jueves, 17 de febrero de 2011

Érase una vez un niño...

Por: Adela Celorio

Voy con las riendas tensas
y refrenando el vuelo
porque no es lo que importa llegar solo ni pronto
sino llegar con todos y a tiempo.

León Felipe


Igual que le sucede a todos los niños que conquistan las letras, cuando Marito -como lo llamaba su madre- aprendió a leer, le cambió la vida. Hasta ese momento era un niño como cualquier otro, con el plus de que según él mismo ha confesado: “Escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo”. Eso le dijeron hasta que un mañana su madre lo sorprendió con la noticia de que su padre estaba vivo y que irían a vivir con él. “Yo tenía 11 años y desde ese momento todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad y el miedo”. Ese fue el momento en que el joven Vargas Llosa descubrió que por la lectura se podía escapar “de la pobre casa, del pobre país y de la pobre realidad en que vivía”.

Fue por ese tiempo cuando comenzó a sentir la necesidad de escribir para resistir la adversidad, para revelarse, para escapar de lo intolerable. “Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa”.

Cualquier lector sabe que leer y escribir son las destrezas que nos abren las puertas de todos los mundos posibles; por lo que hasta aquí tampoco hay nada que pudiera hacernos predecir en Mario Vargas Llosa a un futuro premio Nobel. Para mí que el señorón de las letras comenzó a gestarse cuando por oposición al padre que le recriminaba por dedicarse a “esas mariconadas” (como llamaba al hecho de que su hijo pretendiera ser escritor), se decidió por un oficio que a través de toda una vida de trabajo y una buena dosis de talento le conseguiría el máximo galardón que otorga la Academia Sueca.

En alguien que ha conseguido el Nobel escribiendo todo me resulta encantador, aunque debo reconocer que más que el espléndido escritor, lo que me enamora de Vargas Llosa es el hombre de familia que se presentó a la solemne entrega del galardón acompañado de sus tres hijos, nueras, nietos, y por supuesto de su Patricia de siempre. “Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico. Ella resuelve todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas, a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace maletas, y hasta cuando cree que me riñe me hace el mejor de los elogios: ‘Para lo único que tú sirves es para escribir’, me dice”.

Reconozco en Mario al hombre sabio que valora el consejo de la esposa. Si todos lo hicieran, en lugar de ser un polvorín el mundo estaría bailando un armonioso vals. Pero la vida real no perdona ni siquiera a nuestro galardonado escritor, quien aterrizó con toda su humanidad en las heladas calles de Estocolmo, donde según publicó el diario español El País: Se dio un culazo de aúpa. Pero eso fue lo de menos, lo peor fue que el hombre que escribió El hablador se quedó mudo la misma mañana en que tenía que pronunciar el discurso de aceptación del Nobel. Afiebrado y sin voz fue a dar al hospital donde con una inyección hicieron posible que esa misma tarde, aún con la garganta gruñona y el trasero rechinando, Mario deslumbrara a su audiencia con un discurso tan conmovedor, que hasta él mismo bajó del atril emocionado y llorando.

Fuente: www.elsiglodetorreon.com.mx