril de 2015

El hombre-florero

Cuando estoy en Madrid camino todos los días, temprano en las mañanas, por un circuito que, arrancando de la plaza de las Descalzas, me lleva a cruzar la plaza de Isabel II, el Palacio de Oriente, pasar ante los Jardines de Sabatini, bordear el parque de Debod, bajar por el paseo del Pintor Rosales hasta la transversal que se hunde en el parque del Oeste, dar allí media vuelta y desandar todo lo andado por un desvío que me permite recorrer, esta vez desde el interior, todo el parque de Debod y divisar a veces la solitaria ardillita que vive allí, saltando entre sus árboles. Es un itinerario tranquilo y agradable, que toma una hora justa, en la que suelo cruzarme y descruzarme con las mismas personas: el cojito del gran danés, el japonés marcial y su paso de ganso, las alegres comadres del Debod y su solitario gonfalonero, y Ángela Molina despidiendo a su hijita menor en la puerta del autobús de su colegio.
Pero hace algunos años advertí una novedad en mi recorrido: una de las bancas del paseo que discurre al pie de la suave colina donde está el templo egipcio había sido decorada con las hojas y ramitas que el viento arranca y había en este arreglo una gracia y un buen gusto que llamaban la atención. No muchos días después conocí al decorador. Nunca supe su nombre y me acostumbré a llamarlo siempre el hombre-florero. Porque él se decoraba también a sí mismo, con la elegancia y picardía con que adornaba la banca en la que —supongo— vivía y dormía. A diferencia de la mayoría de personas que pasan la noche en las bancas y jardines del lugar, y que suelen ser moldavos, rumanos y búlgaros, el hombre-florero era español y, por su acento, inequívocamente castellano. Al pasar yo frente a su banca, ya estaba lavado, peinado y decorado, con flores, hojas y ramitas que animaban su sombrerito y sus orejas, su camisa y hasta sus pantalones. Había mucha gracia en la manera como se engalanaba y, más tarde, cuando nos hicimos amigos, me aseguró enfáticamente que toda esa vegetación con la que él coloreaba su banca, su cuerpo y su atuendo no había sido jamás arrebatada por él a las plantas, las flores o los árboles, sino por otros o por el viento: él se limitaba a recogerla del suelo y a darle una segunda vida, ya no natural sino estética.
Nuestra amistad nació de un episodio circunstancial. Una de esas mañanas, al pasar frente a su banca, vi al hombre-florero discutiendo con dos policías que querían sacarlo de allí, alegando que esa banca que él había convertido en su vivienda y en una especie de monumento a la ecología y al arte bruto era un bien público. Me apenó mucho que fueran a echarlo de allí y me atreví a interceder por él. Por fortuna, los dos policías me reconocieron y se dejaron convencer por mis razones, que eran éstas: el hombre-florero no hacía daño a nadie ni a nada, más bien colaboraba con los recogedores de la basura y había convertido aquella banca del parque de Debod en una obra de arte que podía seguir siendo usada y a la vez admirada por los transeúntes.
Desde entonces y mientras vivió en el parque de Debod, el hombre-florero, apenas me veía venir, se ponía de pie, me acompañaba un buen trecho y conversábamos. Aunque, en realidad, hablaba sobre todo él y yo lo escuchaba, fascinado por sus conocimientos. Me ofrecía siempre, como una guía viviente, todos los espectáculos artísticos de que uno podía disfrutar gratis en Madrid en esa jornada o en las venideras: ensayos de orquestas o cantantes, películas u obras de teatro que se daban en las embajadas, centros culturales extranjeros, iglesias, cofradías, oenegés, conferencias, mesas redondas, recitales, exposiciones y, un día, hasta una función gratuita que daba un circo ¡para enfermos, discapacitados e invidentes! Él asistía a todo eso y por ello tenía sus días muy ocupados, pues se desplazaba por Madrid naturalmente siempre a pie. Su amor por todas las manifestaciones de la cultura era tan genuino como el que profesaba a la naturaleza y sus opiniones sobre películas, dramas, pinturas, música e ideas (a condición de que no fueran políticas, contra las que parecía vacunado) siempre me parecieron respetables.
Era un hombre relativamente joven —entre 40 y 50, calculo— y nunca parecía haber llevado otra vida que ésta, es decir, la de un hombre-florero de la calle, contento y entusiasta con lo que hacía y, sobre todo, con lo que no hacía. Muchas veces tuve la tentación de entrevistarlo, para saber cómo y por qué había llegado a ser eso que era —un vagabundo culto, insolvente y feliz—y preguntarle si a veces no lo sobresaltaba el temor de una enfermedad, de una vejez sin recursos, si en esa soledad irreductible en la que parecía confinado no echaba a veces de menos la idea de una pareja, de una familia, pero nunca me atreví. Tenía la impresión de que someterlo a ese género de interrogatorio podía ofenderlo.
Un día descubrí que otro de sus quehaceres era echar una mano a los drogadictos que, como él, habían hecho de la calle su hogar. Había sobre todo un muchacho de origen mexicano, que caía por las noches en el parque de Debod y que, psíquicamente maltratado por la heroína, padecía de ataques autodestructivos y hablaba de suicidarse. Seguí a través de lo que me contaba sus desesperados esfuerzos para convencerlo de que, pese a todo, la vida valía la pena de ser vivida, porque había en ella muchas cosas hermosas, incluso para quienes carecían de recursos. Un día me aseguró, resplandeciente de felicidad: “Creo que lo he convencido”. Era un optimista visceral y siempre estaba risueño. Un día me atreví a preguntarle si una persona sin dinero, en Madrid, no estaba irremediablemente condenada a perecer de inanición. “En absoluto”, me explicó. Y de inmediato me enumeró por lo menos una docena de refectorios y comederos regentados por órdenes religiosas —católicas, evangélicas— o sociedades laicas que ofrecían bocadillos o la tradicional “sopa de pobres” a los menesterosos de la ciudad.
Como paso intervalos de largos meses fuera de Madrid, al retorno de uno de ellos me llevé la desagradable sorpresa, en mi caminata tempranera, de que la banca del hombre-florero ya no existía. ¿La había abandonado él mismo, empujado por su espíritu nómada, o la habían destruido unos policías menos tolerantes que aquellos gracias a los cuales nació nuestra amistad? Me entristeció mucho la desaparición de ese amigo momentáneo que daba siempre una nota emotiva y cálida a los paseos con que comienzo el día. Pregunté a las alegres comadres del parque de Debod y ninguna de ellas se acordaba siquiera de él. Pero el cojito del perro gran danés me dijo que, aunque él mismo no lo había visto con sus ojos, pensaba que se había mudado a la plaza de Oriente porque había divisado allí una banquita con los adornos vegetales con que arropaba su banca de estos lares.
No encontré la tal banca pero sí lo encontré a él, muchos meses después de aquello que cuento, al pie de la bella estatua ecuestre de la plaza de Oriente. Nos dimos un abrazo. Era el mismo personaje risueño, entusiasta y reconciliado con la vida de antaño, pero era también otro. Ya no había rastro de vegetación en su ropa ni en su cuerpo y, en su boca, no era la cultura la que llevaba la voz cantante sino la religión. Me habló, de entrada y sin parar, como si retomáramos una conversación de la víspera, y con la misma fogosidad de antaño, del Santo Padre Pío de Pietrelcina, un monje capuchino italiano que, al parecer, hizo milagros y exhibía en sus manos los estigmas de la pasión de Cristo, sobre el que tenía una información apabullante. Conocía su vida, sus enfermedades, sus virtudes, sus hazañas sobrenaturales, y, como en el pasado me recomendaba espectáculos, charlas, recitales o exposiciones, ahora me ilustró sobre las misas donde se escuchaban los sermones más inspirados y donde se oían a los mejores coros de la ciudad y las tertulias sagradas que valía la pena no perderse.
Al despedirnos, me dejó en las manos un prospecto de las actividades de la semana en el vecino monasterio de la Encarnación. Fue la última vez que lo vi, hace de esto dos o tres años. ¿Por qué escribo sobre él? Porque esta mañana, mientras hacía mi caminata matutina en el malecón de Barranco, dentro de una neblina que anuncia ya el próximo invierno de Lima, de repente creí verlo, al borde de los acantilados, pobre y libérrimo, exaltado y feliz, más que nunca convencido de que en esta vida nadie tiene derecho de aburrirse ni de deprimirse, porque, pese a todo, ella es lo mejor que nos ha pasado.
Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2015.
© Mario Vargas Llosa, 2015



lunes, 20 de enero de 2014

Vargas Llosa y el Catoblepas

(…) El Catoblepas es un animal que se come a sí mismo, se alimenta de sí mismo, comienza comiendo sus propios pies. Eso es lo que hace el escritor cuando escribe: saca a la luz una intimidad, escarba y, muchas veces, saca cosas que no se atrevería jamás a sacar en una conversación, a exponer a la luz pública, porque muchas veces son cosas que o lo avergüenzan o lo marginan. Pero creo que ésa es una materia absolutamente privilegiada para la creación literaria. Yo creo que los escritores se alimentan de sí mismos, desde luego, utilizando también la imaginación, pero que muchas veces estos fondos oscuros de la personalidad son la materia privilegiada para la creación literaria. Algunos escritores se exponen más que otros, los escritores que llamamos "malditos", por ejemplo, ¿por qué los llamamos "malditos"? Porque sacan a la luz algo que existe pero que está escondido. Por ejemplo, el Marqués de Sade es un escritor maldito: da una descripción de lo humano que es aterradora porque está hecha de crueldad, está hecha de unos excesos que son atroces. Bueno, también somos eso nosotros cuando soñamos, cuando deseamos.



domingo, 17 de noviembre de 2013

La espontaneidad y la intuición

Encontramos a Mario Vargas Llosa recién regresado de Estados Unidos, de dar seis semanas de clases en Princeton, donde tiene grupos de veinte estudiantes como máximo, lo cual le permite (se ríe) aprender más de lo que enseña. Tanta alegría se estrella contra las montañas de basura que le dieron la bienvenida en Madrid… En cambio, mira por dónde, el maestro es optimista por primera vez en mucho tiempo sobre el problema catalán. Y sobre el impacto de su última y muy esperada novela, «El héroe discreto».
¿Impresionado por el impacto de la huelga de barrenderos en Madrid?
—Qué horror que esto haya podido llegar a suceder en mi querida Madrid, una ciudad con una muy bien merecida fama de ser muy limpia. Yo siempre salgo a pasear una hora por la mañana, de ocho a nueve, para mantenerme en forma, y la verdad es que estos días no sabía por dónde tirar para no darme de bruces con la basura. Pensé: si esto sigue así, nos llenaremos de ratas… señor, señor.
El tema ha llegado a tener hasta posibilidades de metáfora de la crisis, ¿no?
—Sí, tiene una extraña resonancia que una cosa así, que desmoraliza muchísimo a la gente, suceda justo cuando se aprecian los primeros síntomas de que España empieza a salir del túnel. Por eso era muy importante actuar rápido, para atajar cuanto antes el desánimo.
Dejemos entonces de hablar de las basuras y hablemos de Cataluña.
—Lo que pasa en Cataluña a mí me preocupa muchísimo (suspira). A día de hoy ese es el problema central que tiene planteado España, yo estoy convencido. Aunque igual que le digo esto, le digo que, en mi opinión, el momento de mayor insensatez ya ha quedado atrás. El actual presidente de la Generalitat, Artur Mas, va a pagar muy cara su irresponsabilidad, porque la primera perjudicada va a ser CiU. Las últimas encuestas son muy indicativas. La perspectiva de que ERC se convierta en la primera fuerza desde luego no va a ser motivo de alegría para todos los catalanes.
¿A lo mejor ni siquiera lo va a ser para muchos nacionalistas?
—Bueno, sólo hay que ver la distancia entre los dos socios de CiU, CDC y UDC. Mire, al final el famoso seny catalán no es un mito, es una realidad que se impondrá, dejando atrás esta locura independentista impráctica e impracticable, peligrosísima para Cataluña aún más que para España.
La insensatez ya se está disolviendo, dice usted…
—No lo digo yo, lo dicen las encuestas. Se pongan como se pongan, no hay una mayoría independentista. No existía antes y tampoco existe ahora. Lo único que ha habido es una política irresponsable y oportunista de agitar los ánimos y los sentimientos para buscar un chivo expiatorio de la crisis. Con el caldo de cultivo de la crisis se ha pretendido construir de nuevo la nación como si tal cosa, reinventar y falsificar la historia. Con artificios y demagogia, como cuando se pretendía que la Guerra Civil sólo la perdió y la padeció Cataluña, cuando se padeció en toda España. Pero insisto, este fenómeno, aun siendo turbulento, al final habrá sido bastante transitorio, bastante efímero. Ahora las cosas empiezan a volver a tener su peso real, a poder aquilatarse bien. Se empieza a ver claramente que los independentistas catalanes son una minoría, una minoría muy activa y tan ruidosa como se quiera, pero minoría al fin y al cabo. No son más de los que son. Las aguas volverán finalmente a su cauce y CiU y Artur Mas tendrán que pagar los platos rotos.
Pero, ¿a usted no le parece que se ha hecho un roto importante en términos de desafección hacia España? ¿Eso tiene arreglo?
—Sí, esa desafección se ha ido potenciando y se ha ido construyendo en parte en la escuela y en parte con la colaboración irresponsable de varios medios de comunicación. Es muy triste. Pero yo no tengo la impresión de que eso sea irreversible ni vaya a ser para siempre. Hay muchos siglos de un lado, y unos pocos años del otro, al final la realidad cae por su propio peso y se impone. Hay que pensar en el largo plazo.
No habrá entonces consulta suicida, no habrá independencia…
—Mire, es absolutamente absurdo, es utópico, pensar que Cataluña se pueda independizar de España en el contexto de la unidad europea, de la UE, vamos, es que sería absolutamente antihistórico, absolutamente anómalo. No puede ocurrir. Por el hecho en sí y porque Cataluña es una parte absolutamente fundamental de España, y eso ha sido así durante los últimos cinco siglos. Y lo seguirá siendo.
¿Hacen falta menos extremistas y más héroes discretos, como el de su última novela?
—La novela está circulando muy bien, estoy muy contento, las reseñas son muy buenas. Me siento muy agradecido.
Todos destacan que se está reencontrando usted brillantemente con sus orígenes creativos, reciclando personajes y volviendo a sus viejos escenarios de gloria… Un poco como Woody Allen, si me permite la comparación y que, como él, gana con el eterno retorno…
—(Suelta una cálida carcajada) Bueno, es que hay personajes que se gastan enseguida, pero en cambio hay otros que le siguen persiguiendo a uno mucho tiempo, que vienen como a reprocharle a uno que no agotara todas sus posibilidades, que casi exigen volver a ser usados de nuevo, en otras historias. Yo al regresar narrativamente a Piura me he reencontrado con mis personajes piuranos esperándome, quizás esa es la explicación.
Se reencontró con sus antiguas criaturas pugnando por volver a ser nuevas.
—Sí, y tuve que abrirles la puerta.
Es usted un buen anfitrión de sus personajes.
—Lo intento. Básicamente es que la construcción de la ficción, por mucho que se planifique, mueve muchos elementos espontáneos que el escritor no controla tanto como quisiera o como cree. Muchas cosas ocurren sobre la marcha, fluyen las intuiciones. Mi intención inicial era situar una historia en un país que ha cambiado bastante, que ha cambiado mucho, en los últimos años. En este país está creciendo bastante la clase media. A la vez también crecen la criminalidad y las mafias, parece ser que ése es el precio que hay que pagar por el progreso de Perú.
¿Nos falta a veces comprensión humana de la realidad del progreso?
—La idea inicial de mi historia, de esta novela, surgió cuando leí en la prensa algo que me llamó poderosamente la atención porque me pareció muy singular. Un pequeño comerciante, el dueño de una pequeña empresa de transportes, nada del otro mundo, publicó en el periódico un anuncio para advertir a la mafia local de que no les iba a pagar. De que no iba a ceder más a su extorsión. Esto pasaba en Trujillo, yo trasladé la historia de Trujillo a Piura, por pensar que la conocía mucho mejor. Y sí que la conozco, pero lo cierto es que me la encontré muy cambiada. Por ejemplo, los antiguos desiertos que rodeaban la ciudad han desaparecido.
Todo cambia, don Mario.
—Sí, y hay que saber aceptarlo y entenderlo.

«No soy capaz de comer a la española y seguir trabajando por la tarde»

sábado, 16 de noviembre de 2013

Vargas Llosa: “¿Cómo he podido escribir esto?”

Mario Vargas Llosa ¿escritor fantasma? Pues sí. Excelente reportaje de Guillermo Niño de Guzman, La señora Cata y el escribidor, en El País. Se deduce que La ciudad y los perros no fue la primera novela que escribió el Premio Nobel, sino Pieles negras y blancas, novela que escribió por encargo de Cata Podestá, una señora adinerada interesada por la literatura; personajes que se involucran en la historia: Bryce Echenique, C. E. Zavaleta, Ciro Alegría, y cómo no, la primera esposa de Varguitas: Julia Urquidi. Aquí lo comparto:
¿Mario Vargas Llosa, escritor fantasma? ¿Era verdad que había escrito una novela antes de La ciudad y los perros(1963), la cual había sido publicada con seudónimo? Ya no recordamos cómo nos llegó el rumor, pero ¿se trataba de un dato fidedigno? El título no figuraba en ninguna bibliografía. Dada nuestra curiosidad, no pudimos contenernos y decidimos preguntárselo al presunto autor. Vargas Llosa se limitó a sonreír y adujo que el esfuerzo que le suponía escribir una novela bien merecía que la firmara con su nombre, lo que restaba credibilidad a nuestra suposición.
Sin embargo, con el tiempo, el misterio resurgió. Era poco probable que una información de ese calibre pasara desapercibida para los numerosos críticos y biógrafos. Finalmente, la pista nos la dio una estudiosa francesa, Marie-Madeleine Gladieu, experta en la obra de Vargas Llosa, cuyo ojo zahorí detectó la punta del hilo de la madeja en las memorias de Julia Urquidi Illanes, es decir, la tía Julia, la primera esposa del novelista. Allí, en Lo que Varguitas no dijo (1983), se hace una breve alusión al episodio (aunque la autora confunde Oriente con África).
Como se sabe, en 1959 la pareja se había trasladado de Madrid a París, donde vivía con estrecheces económicas en una buhardilla del modesto Hotel Wetter, en el número 9 de la rue de Sommerard. Vargas Llosa tenía 23 años. “Más o menos por esos días”, recuerda la tía Julia, “llegó al hotel una dama peruana. Acababa de hacer un viaje por el Oriente, y quería escribir un libro sobre sus experiencias. Habló con Varguitas. Quedaron en que ella le iría contando sus viajes y él escribiría el libro por una suma de dinero que consideramos suficiente, para los gastos extras de la semana. Le pagaría los días viernes, de acuerdo a las páginas escritas. Todas las mañanas iba mi marido a la habitación de la viajera, para hacer el trabajo. Frecuentemente entraba yo a la pieza a escuchar sus relatos, estos eran bastante infantiles. Mario se divirtió con este trabajito. Ella era una señora muy puritana, él escribía capítulos donde había príncipes árabes, que se introducían en su habitación por los balcones, con malvadas intenciones violatorias, lo que espantaba a esta ingenua dama”.
Desde luego, la primera condición laboral para un escritor fantasma es mantener el anonimato. De ahí que Vargas Llosa no pudiera admitir su colaboración. En ese sentido, debemos reconocer que fue discreto, y, por otra parte, es comprensible su renuencia a hablar sobre el asunto, ya que sin duda aceptó el encargo por fuerza de las circunstancias. Tratándose de un joven novelista lleno de bríos, cuyos esfuerzos estaban concentrados en la creación de La ciudad y los perros, no debía de ser muy atractiva la idea de alquilar su pluma y de tener que explotar su creatividad en temas ajenos. En su testimonio, la tía Julia destaca las precauciones de la dama: “Como no quería que nadie viera a Mario escribiendo, la puerta estaba siempre cerrada. Incluso mi presencia no era de su agrado, pero no tenía más remedio que soportarme; era la esposa de su escribidor. (…) Debe haber sido el libro más difícil para Varguitas. (…) Tener que darle forma, sentido a eso, fabricar un libro, no debe haber sido fácil”.
La dama en cuestión era Cata Podestá y el volumen se titulaba Pieles negras y blancas. Fue impreso a cuenta de la autora en los talleres de P. L. Villanueva en Lima, en octubre de 1960, y consta de 313 páginas. Aunque la doctora Gladieu lo aborda como si fuera una novela, se trata, en rigor, de un libro de viajes (incluso trae un mapa de África en el que se señalan las ciudades visitadas). En todo caso, posee una forma novelesca, con escenas dialogadas, lo que denota la familiaridad con el género que tenía Mario Vargas Llosa y sus deseos de fabular.
El procedimiento de este trabajo a destajo fue el siguiente: la señora Podestá paseaba por la habitación del hotel Wetter evocando su periplo por tierras africanas y el narrador recreaba las aventuras en su máquina de escribir, tomándose ciertas libertades para aderezar la trama. Cabe recordar que Vargas Llosa era muy precoz: por entonces estaba escribiendo su primera obra maestra, La ciudad y los perros, que obtendría el Premio Biblioteca Breve en 1962, apenas dos años después.
Las impresiones de Julia Urquidi Illanes sugieren que Cata Podestá era una señora de la alta burguesía peruana con veleidades literarias. Ciertamente, antes de su encuentro con Vargas Llosa ya había publicado un libro, Sedas y harapos, que apareció con el sello de la Librería Internacional del Perú, en 1958, con un prólogo de Luis Alayza y Paz Soldán. Es el relato de un viaje que la autora realizó por Asia. Curiosamente, el volumen fue reseñado en el diario español ABC, el 13 de agosto de 1959. El comentarista destaca que esta crónica nos lleva a la India, Líbano, Hong-Kong, China, Birmania, Japón y otros países asiáticos: “Nos encontramos con un delicioso retablo de descripciones llenas de finísimos matices, de observaciones agudas y hallamos ciertamente los detalles tradicionales de aquellas tierras, sus rasgos peculiares, con los de sus gentes. (…) Es una obra que se lee con verdadero deleite”.
La breve y fulgurante carrera literaria de Cata Podestá alcanzaría su cima con un relato titulado La voz del caracol, que obtuvo el primer premio en el Festival Cristal del Cuento Peruano, en 1961. La voz del caracol tuvo buena acogida (fue publicado por la revista Visión Nº 32 en octubre de 1961) y ha sido recogido en algunas antologías (bajo el nombre de Catalina Podestá), las cuales resaltan su cuidadosa composición, su atmósfera tierna y nostálgica, así como la hondura de sus personajes.
Cata Podestá murió centenaria hace cuatro años. Había nacido el 11 de junio de 1909 y su nombre completo era Caterina María Podestá Assereto. De firmes ancestros italianos, se casó muy joven, a los 18 años, con Juan Enrique Capurro Rovegno, miembro de una familia de terratenientes. Su matrimonio duró muy poco. Audaz y voluntariosa, prefirió separarse antes que guardar las apariencias, como hacían otras mujeres de su generación. Luego de nacer su único hijo, Juan Miguel, en 1929, se fue con él a vivir a Chile. Al cabo de unos años regresó al Perú y, cuando su vástago creció y se fue a estudiar a Estados Unidos, ella se dedicó a viajar por el mundo y a disfrutar de sus rentas. Cata Podestá falleció en Lima el 12 de octubre de 2009.
Fue una mujer independiente y segura de sí misma que, en plena juventud, resolvió no someterse más a la férula de ningún hombre. De acuerdo con sus descendientes, era una persona muy querida, vital y emprendedora. Se resistía a las convenciones y no temía viajar sola, aun cuando ello supusiera afrontar ciertos peligros. Su gran atractivo físico llamaba inmediatamente la atención y, a sus 70 años, no se inhibía de llevar jeans y zapatos rojos de taco alto. Esta visión coincide con la de Alfredo Bryce Echenique, quien refiere en el segundo tomo de susAntimemorias que ella frecuentaba mucho la casa de su familia, pues era muy amiga de Elena, su madre:
“Entonces apareció por casa la inolvidable señora Catalina Podestá, con su tardía vocación de escritora. La señora Cata, como la llamaban, era una mujer muy guapa, de larga cabellera roja, piel canela, temblorosa voz e impresionante silueta. Como usaba a menudo pantalones y era divorciada —y aunque tratándola siempre con especial deferencia—, mi padre la había condenado a una suerte de purgatorio social que consistía en invitarla mucho, porque mi madre la adoraba, pero a unas horas en que jamás se invitaba a nadie. Y aunque doña Cata compartía con mi madre la devoción por Marcel Proust, más pudieron la gran cabellera roja, la piel canela, los pantalones ceñidos y su divorcio, en el apodo que le puso mi padre: La Domadora”.
Mientras tanto, las inclinaciones narrativas de la señora Cata se hacían más fuertes y un día le preguntó a Alfredo Bryce—quien todavía era inédito— si podía recomendarle a uno de sus profesores para que le enseñara a escribir cuentos. Naturalmente, sus servicios serían bien remunerados. Como él estudiaba Derecho y Literatura en la universidad de San Marcos, le trasladó la propuesta al catedrático Carlos Eduardo Zavaleta, escritor en alza de la generación del 50, quien le dijo que no estaba dispuesto a perder su tiempo con aficionadas, aunque fueran muy adineradas. Después vino la convocatoria del Festival Cristal del Cuento Peruano, cuyo jurado era presidido por Ciro Alegría, el escritor peruano más reconocido de la época.
El fallo dio el premio máximo a la desconocida Catalina Podestá y el talentoso C. E. Zavaleta fue relegado al puesto de finalista. ¿Qué había ocurrido? Según Bryce Echenique, lo que nadie sabía era que hacía ya unos meses que don Ciro había asumido las funciones de profesor particular de doña Cata. ¿Otro escritor fantasma? En honor a la verdad, habrá que decir que La voz del caracol es un buen cuento y que no guarda similitudes con la obra de Alegría. No obstante, también es cierto que la pericia del enfoque narrativo corresponde más a un autor consumado que a uno inexperto, sin mayor oficio. Y, para complicar las cosas, después de haber obtenido el disputado galardón, inexplicablemente, la triunfadora optó por el silencio creativo.
En cuanto a Vargas Llosa, su experiencia como escritor fantasma no pasaría de la anécdota si él mismo no le hubiera atribuido una mayor importancia. Tanto así que en 1983 estrenó una obra de teatro, Kathie y el hipopótamo, basada en su relación con la señora Podestá. Es una pieza compleja y ambiciosa, donde resucita al periodista Zavalita, su célebre personaje de Conversación en La Catedral, y lo confronta con Kathie Kennety, la esposa de un banquero, que lo contrata para escribir un libro de viajes. Vargas Llosa nos ha comentado al respecto: “Quería transmitir cómo esos dos seres entre los que al principio hay una relación de patrón y asalariado poco a poco van estableciendo una relación humana al descubrir que, pese a sus grandes diferencias intelectuales, económicas y sociales, apelan a lo mismo para llenar un vacío tremendo que se ha instalado a lo largo de su vida”.
En esta obra, Vargas Llosa incide en el problema de la ficción y la realidad, uno de los temas esenciales de su producción. Santiago Zavala es el polígrafo que convierte en literatura lo que Kathie le cuenta sobre sus viajes y se vale de esas experiencias para fabular, para vivir de una manera vicaria todo aquello que le ha sido negado en el ámbito real. Sus frustraciones encuentran en el trabajo de escribidor un mecanismo imaginario compensatorio que le permite cumplir sus sueños. Tanto Kathie como su amanuense literario se sirven de la ficción para cristalizar sus ilusiones y cimentar una existencia más rica y plena.
No hay duda de que Pieles negras y blancas tiene un ritmo ágil y fluido, y que la inventiva de Vargas Llosa aprovecha el exotismo y la truculencia de las situaciones, tentación que luego explotará en La tía Julia y el escribidor (1977). Más que una rareza literaria, este primer libro de largo aliento de Vargas Llosa invita a efectuar un análisis intertextual. El autor peruano debió de tener muy presente aquel trabajo mercenario cuando escribió Kathie y el hipopótamo. Esto queda perfectamente corroborado por la reelaboración de algunos pasajes de Pieles negras y blancas. Así, por ejemplo, en la pieza teatral, Santiago Zavala dice: “Deambulo entre sepulcros piramidales y colosos faraónicos, bajo el firmamento nocturno, sinfín de estrellas que flotan sobre El Cairo en un mar azulino de tonalidades opalescentes”. Compárese este fragmento con el párrafo inicial del volumen firmado por Cata Podestá, donde se puede leer el siguiente pasaje: “Deambulo por los flancos de las tumbas piramidales. Los filos se yerguen cual cuchilladas: hablan de crueldad. Una luz diáfana azulina destaca en tonalidades opalescentes el firmamento nocturno, la tierra amarilla, los colosos faraónicos y la soledad. No hay ser viviente que la acompañe. Ni humano, ni animal, ni vegetal”.
Pieles negras y blancas es un libro ameno y bien intencionado, pero no se libra de los estereotipos. Adolece de una visión ingenua de África, del colonialismo y la miseria, aunque, claro, no podemos atribuir esta debilidad al escribidor, quien aún no había pisado ese continente. Evidentemente, al relatar las vicisitudes de la viajera en el Congo, no sospechaba que medio siglo después él también sentiría la necesidad de visitarlo e indagar en su problemática, tal como haría con motivo de su novela El sueño del celta.
Cuando, finalmente, hace unos años nos procuramos un ejemplar del libro Pieles negras y blancas, decidimos, en un abuso de confianza, mostrárselo a Vargas Llosa. Sin disimular su asombro, el escritor abrió el libro de páginas amarillentas y se entretuvo leyendo unos párrafos. Luego frunció el ceño y nos dijo: “¿Cómo he podido escribir esto?”, y continuó hojeándolo hasta que soltó una gran carcajada, desarmado por la prosa rimbombante y artificiosa que inunda esa primera aventura narrativa de largo aliento.
Poco después de esta conversación, Vargas Llosa se permitió aludir, por primera vez, a su única faena de negro literario. Al evocar su vieja relación con el teatro en El viaje de Odiseo, ensayo incluido como colofón de Odiseo y Penélope (Galaxia Gutenberg, 2007), reveló que su pieza Kathie y el hipopótamo “recreaba algo que me ocurrió en mis primeros tiempos de París, donde, por razones alimenticias, hice deghost writer de una dama que quería escribir un libro de viajes”. Sin embargo, se abstuvo de dar más información. Como buen escritor fantasma, respetó el pacto secreto y no consintió en descubrir la identidad de su contratante.
De cualquier modo, pese a sus reservas, su esmero por poner las cosas en orden y su afán de precisión se conjugaron para que, involuntariamente, confesara su autoría. ¿Cómo sucedió? Años atrás, cuando la Universidad de Princeton adquirió sus manuscritos, el futuro Premio Nobel incluyó en el lote un ejemplar de Pieles negras y blancas. Desde luego, no podía prever (en aquellos tiempos Internet no pasaba de ser una simple novedad) que llegaría el día en que aquel centro de estudios colocara el inventario de la colección en la red. Pues bien, al registrar el libro de marras, los bibliotecarios observaron que Mario Vargas Llosa había adjuntado una nota a la cubierta, en la que afirmaba que este relato constituía el punto de partida de Kathie y el hipopótamoy explicaba su intervención: “Lo escribí casi enteramente yo mismo, en París, hacia fines de 1959 o principios de 1960…, trabajando un poco como Santiago para Kathie en la obra. Mientras la señora Podestá me contaba la historia de su viaje a África, yo la transcribía a máquina; más tarde, durante el día, corregía el texto mecanografiado…”.
¿Volvió a ver Vargas Llosa a la señora Podestá? Al parecer, sí, al menos una vez, cuando el novelista ya descollaba como una de las figuras del boom. Ambos coincidieron en Lima, en una reunión social, donde la autora, ansiosa por consolidar su reputación literaria, no quiso desaprovechar la oportunidad y se atrevió a pedirle que escribiera algo sobre ella en la prensa. Vargas Llosa, muy educado, sonrió e intentó una vaga disculpa. Pero la señora Podestá, que no estaba acostumbrada a que le dijeran que no, debió de recordar el viejo lazo laboral que los había unido, porque le aferró la mano y le aseguró: “Yo te pago, Marito. Yo te pago…”. No cuesta mucho imaginar la sorpresa y la carcajada ahogada de su interlocutor. Vargas Llosa ya no era el joven de París, aquel letraherido tenaz que había hecho de todo, incluso vender su pluma, para poder mantener vivos sus sueños.

FUENTE:
http://renellatastrejo.tumblr.com/post/67110986092/vargas-llosa-como-he-podido-escribir-esto

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Vargas Llosa, el macho anciano

Escribe Gonzalo Garcés (Revista Ñ, Argentina)

En "El héroe discreto", última producción del Premio Nobel, los hijos aparecen como amenaza para la propiedad del padre, expresado por el personaje de Felícito, y se completa con el tema de los hijos como amenaza para la virilidad del padre, expresado por Ismael.

¿Vieron una cosa rara que pasa en El héroe discreto , la última novela de Mario Vargas Llosa? El libro se presenta como un homenaje a los valores tradicionales: honestidad, trabajo, templanza, coraje. Pero por debajo corre un tema muy distinto. El héroe, Felícito Yanaqué, es un pequeño empresario. Un día recibe una carta anónima: la mafia le reclama una cuota mensual. Felícito se niega y acude a la policía. Esta es la mitad de la historia; en paralelo, se narra un escándalo en la alta sociedad limeña. Esta parte la protagoniza don Rigoberto, especie de sibarita que ya apareció en otras novelas del peruano. Si Felícito parece encarnar un ideal pequeñoburgués, don Rigoberto sería lo mejor de la clase alta: el gusto por las bellas artes, la tolerancia, el goce de la sexualidad entre adultos responsables. Tomando esto al pie de la letra, los críticos elogian El héroe discretopor rescatar estas virtudes o bien le reprochan su conformismo.
Se equivocan. El tema solapado de El héroe discreto es más oscuro. Felícito tiene dos hijos varones: Miguel se le parece muy poco, Tiburcio es su vivo retrato. Pero los dos son hijos lamentables, indignos de su padre. Acomodaticios y cobardes, cuando Felícito se niega a pagar a la mafia, le ruegan que lo piense mejor. El desprecio de Felícito es apenas disimulado. Peor es la otra pareja de hijos del libro: el mejor amigo de don Rigoberto, Ismael, tiene dos varones a los que apoda “las hienas”. Ociosos, abusivos, parásitos, parecen capaces de llegar al crimen para frustrar a su padre; Ismael, a su vez, decide casarse con su sirvienta sólo para molestarlos.
Por supuesto, en la superficie de la narración se deplora que estos hijos hayan salido tan mal. Pero no hay hecho, en la ficción o en los sueños, que no corresponda a un deseo oculto. Y en este sentido, la omnipresencia de los hijos detestables en El héroe discreto delata una hostilidad más general. El tema de los hijos como amenaza para la propiedad del padre, expresado por Felícito, se completa con el tema de los hijos como amenaza para la virilidad del padre, expresado por Ismael. Tanto él como Rigoberto son –en palabras de Pablo de Rokha– machos ancianos: patriarcas envejecidos que toleran mal ser reemplazados. Hay un hijo más: Fonchito, hijo de Rigoberto, a quien apodan Luzbel: el príncipe de las tinieblas. ¿Y qué son los hijos, en esta novela, sino el Mal?
Esto es interesante. Ya antes Norman Mailer, John Updike, Philip Roth han escrito sus cantos de odio contra los hijos. Quizá la generación del 60 sea demasiado asertiva para aceptar con serenidad el recambio generacional. Una confesión: me alegra descubrir esta saludable mala leche en Vargas Llosa. El odio es una emoción más palpitante, más digna de un Premio Nobel, que el elogio de las virtudes burguesas.