domingo, 28 de agosto de 2011

La fiesta y la cruzada

Por Mario Vargas Llosa

Bonito espectáculo el de Madrid invadido por cientos de miles de jóvenes procedentes de los cinco continentes para asistir a la Jornada Mundial de la Juventud que presidió Benedicto XVI y que convirtió a la capital española por varios días en una multitudinaria Torre de Babel. Todas las razas, lenguas, culturas, tradiciones, se mezclaban en una gigantesca fiesta de muchachas y muchachos adolescentes, estudiantes, jóvenes profesionales venidos de todos los rincones del mundo a cantar, bailar, rezar y proclamar su adhesión a la Iglesia católica y su “adicción” al Papa (“Somos adictos a Benedicto” fue uno de los estribillos más coreados).

Salvo el millar de personas que, en el aeródromo de Cuatro Vientos, sufrieron desmayos por culpa del despiadado calor y debieron ser atendidas, no hubo accidentes ni mayores problemas. Todo transcurrió en paz, alegría y convivencia simpática. Los madrileños tomaron con espíritu deportivo las molestias que causaron las gigantescas concentraciones que paralizaron Cibeles, la Gran Vía, Alcalá, la Puerta del Sol, la Plaza de España y la Plaza de Oriente, y las pequeñas manifestaciones de laicos, anarquistas, ateos y católicos insumisos contra el Papa provocaron incidentes menores, aunque algunos grotescos, como el grupo de energúmenos al que se vio arrojando condones a unas niñas que, animadas por lo que Rubén Darío llamaba “un blanco horror de Belcebú”, rezaban el rosario con los ojos cerrados.

Hay dos lecturas posibles de este acontecimiento, que “El País” ha llamado “la mayor concentración de católicos en la historia de España”. La primera ve en él un festival más de superficie que de entraña religiosa, en el que jóvenes de medio mundo han aprovechado la ocasión para viajar, hacer turismo, divertirse, conocer gente, vivir alguna aventura, la experiencia intensa pero pasajera de unas vacaciones de verano. La segunda la interpreta como un rotundo mentís a las predicciones de una retracción del catolicismo en el mundo de hoy, la prueba de que la Iglesia de Cristo mantiene su pujanza y su vitalidad, de que la nave de San Pedro sortea sin peligro las tempestades que quisieran hundirla.

Una de estas tempestades tiene como escenario a España, donde Roma y el gobierno de Rodríguez Zapatero han tenido varios encontrones en los últimos años y mantienen una tensa relación. Por eso, no es casual que Benedicto XVI haya venido ya varias veces a este país, y dos de ellas durante su pontificado. Porque resulta que la “católica España” ya no lo es tanto como lo era. Las estadísticas son bastante explícitas. En julio del año pasado, un 80% de los españoles se declaraba católico; un año después, sólo 70%. Entre los jóvenes, 51% dicen serlo, pero sólo 12% aseguran practicar su religión de manera consecuente, en tanto que el resto lo hace sólo de manera esporádica y social (bodas, bautizos, etcétera). Las críticas de los jóvenes creyentes –practicantes o no– a la Iglesia se centran, sobre todo, en la oposición de ésta al uso de anticonceptivos y a la píldora del día siguiente, a la ordenación de mujeres, al aborto, al homosexualismo.

Mi impresión es que estas cifras no han sido manipuladas, que ellas reflejan una realidad que, porcentajes más o menos, desborda lo español y es indicativo de lo que pasa también con el catolicismo en el resto del mundo. Ahora bien, desde mi punto de vista esta paulatina declinación del número de fieles de la Iglesia católica, en vez de ser un síntoma de su inevitable ruina y extinción es, más bien, fermento de la vitalidad y energía que lo que queda de ella –decenas de millones de personas– ha venido mostrando, sobre todo bajo los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI.

Es difícil imaginar dos personalidades más distintas que las de los dos últimos Papas. El anterior era un líder carismático, un agitador de multitudes, un extraordinario orador, un pontífice en el que la emoción, la pasión, los sentimientos prevalecían sobre la pura razón. El actual es un hombre de ideas, un intelectual, alguien cuyo entorno natural son la biblioteca, el aula universitaria, el salón de conferencias. Su timidez ante las muchedumbres aflora de modo invencible en esa manera casi avergonzada y como disculpándose que tiene de dirigirse a las masas. Pero esa fragilidad es engañosa pues se trata probablemente del Papa más culto e inteligente que haya tenido la Iglesia en mucho tiempo, uno de los raros pontífices cuyas encíclicas o libros un agnóstico como yo puede leer sin bostezar (su breve autobiografía es hechicera y sus dos volúmenes sobre Jesús más que sugerentes). Su trayectoria es bastante curiosa. Fue, en su juventud, un partidario de la modernización de la Iglesia y colaboró con el reformista Concilio Vaticano II convocado por Juan XXIII.


Pero, luego, se movió hacia las posiciones conservadoras de Juan Pablo II, en las que ha perseverado hasta hoy. Probablemente, la razón de ello sea la sospecha o convicción de que, si continuaba haciendo las concesiones que le pedían los fieles, pastores y teólogos progresistas, la Iglesia terminaría por desintegrarse desde adentro, por convertirse en una comunidad caótica, desbrujulada, a causa de las luchas intestinas y las querellas sectarias. El sueño de los católicos progresistas de hacer de la Iglesia una institución democrática es eso, nada más: un sueño. Ninguna iglesia podría serlo sin renunciar a sí misma y desaparecer. En todo caso, prescindiendo del contexto teológico, atendiendo únicamente a su dimensión social y política, la verdad es que, aunque pierda fieles y se encoja, el catolicismo está hoy día más unido, activo y beligerante que en los años en que parecía a punto de desgarrarse y dividirse por las luchas ideológicas internas.

¿Es esto bueno o malo para la cultura de la libertad? Mientras el Estado sea laico y mantenga su independencia frente a todas las iglesias, a las que, claro está, debe respetar y permitir que actúen libremente, es bueno, porque una sociedad democrática no puede combatir eficazmente a sus enemigos –empezando por la corrupción– si sus instituciones no están firmemente respaldadas por valores éticos, si una rica vida espiritual no florece en su seno como un antídoto permanente a las fuerzas destructivas, disociadoras y anárquicas que suelen guiar la conducta individual cuando el ser humano se siente libre de toda responsabilidad.

Durante mucho tiempo se creyó que con el avance de los conocimientos y de la cultura democrática, la religión, esa forma elevada de superstición, se iría deshaciendo, y que la ciencia y la cultura la sustituirían con creces. Ahora sabemos que esa era otra superstición que la realidad ha ido haciendo trizas. Y sabemos, también, que aquella función que los librepensadores decimonónicos, con tanta generosidad como ingenuidad, atribuían a la cultura, ésta es incapaz de cumplirla, sobre todo ahora. Porque, en nuestro tiempo, la cultura ha dejado de ser esa respuesta seria y profunda a las grandes preguntas del ser humano sobre la vida, la muerte, el destino, la historia, que intentó ser en el pasado, y se ha transformado, de un lado, en un divertimento ligero y sin consecuencias, y, en otro, en una cábala de especialistas incomprensibles y arrogantes, confinados en fortines de jerga y jerigonza y a años luz del común de los mortales.

La cultura no ha podido reemplazar a la religión ni podrá hacerlo, salvo para pequeñas minorías, marginales al gran público. La mayoría de seres humanos sólo encuentra aquellas respuestas, o, por lo menos, la sensación de que existe un orden superior del que forma parte y que da sentido y sosiego a su existencia, a través de una trascendencia que ni la filosofía, ni la literatura, ni la ciencia, han conseguido justificar racionalmente. Y, por más que tantos brillantísimos intelectuales traten de convencernos de que el ateísmo es la única consecuencia lógica y racional del conocimiento y la experiencia acumuladas por la historia de la civilización, la idea de la extinción definitiva seguirá siendo intolerable para el ser humano común y corriente, que seguirá encontrando en la fe aquella esperanza de una supervivencia más allá de la muerte a la que nunca ha podido renunciar. Mientras no tome el poder político y éste sepa preservar su independencia y neutralidad frente a ella, la religión no sólo es lícita, sino indispensable en una sociedad democrática.

Creyentes y no creyentes debemos alegrarnos por eso de lo ocurrido en Madrid en estos días en que Dios parecía existir, el catolicismo ser la religión única y verdadera, y todos como buenos chicos marchábamos de la mano del Santo Padre hacia el reino de los cielos.

Madrid, agosto de 2011

domingo, 14 de agosto de 2011

Borges entre señoras

PIEDRA DE TOQUE. El escritor argentino colaboró en los años treinta con una revista femenina bonaerense, El Hogar, con magníficas críticas literarias. Tusquets publicó en 1986 una antología soberbia


Por Mario Vargas Llosa

Entre 1936 y 1939 Borges tuvo a su cargo la sección de libros y autores extranjeros de El Hogar, un semanario bonaerense dedicado principalmente a las amas de casa y la familia. Emir Rodríguez Monegal y Enrique Sacerio-Garí reunieron una amplia antología de estos textos que publicó Tusquets en 1986 con el título Textos cautivos. Ensayos y reseñas en 'El Hogar' (1936-1939).

No conocía este libro y acabo de leerlo, en Mallorca, donde Borges, en cierto modo, hizo su vela de armas literaria poco después de terminar sus estudios escolares, en Ginebra. Aquí escribió versos vanguardistas, firmó manifiestos, se vinculó a un grupo de poetas y escritores jóvenes de la isla, en una actividad intelectual intensa pero que poco dejaba adivinar de la trayectoria que tomaría su obra posterior. No sé por qué me había hecho la idea de que sus notas y artículos en El Hogar, serían, como aquellos escritos mallorquines de su juventud, testimonios de una prehistoria literaria sin mayor vuelo, meros antecedentes de la futura obra genial.

Me llevé una gran sorpresa. Son mucho más que eso. No sé si la selección, que parece haber sido hecha sobre todo por Sacerio-Garí -el libro apareció cuando Rodríguez Monegal había fallecido-, eliminó todos los textos de mera circunstancia y poca significación, pero la verdad es que esta antología es soberbia. Revela a un escritor dueño de un estilo cuajado y propio, enormemente culto, con un punto de vista que le permite opinar sobre poesía, novela, filosofía, historia, religión, autores clásicos y modernos y libros escritos en diversos idiomas, con absoluta desenvoltura y, a menudo, notable originalidad. Un colaborador que semanalmente comentara la actualidad literaria mundial con la lucidez, el rigor, la información y la elegancia con que lo hacía Borges en El Hogar, hubiera dado un gran prestigio a las más exigentes publicaciones intelectuales de los considerados entonces los ejes culturales de la época, como París, Londres y Nueva York. Que estos textos aparecieran en una revista porteña dedicada a las amas de casa dice mucho sobre la probidad con que su autor encaraba su vocación, y, también, desde luego, sobre los altos niveles culturales que lucía la Argentina de aquellos años.

Una de las rarezas de estos textos es que Borges se ha leído de principio a fin los textos que reseña, se trate de la voluminosa traducción de Las mil y una noches de sir Richard Burton, los ensayos sobre la mitología primitiva de sir James George Frazer o las novelas de Faulkner, Hemingway, Huxley, Wells y Virginia Woolf. Todo lo analiza y comenta con la seguridad que solo confiere el conocimiento. Cuando la oscuridad del libro es más fuerte que él, como le ocurre con el Finnegans Wake de James Joyce, lo confiesa y explica las posibles razones de su fracaso de lector. No hay uno solo de estos comentarios que dé la impresión de haber sido elaborado de cualquier manera, para cumplir, sin dar mayor importancia a un trabajo que sabía pasajero, superficial y olvidable. Nada de eso. Incluso las pequeñas notitas de pocas frases que aparecían a veces al pie de su página bajo el rubro De la vida literaria son una delicia de leer, por su ironía, su gracia y su inteligencia.

En los años en que colabora en El Hogar Borges publica ya un libro importante, Historia universal de la infamia, pero todavía no ha escrito ninguno de sus grandes cuentos, poemas o ensayos a los que deberá luego su fama. Sin embargo, ya había en él un talento fuera de lo común para leer y opinar sobre lo que leía, y una visión del mundo, de la cultura, la condición humana, del arte de inventar ficciones y de escribirlas que dan a todos estos textos un denominador común, de partes de un todo compacto. Lo primero que resalta en ellos es la curiosidad universal que guía sus lecturas, la de un lector que es ciudadano del mundo, pues se mueve con la misma soltura leyendo a Paul Valéry en francés, a Benedetto Croce en italiano, a Alfred Döblin en alemán y a T. S. Eliot en inglés. Y, lo segundo, la claridad y la fuerza persuasiva de una prosa donde hay casi tantas ideas como palabras y un esfuerzo permanente para no decir nada que no sea absolutamente indispensable respecto a lo que se propone decir. Cuentan que Raimundo Lida, en sus clases de Harvard, recordaba siempre a sus alumnos: "Los adjetivos se han hecho para no usarlos". Borges es famoso por sus adverbios y adjetivos ("Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche"), pero, justamente, lo es porque nunca abusa de ellos, porque estallan de pronto en sus frases como una aparición insólita y espectacular, que redondea una idea, abre una inesperada dimensión a la anécdota, trastorna y desbarajusta lo que hasta entonces parecía la dirección de un argumento. La riqueza de estas reseñas, comentarios o microbiografías está en la precisión y concisión con que fueron escritas: nunca parece faltar ni sobrar nada en ellas, todas gozan de aquella autosuficiencia que tienen los buenos poemas y las mejores novelas.

A veces, un párrafo de pocas frases le basta a Borges para resumir el juicio que le merece toda la vasta obra de un autor, como Samuel Taylor Coleridge: "Más de 500 apretadas páginas llenan su obra poética; de ese fárrago solo es perdurable (pero gloriosamente) el casi milagroso Ancient Mariner. Lo demás es intratable, ilegible. Algo similar acontece con los muchos volúmenes de su prosa. Forman un caos de intuiciones geniales, de platitudes, de sofismas, de moralidades ingenuas, de inepcias y de plagios". La opinión es muy severa y acaso injusta. Pero, no hay duda, quien la formula de ese modo sabe lo que dice y por qué lo dice.

A veces, en los perfiles biográficos, hay verdaderas maravillas descriptivas, como este boceto físico del historiador Lytton Strachey: "Era alto, demacrado, casi abstracto, con el fino rostro emboscado detrás de los atentos anteojos y de la rojiza barba rabínica. Para mayor recato, era afónico". No es raro que un elogio vaya acompañado de un mandoble letal, como en esta frase en la que, luego de alabar dos novelas de Lion Feuchtwanger -El judío Süss y La duquesa fea- añade: "Son novelas históricas, pero nada tienen que ver con el laborioso arcaísmo y con el opresivo bric-à-brac que hace intolerable ese género".

No hay en el Borges que escribe estos sueltos y artículos la menor concesión hacia el público de una revista que no era ni especializado en literatura ni, en su gran mayoría, lo suficientemente culto como para poder apreciar en todo su valor las opiniones y elogios o admoniciones de que estaban impregnados sus artículos. Escribe como si se dirigiera a los más exquisitos y refinados lectores de la tierra, dando por supuesto que todos lo entenderían y aprobarían o desaprobarían sus juicios de igual a igual. Y, pese a ello, no hay en estas páginas arrogancia ni pedantería, esos desplantes detrás de los cuales se disimulan casi siempre la ignorancia y la vanidad. Son textos en los que, a pesar de su brevedad, el autor se juega a fondo, desnudándose de cuerpo entero, mostrando sus manías, fobias, filias, anhelos íntimos. Los autores que frecuentará toda su vida con admiración y lealtad desfilan por sus páginas, Schopenhauer, Chesterton, Stevenson, Kipling, Poe, los cuentos de Las mil y una noches, así como su debilidad por el género policial, a muchos de cuyos cultores, Chesterton, Ellery Queen, Dorothy L. Sayers y Georges Simenon, dedica artículos. Temas recurrentes de sus ficciones y ensayos, como el tiempo y la eternidad, asoman en las observaciones que consagra a la obra de teatro de J. B. Priestley El tiempo y los Conways y a Un experimento con el tiempo de J. W. Dunne, a quien dedicaría también en otra ocasión un largo ensayo. Y, por supuesto, la fascinación que ejerció siempre sobre él la literatura oriental está presente en los comentarios a libros chinos como Historia de la orilla del agua, una antología de cuentos fantásticos y folclóricos de ese país hecha por Wolfram Eberhard y la japonesa The Tale of Genji de Murasaki Shikibu.

Textos cautivos constituye un magnífico panorama de lo que era la actualidad literaria de fines de los años treinta en el mundo occidental, época de una fulgurante creatividad en todos los géneros, la de Eliot, Joyce, Breton, Faulkner, Woolf, Mann, en la que la experimentación formal, la revisión del pasado reciente y clásico, las polémicas sociopolíticas y culturales trazaban una frontera entre dos épocas. Es fascinante que acaso nadie dejara un testimonio más agudo y sutil de toda la efervescencia de ideas, formas y creaciones literarias de aquellos años, que un (todavía) oscuro escribidor de los confines del mundo, en la página semanal que llenaba en una revista de amenidades concebida para hacer más llevadera la rutina de las amas de casa.

© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2011. © Mario Vargas Llosa, 2011.



domingo, 31 de julio de 2011

Más información, menos conocimiento



Por Mario Vargas Llosa

Nicholas Carr estudió Literatura en Dartmouth College y en la Universidad de Harvard y todo indica que fue en su juventud un voraz lector de buenos libros. Luego, como le ocurrió a toda su generación, descubrió el ordenador, el Internet, los prodigios de la gran revolución informática de nuestro tiempo, y no sólo dedicó buena parte de su vida a valerse de todos los servicios online y a navegar mañana y tarde por la red; además, se hizo un profesional y un experto en las nuevas tecnologías de la comunicación sobre las que ha escrito extensamente en prestigiosas publicaciones de Estados Unidos e Inglaterra.

Un buen día descubrió que había dejado de ser un buen lector, y, casi casi, un lector. Su concentración se disipaba luego de una o dos páginas de un libro, y, sobre todo si aquello que leía era complejo y demandaba mucha atención y reflexión, surgía en su mente algo así como un recóndito rechazo a continuar con aquel empeño intelectual. Así lo cuenta: “Pierdo el sosiego y el hilo, empiezo a pensar qué otra cosa hacer. Me siento como si estuviese siempre arrastrando mi cerebro descentrado de vuelta al texto. La lectura profunda que solía venir naturalmente se ha convertido en un esfuerzo”.

Preocupado, tomó una decisión radical. A finales de 2007, él y su esposa abandonaron sus ultramodernas instalaciones de Boston y se fueron a vivir a una cabaña de las montañas de Colorado, donde no había telefonía móvil y el Internet llegaba tarde, mal y nunca. Allí, a lo largo de dos años, escribió el polémico libro que lo ha hecho famoso. Se titula en inglés The Shallows: What the Internet is Doing to Our Brains y, en español: Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011). Lo acabo de leer, de un tirón, y he quedado fascinado, asustado y entristecido.

Carr no es un renegado de la informática, no se ha vuelto un ludita contemporáneo que quisiera acabar con todas las computadoras, ni mucho menos. En su libro reconoce la extraordinaria aportación que servicios como el de Google, Twitter, Facebook o Skype prestan a la información y a la comunicación, el tiempo que ahorran, la facilidad con que una inmensa cantidad de seres humanos pueden compartir experiencias, los beneficios que todo esto acarrea a las empresas, a la investigación científica y al desarrollo económico de las naciones.

Pero todo esto tiene un precio y, en última instancia, significará una transformación tan grande en nuestra vida cultural y en la manera de operar del cerebro humano como lo fue el descubrimiento de la imprenta por Johannes Gutenberg en el siglo XV que generalizó la lectura de libros, hasta entonces confinada en una minoría insignificante de clérigos, intelectuales y aristócratas. El libro de Carr es una reivindicación de las teorías del ahora olvidado Marshall McLuhan, a quien nadie hizo mucho caso cuando, hace más de medio siglo, aseguró que los medios no son nunca meros vehículos de un contenido, que ejercen una solapada influencia sobre éste, y que, a largo plazo, modifican nuestra manera de pensar y de actuar. McLuhan se refería sobre todo a la televisión, pero la argumentación del libro de Carr y los abundantes experimentos y testimonios que cita en su apoyo indican que semejante tesis alcanza una extraordinaria actualidad relacionada con el mundo del Internet.

Los defensores recalcitrantes del software alegan que se trata de una herramienta y que está al servicio de quien la usa y, desde luego, hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo, siempre y cuando estas pruebas se efectúen en el campo de acción en el que los beneficios de aquella tecnología son indiscutibles: ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que, ahora, en pocos segundos, haciendo un pequeño clic con el ratón, un internauta recabe una información que hace pocos años le exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas y a especialistas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse.

No es verdad que el Internet sea sólo una herramienta. Es un utensilio que pasa a ser una prolongación de nuestro propio cuerpo, de nuestro propio cerebro, el que, también, de una manera discreta, se va adaptando poco a poco a ese nuevo sistema de informarse y de pensar, renunciando poco a poco a las funciones que este sistema hace por él y, a veces, mejor que él. No es una metáfora poética decir que la “inteligencia artificial” que está a su servicio, soborna y sensualiza a nuestros órganos pensantes, los que se van volviendo, de manera paulatina, dependientes de aquellas herramientas, y, por fin, en sus esclavos. ¿Para qué mantener fresca y activa la memoria si toda ella está almacenada en algo que un programador de sistemas ha llamado “la mejor y más grande biblioteca del mundo”? ¿Y para qué aguzar la atención si pulsando las teclas adecuadas los recuerdos que necesito vienen a mí, resucitados por esas diligentes máquinas?

No es extraño, por eso, que algunos fanáticos de la Web, como el profesor Joe O’Shea, filósofo de la Universidad de Florida, afirme: “Sentarse y leer un libro de cabo a rabo no tiene sentido. No es un buen uso de mi tiempo, ya que puedo tener toda la información que quiera con mayor rapidez a través de la Web. Cuando uno se vuelve un cazador experimentado en Internet, los libros son superfluos”. Lo atroz de esta frase no es la afirmación final, sino que el filósofo de marras crea que uno lee libros sólo para “informarse”. Es uno de los estragos que puede causar la adicción frenética a la pantallita. De ahí, la patética confesión de la doctora Katherine Hayles, profesora de Literatura de la Universidad de Duke: “Ya no puedo conseguir que mis alumnos lean libros enteros”.

Esos alumnos no tienen la culpa de ser ahora incapaces de leer La Guerra y la Paz o el Quijote. Acostumbrados a picotear información en sus computadoras, sin tener necesidad de hacer prolongados esfuerzos de concentración, han ido perdiendo el hábito y hasta la facultad de hacerlo, y han sido condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atención, reflexión, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer, gozando, la gran literatura. Pero no creo que sea sólo la literatura a la que el Internet vuelve superflua: toda obra de creación gratuita, no subordinada a la utilización pragmática, queda fuera del tipo de conocimiento y cultura que propicia la Web. Sin duda que ésta almacenará con facilidad a Proust, Homero, Popper y Platón, pero difícilmente sus obras tendrán muchos lectores. ¿Para qué tomarse el trabajo de leerlas si en Google puedo encontrar síntesis sencillas, claras y amenas de lo que inventaron en esos farragosos librotes que leían los lectores prehistóricos?

La revolución de la información está lejos de haber concluido. Por el contrario, en este dominio cada día surgen nuevas posibilidades, logros, y lo imposible retrocede velozmente. ¿Debemos alegrarnos? Si el género de cultura que está reemplazando a la antigua nos parece un progreso, sin duda sí. Pero debemos inquietarnos si ese progreso significa aquello que un erudito estudioso de los efectos del Internet en nuestro cerebro y en nuestras costumbres, Van Nimwegen, dedujo luego de uno de sus experimentos: que confiar a los ordenadores la solución de todos los problemas cognitivos reduce “la capacidad de nuestros cerebros para construir estructuras estables de conocimientos”. En otras palabras: cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos.

Tal vez haya exageraciones en el libro de Nicholas Carr, como ocurre siempre con los argumentos que defienden tesis controvertidas. Yo carezco de los conocimientos neurológicos y de informática para juzgar hasta qué punto son confiables las pruebas y experimentos científicos que describe en su libro. Pero éste me da la impresión de ser riguroso y sensato, un llamado de atención que –para qué engañarnos– no será escuchado. Lo que significa, si él tiene razón, que la robotización de una humanidad organizada en función de la “inteligencia artificial” es imparable. A menos, claro, que un cataclismo nuclear, por obra de un accidente o una acción terrorista, nos regrese a las cavernas. Habría que empezar de nuevo, entonces, y a ver si esta segunda vez lo hacemos mejor.

Tres enlaces acerca de Vargas Llosa (hacer clic):

1-Mario Vargas Llosa: el magnífico asesino

2-Mario Vargas Llosa o el peligroso antídoto contra la realidad

3-Mario Vargas Llosa: arequipeño ilustre



domingo, 17 de julio de 2011

Tirarse a una sirvienta

El título del último artículo de Vargas Llosa es Derecho de pernada: "DSK me parece repelente. Ese señor superinteligente, ultrapoderoso y millonario estaba acostumbrado a permitirse ciertos excesos. 'Tirarse a una sirvienta', por las buenas o por las malas, es un acto vil", nos dice Mario Vargas Llosa en el diario El País de Madrid.

Derecho de pernada

De muchacho, en los años cincuenta, muchas veces oí en Piura y en Lima a mis compañeros de barrio y de colegio jactarse de haberse desvirgado con las sirvientas de su casa. No lo decían de manera tan científica, sino utilizando una expresión que sintetizaba todo el racismo, el machismo y la brutalidad de una clase social que en aquella época se exhibían todavía sin el menor embarazo en el Perú: "Tirarse a la chola". Entonces, los niños bien no hacían el amor con sus enamoradas, que debían llegar vírgenes al matrimonio, y para sus ardores sexuales solían elegir entre la prostituta y la criada. Ni qué decir que muchos padres alentaban sobre todo la última opción, temerosos de que la primera acarreara a sus vástagos una purgación.
El derecho de pernada es antiquísimo y los señores feudales de la Edad Media europea lo legaron a los gamonales y patronos sudamericanos, cuyos estupros y violaciones a las campesinas han sido documentados hasta la saciedad por la novela indigenista. Pero se equivocan quienes piensan que estos atropellos sexuales de los fuertes y poderosos caballeros contra las mujeres pobres y desvalidas han quedado confinados en el mundo del subdesarrollo. La truculenta odisea que vive Dominique Strauss-Kahn parecería demostrar que incluso en la civilizada Francia hay señores que, desafiando los tiempos que vivimos, se empeñan en perpetuar aquella siniestra tradición.

Tradición que, dicho sea de paso, nunca se perdió del todo en el país de Proust y Molière. El gran Víctor Hugo la practicó asiduamente en sus años otoñales, por ejemplo, y dejó testimonio de ello en un delicioso diario secreto que el erudito Henri Guillemin consiguió descifrar. ¿Es un atenuante, en su caso, que el autor de Los Miserables no violentaba a las sirvientas, sino estableciera con ellas un pacto contractual y mercantil? Si aquella se dejaba ver solo los pechos recibía un puñado de centavos. Si se desnudaba por completo y el poeta no podía tocarla, medio franco. Si estaba autorizado a acariciarla, un franco. Si el servicio era completo, franco y medio y a veces ¡hasta dos francos! El ilustre vate era muy cuidadoso con los gastos y llevaba una contabilidad maniática, gracias a lo cual hemos podido conocer esas debilidades de su vejez. Para disimularlas, las anotó en su diario en un español desfigurado (Verbigracia: "Visto mucho, cogido todo. Osculum").

Si la acusación a la que debe hacer frente ante el Tribunal Supremo del Estado de Nueva York la confirman los jueces, Dominique Strauss-Kahn -exministro de Economía de Francia, ex director-gerente del Fondo Monetario Internacional y, hasta el episodio del Hotel Sofitel, candidato favorito del Partido Socialista para representar a este en la próxima elección presidencial- practicaba aquel derecho de pernada a la vieja usanza: añadido de golpes y maltratos a su víctima. Los médicos que examinaron a la camarera guineana que denunció al político francés de haberla obligado a practicar sexo oral con él detectaron que tenía desgarrado un ligamento del hombro, hematomas en la vagina y las medias rotas. La policía, por su parte, ha comprobado la existencia, tanto en la pared como en la alfombra de la habitación, del semen que la camarera dice haber escupido, asqueada, luego de que el presunto victimario eyaculó. Estos son los hechos objetivos y la justicia deberá determinar si aquel sexo oral fue forzado, como dice la camarera, o consensuado, según asegura Strauss-Kahn.

Como se ha comprobado que la camarera mintió a la policía sobre su ingreso a los Estados Unidos -es una inmigrante ilegal- y que tuvo una conversación, en un dialecto guineano, con un hombre detenido por tráfico de drogas, ante el que se habría jactado de querer sacar dinero a su presunto violador aprovechando lo ocurrido, se dice que la acusación se tambalea y que el propio fiscal de Nueva York estaría pensando en encarpetar todo el asunto. Esto ha hecho que, en Francia, donde me encuentro ahora y donde, según una encuesta, un 50% de la opinión pública socialista todavía quisiera que Strauss-Kahn sea su candidato presidencial, aparezcan muchos artículos y declaraciones de amigos y camaradas del exministro, quienes, encabezados por Bernard-Henri Lévy, atacan con ferocidad a la justicia estadounidense por haber mostrado a la prensa a un Strauss-Kahn esposado y humillado, en vez de respetar su privacidad y su condición de mero acusado, no de culpable. Leyendo lo que escriben, parecería que el exministro es una especie de mártir y mereciera ser desagraviado.

A mí, en cambio, el personaje me parece repelente y tiendo a creer que lo que la camarera guineana dice de él es verdad. Me seguiría pareciendo repelente incluso si fuera cierto que el sexo oral con que se gratificó aquella mañana neoyorquina fue consensuado, pues, aun si lo hubiera requerido de buenas maneras y pagado por ello, habría cometido un acto cobarde, prepotente y asqueroso con una pobre mujer infinitamente más débil y vulnerable que él, la que se habría sometido a esa pantomima por necesidad o por miedo, de ningún modo seducida por la apostura o la inteligencia del personaje al que encontró desnudo en la habitación que iba a arreglar. "Tirarse a una sirvienta", por las buenas o por las malas, es un acto innoble y vil, sobre todo cuando el que lo perpetra es un señor de horca y cuchilla, que es lo que era, hasta entonces, el casi intocable Strauss-Kahn.

Yo no sé por qué las mentiras de la camarera atenuarían la falta de su presunto violador. Lo que se va a juzgar es si fue o no violada, no si es buena, sincera y desprendida. Si lo determinante para que la acusación prevaleciera no fueran los datos objetivos sino la personalidad y el carácter, el señor Strauss-Kahn no quedaría bien parado. Sus antecedentes indican claramente que le gustaron siempre mucho las mujeres y que no tenía el menor empacho en demostrárselo, usando eso que los brasileños llaman la mao boba en las recepciones, ascensores y pasillos, como han hecho público los paparazzi de media Europa. Poco tiempo después de asumir la dirección del Fondo Monetario Internacional se vio envuelto en un lío de faldas, por haberse echado una amante entre sus subordinadas.

Y ahora mismo acaba de abrirse en París otro proceso contra él en el que la periodista y escritora Tristane Banon lo acusa de haber intentado violarla, en el año 2003, cuando fue a entrevistarlo para un libro. Ella fue citada en una especie de garçonnière, un departamento provisto sólo de una cama y unos sillones, y, según la joven, tuvo que defenderse a patadas y rasguños de su entrevistado, que le rompió el sostén y el calzón mientras luchaban en el suelo. Tristane quiso entonces denunciar el intento de violación, pero su madre le impidió hacerlo, con el argumento de que aquello haría daño al Partido Socialista, en el que ella también militaba. La señora ha confirmado este hecho.

Así pues, si hay indicios negativos en lo que concierne al carácter y la personalidad de la camarera guineana del Hotel Sofitel, las credenciales morales del huésped están lejos de ser prístinas. Todo indica que ese señor superinteligente, ultrapoderoso y millonario estaba acostumbrado a permitirse ciertos excesos en el convencimiento de que a alguien como a él esas debilidades le están permitidas, igual que el derecho de pernada a los señores feudales. Lo terrible es que parecería que buen número de sus compatriotas están de acuerdo con él. La indignación contra la policía y la justicia de Estados Unidos por haber tratado a ese hombre tan importante y prestigioso como a un raterillo capturado in fraganti es casi unánime.

Yo no acabo de entender tanta indignación. El jefe de la policía neoyorquina ha explicado que los presuntos culpables reciben el mismo tratamiento, se trate de pobres diablos o de banqueros: son llevados esposados al tribunal y expuestos a la prensa. También son presentados a la prensa cuando son declarados inocentes por la justicia, ya sin esposas. No ha habido encarnizamiento alguno contra Strauss-Kahn. Pero, eso sí, no tuvo un tratamiento preferencial, debido a su ilustre investidura en el mundo financiero. Mucho me temo, por las cosas que leo estos días en París, que en su propio país hubiera recibido ese tratamiento preferencial, y, probablemente, jamás hubiera sido juzgado. Eso sí, la camarera guineana habría sido expulsada del país por ilegal, por falsaria y por practicar la prostitución.

© Mario Vargas Llosa, 2011.

sábado, 2 de julio de 2011

El aire fresco y las moscas

Vuelvo a China después de unos 15 años y parece otro país. Aunque he oído y leído todos los ditirambos sobre su formidable desarrollo económico, la realidad va todavía más allá. En Shanghái, el distrito de Pudong, junto al río, hace cuatro lustros una llanura de arrozales, es ahora un Wall Street cuatro veces más grande y con el doble o triple de rascacielos. Tanto en esta ciudad como en Pekín la transformación urbana es portentosa: puentes, avenidas, túneles, construcciones para oficinas o viviendas, tiendas, galerías, parques, exhiben una modernidad y prosperidad impetuosas, un dinamismo que fermenta las 24 horas del día.

Una riqueza ostentosa, sin complejos, se pavonea por doquier, en los grandes almacenes y los hoteles lujosísimos, en las gigantescas vitrinas que ofrecen los vestidos, trajes, bolsos, joyas, relojes, zapatos, automóviles, fantasías y locuras de las firmas más afamadas del mundo. Hay restaurantes por doquier y todos están llenos de gente generalmente bien vestida y amable que conversa y come sin soltar los teléfonos móviles, espiando de tanto en tanto el contorno desde detrás de sus anteojos marca Ray Ban, Ferragamo, Gucci o Lanvin. Uno se creería en la Quinta Avenida, los Champs Elysées o Bond Street, pero multiplicados por cinco o por diez. Se diría que desde que Deng Xiaoping lanzó la consigna "¡Enriquecerse es glorioso!" la realidad le hizo caso y sus 1.400 millones de compatriotas empezaron a producir y ganar dinero de manera frenética.

¿Es esto un país marxista-leninista? Según el Partido Comunista, que en estos días se prepara a celebrar su 90º aniversario de manera multitudinaria y fastuosa, rindiendo homenajes incesantes al mismo Mao Zedong que con sus delirantes políticas del Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural hundió a China en la miseria más atroz y sacrificó a muchos millones de pobres, lo es más que nunca y vive ahora, gracias a las reformas y políticas "socialistas" de mercado que han convertido a China en la segunda potencia económica del mundo después de los Estados Unidos, una etapa de abundancia que en un futuro próximo -unos 100 años más o menos- desembocará en la perfecta sociedad donde reinará la justicia distributiva y todos recibirán lo que requieran según sus necesidades. La utopía colectivista igualitaria se hará entonces realidad.

Por el momento, la sociedad china es la más desigual del mundo, pues las diferencias entre los que más y menos tienen superan las de cualquier otro país, aunque, eso sí, probablemente este sea el único en el que, por decisión del propio Comité Central, el Partido Comunista acepta ahora entre su militancia a millonarios y billonarios. Si usted detecta en todo esto ciertas contradicciones y misterios ideológicos, le aconsejo que lea el interesante libro de Eugenio Bregolat, La segunda revolución China (Destino, 2007) en el que este experimentado diplomático español y profundo conocedor del país donde ha vivido muchos años, explica con lujo de detalles y divertidas anécdotas la extraordinaria conversión económica de China que llevó a cabo, luego de tropiezos, intrigas, retrocesos y tantas caídas como victorias, Deng Xiaoping. Este anciano compañero y adversario de Mao fue quien, sintetizando su propósito con otra de sus famosas frases, "Da igual que el gato sea blanco o negro, lo que importa es que cace ratones", convirtió a la paupérrima dictadura totalitaria, colectivista y estatista erigida por Mao Zedong, en la sociedad capitalista autoritaria que sacó de la miseria a 800 millones de campesinos y disparó un crecimiento y desarrollo vertiginosos sin precedentes en la historia.

Bregolat explica que esta insólita variante del "socialismo" concebida por Deng Xiaoping y sus seguidores, que ahora controlan el poder, sería incomprensible si no se la relaciona con la tradición cultural y filosófica china del confucianismo y los 4.000 años de historia de un país invadido, ocupado y humillado por Occidente y al que la prosperidad y modernización actuales han desagraviado y devuelto el orgullo de sí mismo. La ideología "socialista" es ahora una retórica que sirve para justificar el monopolio del poder político por el Partido Comunista y la ideología real que ha echado hondas raíces en el país es el nacionalismo. Eugenio Bregolat es optimista y piensa que el notable progreso económico traerá, tarde o temprano, una apertura política, pues las nuevas clases medias y profesionales, que crecen cada día, educan a sus hijos en el extranjero, y mantienen un intenso comercio con el mundo a través de las nuevas tecnologías, van a ir reclamando cada vez más la democratización política del sistema. Esta se llevará a cabo de manera pacífica.

Ojalá él tenga razón y los que no compartimos tanto su optimismo, como yo, nos equivoquemos. Mi pesimismo se debe a que, además del nacionalismo, lo que parece haberse convertido en una segunda naturaleza para buena parte de la sociedad china moderna, empezando por los jóvenes, es un materialismo consumista, precisamente aquel que algunos pensadores liberales lúcidos como el propio Adam Smith y Karl Popper temían: que la obsesiva concentración de la acción humana en la creación de riquezas embotara la vida espiritual e intelectual y empobreciera valores como el idealismo, la solidaridad y la generosidad.

Aunque, por razones obvias, en mis conversaciones con intelectuales, académicos y escritores chinos, fui prudente y me abstuve de acosarlos con preguntas impertinentes, a muchos de ellos los escuché quejarse del poco o nulo interés que mostraban los jóvenes -sobre todo los mejor formados- por la vida cívica, la cultura, y, en general, por todo lo que fuera desinteresado y espiritual, como la filosofía, el arte o la religión (en las universidades en las que hablé en Shanghái y Pekín nadie me hizo una sola pregunta política, tampoco los periodistas chinos que me entrevistaron, y creo que es la primera vez que me pasa en la vida). Todos parecen obsesionados con alcanzar una buena formación técnica y profesional que les abra las puertas a las grandes transnacionales y sus jugosos salarios o a los puestos administrativos, ahora también magníficamente dotados. A uno de ellos le oí murmurar, haciendo una mueca tristona: "Hoy apenas habría un puñadito de muchachos para manifestarse en Tiananmen". La gran mayoría sólo aspira a ganar dinero, mucho dinero, y vivir mejor.

Otra de las célebres frases de Deng Xiaoping fue: "Si abrimos la ventana, junto al aire fresco entran las moscas". Me imagino que debió pronunciarla en la primavera de 1989, poco antes de dar la orden al Ejército de poner fin a las manifestaciones de los estudiantes que, acampados en la enorme plaza de Tiananmen, pedían democracia y libertad, y que se saldó con la muerte de un número incierto de jóvenes, en todo caso algunos centenares. La frase resume admirablemente la filosofía que aplica el régimen: apertura económica y social, sí, pero sólo mientras no cuestione el control absoluto que sobre la vida política del país ejerce el Partido Comunista. Quien lo acepta, puede tener un margen bastante amplio de libertad personal, viajar al extranjero, usar Internet, si es escritor o profesor procurarse revistas y publicaciones capitalistas, siempre que no critiquen la política china. Pero no hay tolerancia con la disidencia política. Los disidentes, como Liu Xiaobo, Ai Weiwei y otros, son acosados, vigilados, o, si sus acciones repercuten y llegan al extranjero, encarcelados, juzgados y sentenciados sin apenas variables. A diferencia de lo que ocurría en el pasado, se fusila poco, y generalmente por delitos económicos, no políticos. La disidencia intelectual lleva ahora a la cárcel en vez del paredón y, a veces, solo al arraigo domiciliario. "De todos modos, es un progreso sobre el pasado", me dijo alguien.

La censura moral existe siempre, pero atenuada, y en los quioscos callejeros y en las librerías, se descubren a veces revistas y libros eróticos, en tanto que, al parecer, en los cabarets, bares, karaokes, se permiten ahora licencias inconcebibles en el pasado. "Pero, sin llegar a los extremos de Tailandia, claro está". A mi editor y a mis traductores les pregunté si mis libros habían sido censurados. Enfáticamente, me aseguraron que no.

¿Hubiera sido posible el prodigioso desarrollo chino en libertad? Eugenio Bregolat lo pone en duda y piensa que los jóvenes mártires de Tiananmen actuaron con precipitación. Yo quiero creer que sí era posible. ¿Por qué en China no hubiera sido posible lo que lo fue en Estados Unidos, en Inglaterra, en Francia, en España y lo está siendo ahora en India, Chile, Brasil y tantas otras sociedades democráticas?

© Mario Vargas Llosa, 2011.

martes, 14 de junio de 2011

La peste periodística

El escritor peruano Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura en 2010, que se encuentra esta semana en China, confesó en un encuentro con escritores y lectores de ese país que si hay algo que el galardón ha cambiado en su vida es que ahora se siente "víctima de la peste periodística".

"Cuando uno gana el Premio Nobel de Literatura cree que va a recibir muchos halagos, y efectivamente recibe muchos halagos, pero se vuelve víctima también de una especie de jauría periodística, que lo persigue sin darle tregua, que no le deja escribir en paz, que no le permite trabajar en paz, aislándose con disciplina", aseguró.

"Siempre está uno rodeado de periodistas que le preguntan cosas inconvenientes, sobre las que uno no quiere hablar, y eso puede convertirse realmente en un gran estorbo", afirmó, y confesó que "a ratos dan ganas de huir, escapar a una isla desierta, donde no haya periodistas".

El intelectual peruano, que se expresó de esta manera tras ser preguntado por una lectora china, matizó que lo dice "no solamente desde afuera, sino también desde adentro, porque soy periodista y he sido periodista toda mi vida, pero el Premio Nobel puede convertir a un escritor en una víctima de los periodistas".

"Ese es el cambio fundamental que he tenido en mi vida desde que gané el Premio Nobel", concluyó.

Sobre el galardón comentó también que "el Premio Nobel, como todos los premios, ha acertado a veces y ha dado el premio a quien merecía tenerlo", aunque no siempre ha sido así.

En su opinión, nadie puede discutir que Thomas Mann, William Faulkner o Hemingway merecían el galardón, pero estimó que "muchas veces el jurado se equivocó".

"¿Usted sabe quién fue el primer Premio Nobel de la historia literaria? Fue un escritor francés que estoy seguro de que ninguno de ustedes ha leído ni va a leer, ni merece ser leído tampoco: un señor que se llamaba Sully Prudhomme, que es un escritor de tercer orden", aseguró.

"¿Y usted sabe con quién compitió Sully Prudhomme? ¡con Tolstoi!", exclamó.

"Hay muchos escritores que merecían el Premio Nobel y no lo han recibido, en lengua española sobre todo Borges", reivindicó.

Su caso, dijo, es para Vargas Llosa "el más triste", hasta el punto de que le daba "un poco de vergüenza recibir un premio que no había recibido Jorge Luis Borges, probablemente -subrayó- el más grande escritor de nuestra lengua en nuestra época".

Con todo, dijo que eso es algo "comprensible", ya que "los jurados son seres humanos, a veces aciertan y a veces se equivocan".

"Espero que conmigo no se hayan equivocado", concluyó, "eso ya lo dirá el tiempo, ya se sabrá dentro de 100 años si estuvieron acertados o si estuvieron equivocados".

El autor, que asistió a una lectura en chino de fragmentos de "Travesuras de la niña mala" y "La casa verde" en la Escuela de Arte Dramático de Shanghái, y leyó después él mismo el comienzo de "Conversación en La Catedral", respondió también en la escuela a las inquietudes de dos escritores locales, Ye Zhaoyan y Sun Gaulu.

Vargas Llosa, que esta mañana fue nombrado "profesor de honor" de la Universidad de Estudios Internacionales de Shanghái, la principal universidad de lenguas extranjeras de la metrópoli financiera china, continuará sus actividades en Pekín el próximo viernes, cuando recibirá el título de Investigador de Honor del Instituto de Literatura Extranjera de la Academia de Ciencias Sociales de China.

El sábado inaugurará los actos del Día del Español en la sede del Instituto Cervantes de la capital China, y la semana que viene se trasladará a Japón, donde también apoyará la labor de difusión del español del Cervantes y dará varias conferencias sobre literatura en Tokio, y participará en un foro sobre el español en Kioto.

Agencia EFE

sábado, 11 de junio de 2011

La Casa Verde: BIENVENIDO A LA EDAD MEDIA

En la imaginación de Mario Vargas Llosa (nacido en Arequipa, Perú, 1936) –y quizá también en la realidad–, la Casa Verde era un prostíbulo de Piura, norte peruano, Andes desérticos como sólo pueden serlo los Andes del norte de Chile y de Perú.

Cuando comenzó a construirse, las iras del cura párroco, que amenazaba desde el púlpito con Sodomas y Gomorras, pestes egipcias y otras apocalípticas maldiciones bíblicas, agitaban a las señoras y consternaban a los pocos señores que todavía se animaban a concurrir a las misas domingueras.

La Casa Verde, ajena a todos los cielos, prosperaba a ojos vista, ganándoles la batalla al cura y a las tormentas de arena. Fue hasta que la muda del pueblo murió allí, no se sabe si prostituida o enamorada del dueño.

De la pluma de los grandes escritores –y parece que algo similar ocurre con pintores, escultores o músicos– suelen surgir arquetipos, figuras o sucesos típicos que reaparecen y se repiten en la historia.

Aquiles, el que prefiere la vida breve pero heroica; Ulises, el viajero que resiste tentaciones y desvíos en su regreso al hogar; El Quijote, último caballero andante; Hamlet, hijo torturado, heredero de Edipo.

En su segunda novela –como Homero, Cervantes y Shakespeare–, Vargas Llosa nos regala un símbolo de la venganza medieval, cuando describe el incendio de la Casa Verde a manos de furiosas amas de casa soliviantadas por el cura. "La palabra del padre García se elevó, tronó sobre el mar y, entre las olas y los tumbos, tentáculos innumerables se alargaban, atrapaban a las habitantes, las derribaban y en el suelo las golpeaban. Y luego, el padre García y las mujeres inundaron la Casa Verde, la colmaron en unos segundos y, desde el interior, provenía un estruendo de destrucción: estallaban vasos, botellas, se quebraban mesas, se rasgaban sábanas, cortinas. Desde el primer piso, el segundo y el torreón, comenzó un minucioso diluvio doméstico. Por el aire calcinado volaban macetas, bacinicas, lavadores, desportillados y bateas, platos, colchones despanzurrados, cosméticos y una salva de vítores saludaba cada proyectil que describía una parábola y se clavaba en el arenal (...) la Casa Verde ardía".

Dantesco, para salvar la omisión de otro paradigma de la cultura occidental, La divina comedia , de Dante Alighieri.

Dantesco es, en cierto modo, también el mundo en que vivimos, en el que casamos a un príncipe, canonizamos a un papa, matamos a un moro y quemamos en la hoguera a un hereje lascivo.

Bienvenido, pues, a la Edad Media.

sábado, 4 de junio de 2011

'Napoleón', artista




La exposición tiene lugar en un prestigioso centro cultural y librería de Barcelona llamado Mutt, se titula Abstracción en el establo y consta de nueve cuadros no figurativos de gran formato. El artista, Napoleón, exhibe por primera vez para el gran público.

Tiene apenas cuatro años y es, según Jacinto Antón, corresponsal de EL PAÍS en la ciudad condal, "un frisón holandés de pura raza y color negro", de apuesta estampa y mirada simpática a juzgar por la fotografía. Pinta sus lienzos cogiendo -mejor debería decir mordiendo- el pincel con los dientes y desde sus primeros pinitos en el campo del arte mostró un decidido rechazo por toda forma de realismo y una resuelta deriva hacia la abstracción. Su descubridor, socio, empresario, colega y ayudante, el pintor y animador cultural Sergio Caballero dice que, al descubrir los primeros trabajos de Napoleón, en alguna caballeriza me imagino, advirtió que el joven aprendiz "hacía expresionismo abstracto tipo De Kooning" y decidió alentar su vocación y promoverlo.

Formaron una sociedad y, en efecto, los nueve cuadros llevan la siguiente firma indisoluble: "Napoleón & Caballero". Trabajan de este modo. Sergio prepara los bastidores y los lienzos y los fondos de los cuadros que, en estos nueve que se exhiben, son fotografías suyas de la ciudad portuguesa de Oporto entreveradas con los retratos de unos monitos titís vestidos como niños y tomados por un artista callejero de San Petersburgo. Este panorama, imagino yo, estimula la inspiración de Napoleón, que procede entonces a imponer sobre aquellas imágenes su alegre floración multicolor de abigarradas formas lanceoladas, piramidales, movedizas o estáticas, agresivas o lánguidas, probablemente dando de tanto en tanto un relincho para que Sergio le cambie el pincel y los colores, o para expresar su contento o frustración con la tarea en marcha.

De los nueve cuadros, cuando Jacinto Antón visitó la muestra, ya se habían vendido dos, a 3.600 euros uno de ellos y el otro a 6.000. No es mucho, pero teniendo en cuenta que el expositor es todavía un absoluto desconocido, no está tan mal. Caballero le aseguró que esta ganancia se reparte equitativamente entre él y Napoleón, aunque, lógicamente, este último, en vez de recibir lo que le corresponde en billetes contantes y sonantes, lo recibe en alfalfa y otros condimentos afines a su naturaleza equina.

Sergio Caballero explicó al periodista que Napoleón no es el primer pintor animal. Hace algunos años hubo un antecedente interesante, con dos elefantes, entrenados por los célebres rusos Komar y Melamid, que hicieron su primera y única presentación como artistas en una memorable ceremonia pública en la que se subastó nada menos que el alma de Andy Warhol (¿y de quién iba a ser si no?). Pero, por lo visto, los dos proboscidios eran unas veletas y no continuaron en el camino del arte plástico. Napoleón, sin duda, persistirá.

Ante el estreno de este artista equino en el mundo del arte se puede proceder como lo hace el autor de la nota de la que tomo esta información: con gentil ironía y simpática condescendencia por un hecho curioso, divertido y totalmente efímero. Pero, a mi juicio, sería preferible tomar muy en serio lo ocurrido en la galería Mutt, y no descartar que la llegada de Napoleón al ámbito artístico sea el anuncio de una verdadera invasión de artistas-animales a las galerías del mundo occidental donde competirán, acaso con éxito, con los artistas-humanos. ¿No han dado acaso, estos últimos, en las dos o tres décadas pasadas, todos los pasos necesarios para hacer sitio en las paredes de las galerías donde exhiben sus obras, a las que podrían engendrar los grandes simios, las jirafas, las cacatúas y demás especies del reino animal?

Por otra parte, ¿no es acaso un hecho comprobado que los grandes teóricos y filósofos de la cultura y del arte de nuestros días han hecho todo lo necesario para que acabemos de una vez por todas con la arrogante y estúpida jactancia según la cual el bípedo humano debe usurpar el exclusivo monopolio de la creación en los dominios del arte? No tengo la menor duda de que si me pongo a correr un manifiesto a favor del derecho de Napoleón de participar en concursos plásticos de prestigio internacional o de exhibir en los grandes museos, obtendría miles de firmas. Y no sólo de militantes animalistas sino de buen número de intelectuales y artistas -progresistas y reaccionarios-, aterrados de ser acusados de racismo antropocéntrico.

El arte de nuestro tiempo se ha ido liberando de todas las limitaciones y prejuicios que impedían el ejercicio de aquella irrestricta libertad que el artista necesita para poner en acción su potencia creativa. Ya no hay nada que lo frene u oriente a la hora de coger los pinceles, el cincel o la espátula, empezando, por supuesto, por esa confusa y anacrónica persecución de la belleza que martirizaba a los antiguos. Eso queda para los tradicionalistas ciegos y sordos a la formidable realidad que ha sacado a luz la cultura de nuestro tiempo: que lo feo y lo bello son categorías obsoletas, de entraña religiosa, o, más bien, supersticiosa, de las que conviene sacudirse a tiempo si se quiere ser libre y original. No saber ya qué cosa es bella y cuál fea introduce cierta confusión en la vida de algunas gentes, es verdad, pero eso es momentáneo y la confusión cesa cuando se opta por la estética contenida en el viejo dicho "sobre gustos y colores no han escrito los autores". Lo que quiere decir que para que una cosa sea fea o bella basta que tú lo decidas, o, si te sientes incapaz de tomar semejante decisión, les creas a los que sí las toman. Créele a don Sergio Caballero que los cuadros de Napoleón están en la línea de los que pintó el profuso De Kooning y el problema está resuelto.

El arte de nuestros días ha demostrado que todo puede ser bello o feo, e incluso ambas cosas a la vez, y que eso no importa un comino en el dominio del arte, a condición de que este sea divertido, sorprendente, y, aunque sea por un momento, libere a los mortales del aburrimiento letal en que se ha convertido la vida. ¿Que por este camino se corre el riesgo de que los museos y las galerías se vayan confundiendo con los circos? ¡Y a quién le importa! Siempre y cuando el circo sea entretenido, todo vale. En este contexto, ¿por qué los cuadros que fabrica un cuadrúpedo frisón serían menos dignos de figurar en la colección de un exquisito que los de Damien Hirst? ¿Qué los diferencia? Salvo el precio astronómico de las obras de este último, nada. Los de ambos son feos o bonitos o anodinos, según tú mismo lo decidas. El mercado ha resuelto por el momento que los del inglés bípedo valen más, pero eso puede cambiar de la mañana a la noche si un crítico de prestigio, un buen publicista y un millonario audaz se apandillan para apostar por el cuadrúpedo. (El artículo que le ha dedicado EL PAÍS ya es un comienzo notable para un artista que empieza).

Haber conseguido que desaparezca la diferencia entre precio y valor, y que las obras de arte sean juzgadas únicamente por lo primero, que automáticamente les confiere lo segundo, una de las más terribles hazañas del posmodernismo contemporáneo, hace posible que Napoleón no sólo pinte, sino que asimismo exhiba sus pinturas y haya coleccionistas que las adquieran y las cuelguen en su casa, y puedan especular con ellas y embolsillarse buenas ganancias.

No es imposible alegar que, dado el hecho de que ya no es posible decidir en términos puramente estéticos la superioridad o inferioridad de una obra respecto a otras pues ahora esa clasificación la decide el mercado, en cierto modo las pinturas que produce entre bufidos y caracoleos el joven Napoleón, nacen de una actitud mucho más inocente, pura e ingenua que las que resultan de la intencionalidad consciente que suele caracterizar las que alumbran los talleres de los humanos. ¿Sabe Napoleón lo que hace cuando Sergio Caballero le abre el hocico y le coloca un pincel entre los dientes? No lo sabe, solo obedece a un oscuro instinto, algo que de manera evidente lo acerca a ese arte espontáneo, inconsciente, que, por ejemplo, los surrealistas celebraban en las pinturas de los alienados. Ya que no es posible saber si lo que pinta es bueno o malo, atractivo o repelente, nadie podrá negar que sus cuadros al menos son más puros y desinteresados que los de la inmensa mayoría de sus colegas, que sueñan con hacerse ricos y famosos. ¡Bienvenido, pues, Napoleón, al panteón del arte del tercer milenio!

© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2011. © Mario Vargas Llosa, 2011.

domingo, 22 de mayo de 2011

Montaigne en la trifulca

Por Mario Vargas Llosa

Nada mejor que volver al ejemplo de Monsieur de Montaigne en tiempos de elecciones, que suelen ser tensos y a veces beligerantes, irracionales y violentos, y nada mejor que hacerlo de la mano de Jorge Edwards que, en su último libro, “La muerte de Montaigne”, traza una delicada y seductora imagen del célebre autor de los “Ensayos”. No se trata de una novela, ni de un ensayo, sino de una crónica que se vale también de aquellos géneros, e incluso de la historia, para recrear, con comentarios personales y, a ratos, pinceladas de fantasía, la vida, la obra, y, sobre todo, la sabia serenidad con que supo encarar la vida y los desórdenes de la política el Señor de la Montaña.

El gran clásico francés, modelo y maestro de Azorín, que lo leyó y releyó toda su vida y de quien aprendió tal vez esa calmosa y casi quieta manera de escribir que fue la suya, es la columna vertebral del libro de Edwards, el tronco alrededor del cual se despliega ese frondoso ramaje, los datos sobre su familia, su tiempo, sus peligrosos viajes a caballo por media Europa, las guerras de religión que desangraban a Francia, los reyes asesinados a puñaladas, las intrigas políticas. De pronto, en medio de toda esa rica materia, surge la ficción, en pequeñas escenas y episodios que añaden una orla imaginaria y risueña a la intensa recreación histórica. Los comentarios del autor son personales, astutos, inteligentes, y atestiguan una recóndita identificación con la psicología de Montaigne, el maestro que, con perfecto control de sí mismo y sin dejarse nunca arrebatar por los tumultos y riesgos que lo cercan, escudriña su entorno y lo comenta, a la vez que relee a sus amados clásicos helenos y latinos, con citas de los cuales ha pintarrajeado todas las vigas de la torre bordelesa donde se ha confinado a escribir y meditar.

Los largos intervalos sobre las conspiraciones, matanzas, odios y enredos en la corte ganan a veces el protagonismo y la figura de Montaigne se desvanece en ese fresco animado de las peripecias militares, sociales y políticas, pero luego reaparece y sus lúcidas y penetrantes reflexiones arrojan una luz que vuelve racional e inteligible lo que parecía caos, barbarie, incomprensible trifulca de gentes ávidas de poder. La fuente histórica principal de Jorge Edwards es Michelet, prosista eximio, pero relator parcial y a veces inexacto de las peripecias e intervenciones de Montaigne en la vida política (fue alcalde de Burdeos y amigo y consejero de Enrique III de Navarra antes de que llegara al trono francés).

El libro se lee con el mismo placer que ha sido escrito y el lector queda, al final, tan prendado del Señor de la Montaña como el propio Jorge Edwards o como lo estuvo Azorín. Edwards es un magnífico cronista, acaso el último cultor de un género casi extinguido y este libro me parece uno de los mejores que ha escrito, en todo caso en el que se ha acercado más y mejor al tema complejo de la vocación literaria, de la manera como la literatura nace de la vida vivida y vuelve a ella a través de quien, inspirado en sus propias experiencias, fantasea, inventa otra vida imaginaria y mediante lo que escribe impregna y sutilmente altera la vida verdadera, a veces para mejor, pero también algunas veces para peor.

En las páginas finales de “La muerte de Montaigne” hay unas reflexiones del autor sobre la muerte y el cementerio del balneario chileno de Zapallar (donde está enterrado José Donoso) que ponen una nota melancólica y triste en un libro que es un canto de amor a quien encarnó mejor que nadie la vida tranquila, la serenidad, la domesticación de los instintos y la pasión por la razón y las buenas lecturas.

¿Cómo pudo Montaigne sobrevivir al salvajismo de la vida política, del fanatismo religioso, del mundillo de intrigas de codiciosos, envidiosos y desalmados con quienes tuvo que codearse en los años de su quehacer cívico y en las relaciones con los poderosos de su tiempo a quienes frecuentó, a la vez que los observaba como un entomólogo para autopsiarlos en sus ensayos? Gracias a su extraordinaria prudencia, a su implacable serenidad. Nunca se dejó llevar por las emociones, es posible incluso que hasta refrenara su amor por la joven Marie de Gournay, que sería su devota editora, luego de hacer un ponderado balance de las conveniencias e inconveniencias de contraer una pasión senil (en su época la cincuentena era ya la vejez), siempre por la inteligencia y la razón. Confieso que, a mí, tanta serenidad en una persona me impacienta y me aburre un poco, pero no hay duda de que, en un campo específico, el de la política, si prevaleciera la juiciosa actitud de Montaigne, habría menos estragos en la sociedad y la vida de las naciones hubiera sido más civilizada de lo que fue y es todavía.

De la campaña por las elecciones municipales y autonómicas de España, que tiene lugar mientras escribo este artículo, hasta ayer el Señor de la Montaña hubiera dicho, sin duda, que era un ejemplo de buena conducta ciudadana, pues, aunque las encuestas pronostican un resultado catastrófico para los socialistas, el partido de gobierno, todo transcurría con total normalidad, como un educado cotejo de propuestas entre los diversos candidatos y tranquilos mítines con bocadillos, gaseosas y lánguidos discursos. Pero, ayer, de pronto, sin que nadie lo previera, las ciudades de media España se llenaron de millares de ruidosos manifestantes, sobre todo jóvenes desempleados, convocados a través de las redes por fantasmas, bajo el eslogan “Democracia ya”, pidiendo a los ciudadanos que se abstuvieran de votar, para sancionar de este modo a una clase política a la que acusan de insensibilidad, y también a los banqueros. Aunque todo el mundo se declara solidario de los cinco millones de parados que ha dejado la crisis en España, nadie entiende bien qué es lo que representa este movimiento, si es una tardía secuela de lo que fue el mayo del 68 en Francia, ni menos qué consecuencias tendrá en las elecciones del día 22.

¿Qué hubiera dicho Montaigne al respecto? Sin duda que habría de inquietarse, pues, aunque sea comprensible la frustración y la ira de quienes se han quedado sin trabajo o han visto desbarrancarse su seguridad y sus niveles de vida por culpa de las malas políticas, abstenerse de votar, es decir, dar la espalda a la esencia misma de la democracia, no va a resolver para nada este problema, sino más bien agravarlo, dando aliento a quienes quisieran acabar con el sistema que, por defectuoso que sea, sigue siendo el que mejor ha sabido contener la violencia social, el que ha combatido con más éxito la pobreza, el único que garantiza la pacífica alternancia en el poder, y el que ha dado los más altos niveles de vida a las sociedades desarrolladas de nuestro tiempo. Y concluiría tal vez con esta sentencia: no se apaga un incendio echando baldazos de kerosene al fuego.

¿Y qué diría el autor de los “Ensayos” sobre la segunda vuelta de las elecciones peruanas entre Keiko Fujimori y Ollanta Humala? Probablemente que, bajo la apariencia de una pacífica contienda presidencial, ha vuelto a asomar en el Perú la barbarie tercermundista. Porque la razón parece haberse eclipsado casi por completo de esa campaña, expulsada por la pasión, el miedo, el odio, la mentira y el sectarismo más cerril. La “guerra sucia” y formas todavía larvadas de fascismo han reemplazado el debate de ideas, propuestas y programas. Y como la inmensa mayoría de los dueños de los medios de comunicación quieren que sea la señora Fujimori, hija del dictador que ahora cumple 25 años de condena por asesino y por ladrón, la que gane las elecciones, la campaña consiste en un verdadero soliloquio de ataques despiadados a través de todos los órganos de expresión contra Ollanta Humala, a quien se sigue acusando de querer implantar en el Perú un modelo semejante al del dictadorzuelo venezolano Hugo Chávez, pese a sus desmentidos y a su nuevo programa de gobierno, en el que han quedado categóricamente excluidas la reelección presidencial, la estatización de empresas, la intervención en los medios de prensa y garantizadas la libertad de expresión y la economía de mercado.

¿Resistirá una mayoría de electores este frenético lavado de cerebro a que está sometido el pueblo peruano por quienes quieren resucitar la ominosa dictadura de Fujimori y Montesinos para defender así su peculiar idea de la democracia? Si semejante cosa ocurriera, se podría decir que, pese a todas las apariencias en contrario, la lección de sabiduría y racionalidad de Montaigne ha arraigado inesperadamente, allende los mares, en el Perú de “metal y de melancolía” que cantó García Lorca.

Madrid, 20 de mayo 2011

miércoles, 4 de mayo de 2011

Espero con impaciencia a que venga el nuevo Premio Nobel de Literatura a relevarme de todas las obligaciones...

"Espero con impaciencia a que venga el nuevo Premio Nobel de Literatura a relevarme de todas las obligaciones que acompañan al premio, sobre todo las mediáticas, que nunca creí que fueran tan exigentes y destructoras de la rutina del escritor"

Han tenido que pasar 40 años para que el Doctor Mario Vargas Llosa firmara su tesis doctoral, "Gabriel García Márquez: lengua y estructura de su obra narrativa", calificada con un sobresaliente cum laude, con fecha 25 de junio de 1971. Convertido en Premio Nobel de Literatura, el escritor ha vuelto a los pasillos de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) que recorrió de veinteañero para cubrir este trámite y reencontrarse simbólicamente con el que fuera su gran amigo hasta hace 30 años y a los que la política enemistó.

En esta visita "nostálgica y muy bonita", como la ha calificado el doctor Vargas Llosa, la Facultad madrileña le ha entregado una "maravillosa" encuadernación de su tesis aprovechando la celebración de la I Semana Complutense de las Letras, centrada en la figura de tan ilustre exalumno.

En una maratoniana visita, siempre acompañado de su esposa y rodeado de autoridades académicas, periodistas y alumnos curiosos, el autor de Conversación en la Catedral (1969) ha inaugurado también una exposición dedicada a su obra -"Entre los libros de Vargas Llosa"- en la biblioteca del centro, en la que seguro que el hispano-peruano dedicó algún tiempo a preparar su tesis o a hincar los codos para obtener años antes, entre 1958 y 1959, el brillante expediente académico que Filología también exhibe.

"Literatura española (s.XVII al XX) -- Sobresaliente; Comentario estilístico de textos españoles -- Sobresaliente; El Buscón en la novela picaresca -- Sobresaliente; El archivo de Rubén Darío y la Literatura Hispanoamericana -- Sobresaliente", puede leerse en sus calificaciones, que Vargas Llosa ha repasado con una sonrisa de alivio.

"Yo tenía un poco de temor cuando me dijeron que iban a exponer mis notas porque me preguntaba con qué me iba a encontrar, pero estoy muy orgulloso de mí mismo. Veo que tenía varios sobresalientes, lo que quiere que vine y estudié de verdad", confesaba el Premio Nobel a la prensa.

Años de juventud en Madrid

El escritor llegó a Madrid con apenas 22 años, becado por la Universidad Complutense, cuando apenas había publicado unos cuantos cuentos y aún temía que "los trabajos alimenticios me comerían gran parte de la vida y sólo podría dedicar un resquicio pequeñito a la literatura".

Entonces vivía -ha recordado- en una pensión en la calle Doctor Castelo, cerca del Parque del Retiro, y se desplazaba en tranvía hasta Moncloa y luego allí cogía otro de la Universidad que lo llevaba hasta el campus. Tenía clases por la mañana y las tardes libres y, pese a su brillante expediente académico, tenía tiempo de escaparse a la cafetería siempre a las 11.00 de la mañana para comerse un bocadillo de tortilla de patatas que costaba una peseta, "aunque tengo la impresión de que la vida está un poquito más cara que entonces".

Vargas Llosa, que recuerda estos años como "una experiencia muy bonita", disfrutaba con las clases del poeta, crítico literario y Premio Príncipe de Asturias de las Letras, Carlos Bousoño, al que sigue llamando "maestro". "Dictaba un curso sobre la teoría y la expresión poética y, a la vez, iba revisando y añadiendo cosas a la primera edición de su libro. Su curso tenía un gran éxito porque era un gran expositor y había que venir temprano para alcanzar asiento porque sino uno se quedaba de pie el resto de la clase", cuenta el Premio Nobel.

También asistía a las interesantes clases de Antonio Oliver, el poeta y crítico literario que justo en esa época rescató y catalogó el archivo de Rubén Darío, que guardaba su última mujer, Francisca Sánchez del Pozo, en un pueblecito de la Sierra de Gredos. "El curso era sumamente interesante porque utilizaba todos los documentos recién descubiertos que la viejecita, a la que pude conocer ese año, había guardado devotamente", explica.

Uno de los primeros trabajos sobre la obra de Gabo

Años después, entre 1970 y 1971, Mario Vargas Llosa dedicaría "mucho trabajo y con mucho gusto" a la tesis doctoral sobre la obra de Gabriel García Márquez, que abarca desde sus primeros textos, cuentos y novelas hasta Cien años de soledad. "Me imagino que debió ser uno de los primeros trabajos sobre la obra de de García Márquez, que solo entonces empezaba a ser muy conocida en Europa y en toda América Latina", señala el doctor en Filología.

También tiene palabras de admiración hacia el que fuera director de su tesis, el filólogo, lexicógrafo y escritor Alonso Zamora Vicente, "un gran maestro y gran amigo que tenía un amor apasionado por la literatura, como crítico y como creador, y que era un maestro en toda la extensión de la palabra porque su magisterio era permanente". "Era un hombre extraordinariamente cordial y con verdadera pasión por la enseñanza y me ayudó mucho con mi tesis", asegura el también Premio Príncipe de Asturias de las Letras, que también se confiesa alegre por la desaparición "de uno de los más grandes criminales de nuestra época", Osama Bin Laden.

A Mario Vargas Llosas le brillan los ojos al recordar esta feliz época de juventud en un Madrid que reconoce como "parte central" de su vida y en el que empezó a soñar con convertirse en el gran escritor que es hoy, pese a que las obligaciones del Nobel aún le impidan retomar su rutinaria vida de escritor. "Espero con impaciencia a que venga el nuevo Premio Nobel de Literatura a relevarme de todas las obligaciones que acompañan al premio, sobre todo las mediáticas, que nunca creí que fueran tan exigentes y destructoras de la rutina del escritor".

Palabra de Nobel. Palabra de Doctor.

Fuente: www.rtve.es


martes, 12 de abril de 2011

"Por Fujimori no votaría jamás"


Santiago de Chile.— El Premio Nobel de Literatura peruano, Mario Vargas Llosa, aseguró este martes en Santiago que en determinadas circunstancias votaría por el nacionalista Ollanta Humala en la segunda vuelta presidencial peruana pero que en cambio jamás lo haría por Keiko Fujimori.

"Por Humala quiero ver lo que va a pasar; cuáles son realmente las condiciones en las que él va establecer alianzas. Vamos a ver. El tiempo lo dirá y cuando llegue el caso pues explicaré las razones por las que tomaría esta decisión", aseguró Vargas Llosa en una entrevista con la Televisión Nacional de Chile (TVN).

En cambio, Vargas Llosa, quien fue derrotado por Alberto Fujimori en las elecciones presidenciales de 1990 en Perú, aseguró que "jamás" votaría por su hija, Keiko Fujimori.

Al escoger a Keiko Fujimori, hija de su más férreo adversario político, el ex presidente Alberto Fujimori (1990-2000), "los peruanos reivindican una de las dictaduras más atroces que hemos tenido, cuyos responsables están además en las cárceles, cumpliendo condenas de 25 años, empezando por Fujimori por los crímenes horrendo que cometieron y los robos espantosos", dijo el escritor.

"Yo por eso no votaría jamás", agregó.

Vargas Llosa arribó el lunes a Chile para recibir este martes el grado de 'Doctor Honoris Causa' de la privada Universidad Andrés Bello.

El candidato de izquierda Ollanta Humala ganó la primera vuelta electoral el domingo en el Perú y se enfrentará el 5 de junio a la congresista de derecha Keiko Fujimori, que se consolida en el segundo lugar.

Copyright © 2011 AFP. Todos los derechos reservados.

domingo, 10 de abril de 2011

Luis Loayza

En la imagen: Luis Loayza con Abelardo Oquendo, a quienes Vargas Llosa dedica su novela Conversación en La Catedral.

Es un placer leer los ensayos de Luis Loayza y, a la vez, es imposible no sentir, mientras uno goza con ellos, esa melancólica tristeza que nos inspiran las buenas cosas que se acaban, que el tiempo va dejando atrás. Porque el ensayo literario que Loayza ha practicado toda su vida fue el que escritores como Edmund Wilson y Cyril Connolly en el mundo anglosajón, o Paul Valéry, Jean Pauhlan y Maurice Blanchot en Francia, o Alfonso Reyes, Octavio Paz y Ortega y Gasset en español utilizaron para expresar sus simpatías y diferencias a la vez que, al hacerlo, escribían textos de gran belleza literaria.

En nuestro tiempo, la crítica se ha apartado de esa buena tradición y escindido en dos direcciones que están, ambas, a años luz de la que encarnan los ensayos de Luis Loayza. Hay una crítica universitaria, erudita, generalmente enfardelada en una jerga técnica que la pone fuera del alcance de los no especialistas y, a menudo, vanidosa y abstrusa, que disimula detrás de sus enredadas teorizaciones lingüísticas, antropológicas o psicoanalíticas su nadería. Y hay otra, periodística, superficial, hecha de reseñas y comentarios breves y ligeros, que dan cuenta de las nuevas publicaciones y que no disponen ni del espacio ni del ánimo para profundizar algo en los libros que comentan o fundamentar con argumentos sus valorizaciones.

El ensayo al que yo me refiero es a la vez profundo y asequible al lector profano, libre y creativo, que utiliza las obras literarias ajenas como una materia prima para ejercitar la imaginación crítica y que, a la vez que enriquece la comprensión de las obras que lo inspiran, es en sí mismo excelente literatura. Para lograr ambas cosas hace falta amar de veras los libros, ser un lector pertinaz, estar dotado de lucidez y sutileza de juicio, y escribir con inteligencia y claridad.

Luis Loayza tiene todo ello en abundancia. Hasta ahora ha sido un autor poco menos que secreto, en torno al cual ha ido surgiendo una especie de culto entre los jóvenes escritores peruanos, que hacían milagros para leerlo, porque tanto sus relatos como sus ensayos habían aparecido en ediciones de escasa difusión, algo clandestinas, por el absoluto desinterés que él tuvo siempre por la difusión de su obra, algo a lo que parece haberse más bien resignado debido a la presión de sus amigos. Loayza es uno de esos extrañísimos escritores que escribe por escribir, no para publicar.

Había la idea de que, además de secreto, era autor de una obra muy breve. Pero, ahora que la Universidad Ricardo Palma de Lima ha tenido la magnífica idea de publicar dos volúmenes con sus ensayos y relatos, se advierte que esta obra no es tan escasa, que en sus casi setenta y siete años de vida Luis Loayza ha escrito una considerable cantidad de textos, que, además, tienen la virtud de ser de pareja calidad, de notable coherencia intelectual y de una gran elegancia literaria.

Yo hablo ahora de sus ensayos porque acabo de releerlos, y no de sus relatos, pues me guardo ese placer para más adelante, pero sé que también en estos últimos aparece esa prosa tan persuasiva, limpia y clara, impregnada de ideas, de buen gusto, juiciosa y delicada, que enaltece al autor tanto como al que la lee. Loayza es uno de los grandes prosistas de nuestra lengua y estoy seguro de que tarde o temprano será reconocido como tal.

Ya lo era cuando yo lo conocí, en la Lima de los años cincuenta. Aunque ahora nos veamos muy poco, no creo que haya cambiado mucho. Lector voraz, desdeñoso de la feria y la pompa literaria, ha escrito solo por placer, sin importarle si será leído, pero, acaso por eso mismo, todo lo que ha escrito exhala un vaho de verdad y de autenticidad que engancha al lector desde las primeras frases y lo seduce y tiene magnetizado hasta el final. Sus ensayos cubren un vasto abanico de temas y de autores y delatan un espíritu curioso, cosmopolita, políglota, en el que, pese a haber vivido tantos años en el extranjero – París, New York, Ginebra– ese Perú donde hace cerca de veinte años no pone los pies, está siempre presente, como una enfermedad entrañable.

Hable del “Ulises” de Joyce, de la biografía de Borges que escribió Rodríguez Monegal, o de la breve aparición de dos personajes peruanos en “Rojo y negro” de Stendhal y “En busca del tiempo perdido” de Proust, los ensayos de Loayza resultan siempre sorprendentes y originales, por la perspectiva en que los temas son abordados, o por la astuta observación que desentraña en esos textos aspectos y significados que nadie había percibido antes que él. Es el caso de la serie de estudios que consagró al Novecientos, en los que ese período de la cultura y la historia peruana resucita con un semblante totalmente inédito.

Loayza nunca hace trampas. No hay, en este volumen de casi quinientas páginas, una sola de esas frases pretenciosas en que los críticos inevitablemente caen alguna vez, para exhibir su vasta cultura, o esos oscurantismos mentirosos que disimulan su indigencia de ideas y su vanidad. Y hay, en cambio, en todos ellos, siempre, un esfuerzo de claridad y sencillez que el lector siente como una prueba de consideración y respeto hacia él, y de probidad intelectual. En los extensos análisis, como el prólogo que escribió para su traducción de las obras de De Quincey, o las dos o tres páginas deliciosas que dedica a “Simbad el Maligno”, los ensayos de Loayza son un canto de amor a la literatura. Todos ellos nos muestran, de manera contagiosa, que la literatura enriquece la vida, la hace más comprensiva y llevadera, que las obras logradas nos civilizan y humanizan, alejándonos del bruto que llevamos dentro, ese que fuimos antes de que los buenos libros, las buenas historias, la buena poesía y la buena prosa lo domesticaran y enjaularan.

Al mismo tiempo que leía los ensayos de Luis Loayza he estado hojeando los tres números de la revista “Literatura” que sacamos con él y con Abelardo Oquendo en la Lima de finales de los años cincuenta, cuando éramos tres letraheridos que aprovechábamos todos los minutos libres que nos dejaban los trabajos alimenticios para vernos y hablar y discutir con pasión y fanatismo de libros y autores. Por esa época, Loayza contrajo una curiosa alergia contra todo lo feo que se encontraba al paso en este mundo. Una desagradable exposición de pintura, una mala película, un poema vulgar, un bípedo antipático, y empezaba a ponerse muy pálido, se le hundían los ojos y le sobrevenían incómodas arcadas. Abelardo y yo nos burlábamos, creyendo que exageraba. Pero había una honda verdad en esa pose. Porque ese rechazo de la fealdad es un rasgo perenne de todo lo que ha escrito. No hay en esta colección de ensayos elaborados a lo largo de toda su vida nada que desentone, ofenda, desmoralice o disguste al lector. Y sí, siempre, una pulcritud y rigor en la palabra y en la idea que lo llenan de halago y gratitud.

Tenía algo de temor con esta reedición de “Literatura” que ha hecho la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, pues pensaba que los años podían haber destrozado aquella revista juvenil. Pero, no, no hay en sus páginas nada de qué avergonzarse. Protestamos contra la pena de muerte, rendimos homenaje a César Moro –casi desconocido entonces–, polemizamos contra el realismo socialista, publicamos bellos poemas de Raúl Deustua y de Sebastián Salazar Bondy, un hermoso cuento de Paul Bowles, traducido por Loayza, y nos solidarizamos con los barbudos que en la Sierra Maestra se habían alzado contra la dictadura de Batista. Todas sus páginas expresan la inconmensurable ilusión de ser escritores alguna vez. Muy decoroso, en verdad.

En estos días en que el Perú, para no perder la costumbre, parece a punto de cometer un nuevo suicidio político, ha sido grato escapar de la cruda realidad por unas cuantas horas al día y refugiarme, gracias a Luis Loayza, en la añoranza de la juventud, la amistad y la buena literatura.

Mario Vargas Llosa

Lima, abril del 2011



sábado, 26 de marzo de 2011

La Casa de Arequipa

La casa en que nací, en el número 101 del Boulevard Parra, en Arequipa, el 28 de marzo de 1936, no tiene ninguna distinción arquitectónica particular, salvo la vejez, que sobrelleva con dignidad y que le da ahora cierta apariencia respetable. Es una casa republicana, de principios del siglo XX.

Había oído en la familia que desde su lado Este se tenía una magnífica vista de los tres volcanes tutelares de mi ciudad natal, pero ahora ya no se ven los tres, solo dos, el Misti y el Chachani, que lucen esta mañana soberbios y enhiestos bajo el sol radiante. En los 75 años transcurridos desde que vine al mundo han surgido edificios y construcciones que ocultan casi enteramente al tercero, el Pichu Pichu. Otro mérito de esta casona es haber resistido los abundantes temblores y terremotos que han sacudido a Arequipa, tierra volcánica si las hay, desde entonces.

Consta de dos pisos y desde su terraza trasera se divisa una buena parte de la sosegada campiña arequipeña, con sus pequeños huertos y chacras. Su jardín delantero está completamente muerto, pero las lindas baldosas modernistas de la entrada brillan todavía. La familia Llosa alquilaba el segundo piso a los dueños, la familia Vinelli, que vivía en la planta de abajo. La primera vez que yo pude entrar y conocer por dentro la casa donde nací y pasé mi primer año de vida, fue a mediados de los años sesenta. Entonces vivía allí, solo, un señor Vinelli, afable viejecito que se acordaba de mi madre y mis abuelos, y que me enseñó el cuarto donde mi madre estuvo sufriendo lo indecible durante seis horas porque yo, por lo visto, con un emperramiento tenaz, me negaba a entrar en este mundo. La comadrona, una inglesa evangelista llamada Miss Pitzer, después de esta batalla tuvo todavía ánimos para ayudar a dar a luz a la madre de Carlos Meneses, que es ahora director del diario El Pueblo de Arequipa.

Como sólo viví un año aquí, no tengo recuerdo personal alguno de la casa del Boulevard Parra. Pero sí muchos heredados. Crecí en Cochabamba, Bolivia, oyendo a mi madre, mis tíos y abuelos contar anécdotas de Arequipa, una ciudad que añoraban y querían con fervor místico, de modo que cuando vine por primera vez a la Ciudad Blanca -así llamada por sus hermosas iglesias, conventos y casas coloniales construidas con piedra sillar que destella con la luminosidad de las mañanas-, yo tuve la sensación de conocerla al dedillo, porque sabía los nombres de sus barrios, de su río Chili, de sus volcanes y de esas barricadas de adoquines que levantaban los arequipeños cada vez que se alzaban en revolución (lo hacían con frecuencia).

Mis primeros recuerdos personales de Arequipa son de ese viaje, que tuvo lugar en 1940. Había un Congreso Eucarístico y mi mamá y mi abuela me trajeron consigo. Nos alojamos donde el tío Eduardo García, magistrado y solterón, que era reverenciado en la familia porque había estado en Roma y visto al Papa. Vivía solo, cuidado por su ama de llaves, la señora Inocencia, que puso bajo mis ojos, por primera vez, un chupe de camarones rojizo y candente, manjar supremo de la cocina arequipeña, que luego sería mi plato preferido. Pero esa primera vez, no. Me asustaron las retorcidas pinzas de esos crustáceos del río Majes y hasta parece que lloré. Del Congreso Eucarístico recuerdo que había mucha gente, rezos y cantos, y que un señor con corbata pajarita, en lo alto de una tribuna, discurseaba con ímpetu. Lo aplaudían y mi abuelita Carmen me instruyó: "Se llama Víctor Andrés Belaunde, es un gran hombre, y además nuestro pariente". Estoy seguro de que en ese viaje ni mi madre ni mi abuela me mostraron la casa en que nací.

Porque la casa del Boulevard Parra traía a mi madre recuerdos siniestros, que sólo muchos años después, cuando yo era un hombre lleno de canas y ella una viejecita, se animó a contarme. En esa casa se había casado, con un lindo vestido de novia, en un oratorio levantado bajo la escalera -lo atestigua la fotografía de los "Vargas Hermanos", inevitables en todos los casamientos de la Arequipa de entonces-, con mi padre, un año antes de mi nacimiento, y de allí habían partido ambos hacia Lima, donde la pareja viviría. Se habían conocido en el aeropuerto de Tacna poco antes, y mi madre se había enamorado como una loca de ese apuesto radio operador que volaba en los aviones de la Panagra. Mis abuelos habían intentado demorar esa boda. Les parecía precipitada y rogaron a mi madre esperar un tiempo, conocer mejor a ese joven. Pero no hubo manera, porque a Dorita, cuando algo se le metía en la cabeza nadie se lo sacaba de allí, ni siquiera cortándosela (rasgo que, creo, también le heredé).

El matrimonio fue un absoluto desastre, por los celos y el carácter violento de mi padre. Sin embargo, cuando mi madre quedó embarazada, el caballero pareció amansarse. Mi abuelita anunció que iría a Lima, a acompañar a su hija durante el parto. Mi padre propuso que más bien Dorita viajara a dar a luz a Arequipa, rodeada de su familia. Así se hizo. Desde el día en que se despidieron, el caballero no volvió a dar señales de vida, ni a responder las cartas y telegramas que mi madre le enviaba. Así fue como ella, mientras yo crecía en su vientre y pegaba las primeras pataditas, descubrió que había sido abandonada. "Fue un año atroz", me confesó, con la voz que le temblaba. "Por la vergüenza que sentía. Durante el primer año de tu nacimiento no salí casi nunca de la casa del Boulevard Parra. Me parecía que la gente me señalaría con el dedo". Había sido abandonada por un canalla y era ella la que se sentía avergonzada y culpable. Tiempos atroces, en efecto.

Todas las veces que he venido a Arequipa desde entonces y he pasado por el Boulevard Parra a echar un vistazo a la casa en que nací, he tratado de figurarme lo que debió ser la vida de esa muchacha veinteañera, con un hijo en brazos y sin marido (cuando mis abuelos, a través de un abogado amigo, hicieron saber a mi padre que había tenido un hijo, él se apresuró a entablar una demanda de divorcio), auto secuestrada en esta vivienda por temor al qué dirán. Los abuelos debieron también sufrir mucho con lo ocurrido y pensar que aquello era una deshonra para la familia. Por eso, nadie me quita de la cabeza que la familia Llosa abandonó el terruño a que estaba tan aferrada y partió a Bolivia para poner una vasta geografía de por medio con aquella tragedia de la pobre Dorita.

¿Lo consiguieron? ¿Fueron felices en Cochabamba? Yo creo que sí. Recuerdo mis años cochabambinos como un paraíso. En la gran casa de la calle Ladislao Cabrera, la vida de la tribu familiar parecía transcurrir con sosiego y alegría. Mi madre era joven y agraciada, pero nunca aceptó galanes, en apariencia porque, siendo tan católica, para ella no había más que un matrimonio, el de la iglesia. Sin embargo, la razón profunda era que, pese a todo, seguía amando con toda su alma al caballero que la maltrató. Que 10 años después de su tragedia volviera a juntarse con él, así lo demostraría.

Pero esta mañana soleada y hermosísima no está para pensar en cosas tristes y truculentas. El cielo es de un azul impresionista y hasta el desvencijado caserón del Boulevard Parra parece contagiado del regocijo general. El alcalde de Arequipa acaba de decir unas cosas muy bonitas sobre mis libros y si mi madre hubiera estado aquí habría soltado algunos lagrimones. El burgomaestre recordó, también, todo el tiempo que han pasado aquí los Llosa, desde que llegó a esta tierra el primero de la estirpe, a comienzos del siglo XVIII, don Juan de la Llosa y Llaguno, desde la remota Trucios, un enclave cántabro incrustado en Vasconia. Y por supuesto que mi madre se hubiera alegrado mucho de saber que esta casa que le traía tan malos recuerdos será, a partir de ahora, una institución cultural, donde los arequipeños vendrán a leer y a sumergirse en las fantasías literarias y a soñar con ellas y a vivirlas, como ella me enseñó a hacer para buscar la felicidad cuando todavía yo babeaba y mojaba las sábanas a la hora de dormir.

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