domingo, 26 de diciembre de 2010

El escritor que nunca quiso ser otra cosa

Hubo un instante de estupor en el rostro de Mario Vargas Llosa en medio del "loquerío" que ha sido su vida desde que el secretario perpetuo de la Academia Sueca, Peter Englund, le sacó de las ensoñaciones en que le tenía metido, en la madrugada de Nueva York, El reino de este mundo de Alejo Carpentier.
Ese fue el inicio de un torbellino que no ha cesado aún pero que esa mañana del martes 7 de diciembre, cuando tenía que decir su discurso de aceptación en la sede de la Academia, hizo crack en el ánimo y en la salud del autor de Los cachorros.

Había llegado a Estocolmo el 5 de diciembre, rodeado de familiares, parientes y amigos, "para festejar", una palabra muy de los Vargas Llosa. Al torbellino, como en Nueva York, le ponía orden Patricia, la prima "de nariz respingada" con la que está casado desde hace 45 años.

Y como Patricia, la que le dice "Mario, solo sirves para escribir", no podía estar en todo, él hizo muchas cosas que no tendría que hacer un Nobel. Así que caminó por las calles heladas, sin la protección que se requeriría para una garganta que tiene que oficiar un discurso clave en su vida, dejó que los periodistas lo manejaran a su antojo y, en fin, creyó que todo el monte es orégano. Hasta que la salud se le indispuso, y él se enfrentó a la evidencia de que estaba mudo con el estupor que convirtió su cara en un poema que enunciaba una tragedia.

Ahí estaba, hundido por una afonía, el hombre que surcó el Amazonas para escribir La guerra del fin del mundo, el que se adentró como un soldado en las selvas peligrosas del Congo, el que fue a Irak a ver qué pasaba en la última guerra.

Lo sacaron a toda prisa del Grand Hotel, camino de un hospital; cuando salía estaba, en efecto, pálido, ojeroso, como si hubiera pasado por encima de él un tren de preocupaciones; hizo un gesto con la mano, pero no fue ese gesto de confirmación de que se le había fastidiado la voz del todo lo que llamaba la atención de su mirada. Era como si, desde el fondo del alma adolescente que sin duda le queda, el muchacho que una vez perdió el paraíso, para no reencontrarlo sino mucho más tarde, quizá ahora, tuviera en ese rostro blanqueado por el miedo todas las miradas de sus miedos sucesivos.

Esa era la mirada de Vargas Llosa; lo que no sabíamos es que esa mirada estaba sacada del fondo de su discurso. Su discurso (Elogio de la lectura y la ficción) es un hito histórico en su bibliografía, y no solo porque le haya servido para estar, en la lista de los que recibieron el Nobel, entre autores tan significativos para él como Camus o como Faulkner, sino porque verdaderamente ahí el creador del personaje Zavalita puso toda su carne en el asador hasta hacerse sangre, por decirlo así.

En primer lugar, era un discurso sobre el paraíso (su madre), y sobre la pérdida del paraíso (el encuentro con su padre), era un discurso sobre su encuentro con el marxismo (y con Jean Paul Sartre), y su desdén por ese sistema totalitario de la política y de la vida, y su apuesta por el liberalismo democrático; era un discurso sobre la familia, que en su caso tiene un valor determinante y sin duda simbólico, tanto en la vida, como es lógico, como en la literatura; y era un discurso sobre varias vocaciones, pero sobre todo por una vocación que le han querido discutir o ningunear para dejarlo sin patria.

Esos son nudos de la vida de Mario Vargas Llosa. Pero vayamos al nudo peruano. Cuando él perdió las elecciones peruanas de 1990 fue después de una campaña en la que se portó como un forzado y como un ingenuo. Su amigo Fernando de Szyszlo, uno de los artistas más importantes de América, y también una de sus amistades decisivas, decía en Estocolmo que aquellas elecciones las perdió Vargas Llosa porque es incapaz de mentir. Dijo lo que iba a hacer, y jamás dijo lo que la demagogia aconseja decir en periodo electoral. Eso tumbó al candidato liberal y puso el país en manos de Fujimori, que luego sería un dictador.

La pérdida electoral tuvo un efecto devastador, como la propia campaña, en la figura y en el semblante de Vargas Llosa. En París, de regreso de esa derrota, el autor de La ciudad y los perros reflejaba en su rostro el mismo estupor, pero por razones distintas, que se vislumbraba aquella mañana de pánico en Estocolmo. Aquí había perdido la voz, allí había empezado a perder (provisionalmente) la patria.

Y no fue en sentido simbólico. Los acontecimientos se precipitaron; a Fujimori le gustó tanto el poder que lo agarró enteramente, lo hizo suyo, y persiguió con saña a quienes lo contradijeran; a Mario Vargas Llosa lo buscó para quitarle la nacionalidad, y Felipe González le ofreció (y le dio) la española.

De eso habló en el discurso de Estocolmo. No suele ajustar cuentas; esta vez, igual que hizo en algunas páginas de El pez en el agua, su decisivo libro autobiográfico, ajustó cuentas, puso en su lugar a aquellos que, desde su pequeñez, le trataron de traidor... "Algunos compatriotas", leyó en su discurso, "me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas...".

El discurso era, por decirlo con las palabras que él usó para escribir de Joanot Martorell, "una carta de batalla", así que prosiguió con palabras que también están, de otra manera, en aquella autobiografía: "Y lo volvería a hacer mañana si -el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan- el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de Estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez".

No es común en él esa evocación a los demonios que cayeron sobre él en ciertas etapas de la evolución de su pensamiento político; pero ahí estaba ese Vargas también, desanudando. Porque ese era un nudo muy grave en la garganta. En Perú le persiguieron con la saña que solo es posible en la patria propia, pero Perú es su sitio; volvió años después, con Fujimori y Montesinos mandando, para hablar de La fiesta del chivo. Estuvo a punto de llorar cuando le recibieron con flores y aplausos (en las calles aún le rehuían quienes fueron próximos suyos) en una de las universidades que le acogió, dijo lo que le dio la gana en algunas televisiones controladas, y en el sótano de un hotel crítico sin freno a aquel dúo mortífero.

Lo más duro de aquel reencuentro, en lo que a hechos públicos se refiere, fue lo que le sucedió en el patio del Colegio Militar Leoncio Prado, el lugar donde su padre lo puso a estudiar "para se dejara de las mariconerías" de la poesía. Él vivió allí, hizo de escritor de novelitas por encargo, y de esa experiencia obtuvo el material autobiográfico que puede rastrearse en sus primeros libros, y sobre todo en La ciudad y los perros, que los militares quemarían en sus cuarteles y que la censura española tachó cuando Carlos Barral la premió y la publicó.

Pues en el Leoncio Prado le recibieron con desdén en aquel tiempo ominoso de Fujimori. Algún tiempo después, cuando ya aquel dúo infernal estaba en vías de encarcelamiento, fue recibido como un héroe... Y ahora es un héroe. Szyszlo, que hizo de embajador plenipotenciario de Alan García (presidente otra vez, pero ahora con modos distintos de los que le reprochó el candidato Vargas Llosa cuando García quiso nacionalizar la banca peruana, entre otras cosas) en los fastos de Estocolmo, reflexionaba con ironía sobre estos hechos que ahora resultan cargados de paradoja: le rinde pleitesía el presidente a quien se opuso ardientemente, y esto ocurre cuando están en la cárcel los que quisieron quitarle hasta la patria...

Ese nudo de la patria es muy fuerte para Vargas Llosa. Y lo tuvo ahí, en la garganta, hasta Estocolmo, precisamente. Y lo juntó con lo que más quiere, su mujer, su familia. Acaso esa relación (patria, familia), junto con la devoción literaria y la persistente vocación política, se juntaron en un sintagma fundamental para entender su vida: "El Perú es Patricia". Para llegar a esa frase, que su mujer, "la prima de naricita respingada y carácter indomable", no leyó hasta que el marido la leyó en público, desató su llanto, un sollozo que a él mismo le sorprendió.

Llora muy poco, lloró cuando murió su madre, lloró cuando murió Blanca Varela, la poeta, y lloró ahora. La evocación tenía muchas connotaciones, era el núcleo del discurso, pues en él se propuso hacer un trávelin por su vida, desde que aprendió a leer. Y ese elemento, la unión de las palabras Perú y Patricia, era mucho más que un homenaje a la patria y a la mujer: era el precipitado de una lucha, el resultado verbal de una batalla que él quería contar en Estocolmo, una especie de confieso que he vivido o de para nacer he nacido o una especie de Para que yo me llame Ángel González, el verso autobiográfico de su amigo el poeta asturiano...

Era un nudo en la garganta, lo soltó y empezó a llorar... Ya en Perú, de vuelta del "loquerío" de Estocolmo, rodeado de los agasajos de sus paisanos, que ahora lo tratan verdaderamente como un héroe nacional, me contó por teléfono cómo hizo el discurso, qué sintió en ese momento en que se produjo el momento más emocionante de su texto y, acaso, de su vida. Lo escribió "a retazos, a pedacitos", entre viaje y viaje. Y sabía que "tenía que ser un texto muy personal, fundamentalmente referido a la literatura, aunque desde luego la literatura no se puede aislar enteramente de otras cosas: cierta preocupación cívica, política...". En cierto modo, era el esquema de El pez en el agua: por un lado la vida personal, por el otro, la ambición política. En ese libro, que desanudó en 1990 la esencia de su fracaso público y lo puso otra vez en el camino de la literatura, hay dos finales. En uno es un adolescente que viaja a París, a hacerse escritor: le despiden sus parientes, y él reflexiona: "A ellos sí estaba seguro de que volvería a verlos, y de que entonces ya sería, por fin, un escritor". Era 1958. En 1990 inicia otro viaje, otra vez a París, esta vez derrotado políticamente, cansado, herido en lo más hondo. Entonces escribe: "Cuando el aparato emprendió vuelo y las infalibles nubes de Lima borraron de nuestra vista la ciudad y nos quedamos rodeados solo de cielo azul, pensé que esta partida se parecía a la de 1958, que había marcado de manera tan nítida el fin de una etapa de mi vida y el inicio de otra, en la que la literatura pasó a ocupar el lugar central".

En Estocolmo, aquella mañana en que entró en pánico, y esa misma tarde, cuando sollozó en público de manera emocionante para todos los que le escucharon, acabó una etapa crucial de ese viaje. Acaso esa cara de estupor que le vimos escondía la búsqueda personal de lo que había detrás del abismo que ocasiona el éxito, en este caso. ¿Se sorprendió llorando? "Desde luego que me sorprendió, quizá porque a cierta edad es más difícil controlar las emociones... Nos pasa a los niños y a los viejos". "Por otra parte", prosigue el Nobel, "de alguna manera era haber llegado a un momento neurálgico de mi trabajo de escritor, de mi vida personal, y supongo que esa situación y el hecho de haber estado muchos minutos sumido en un mundo de recuerdos, añoranzas, nostalgias, hizo que se produjera esta explosión emocional...".

"No era para menos", dice. Todo conspiró "para que yo alcanzara una hipersensibilidad que suelo siempre controlar". Era una mezcla de alegría y de sentimiento de fin de etapa, como si ahora empezara otro viaje... Está ansioso por ponerse a escribir de nuevo, "yo soy un escritor, solo quise ser un escritor, este premio no va a acabar con eso". Está contento, "pero fatigado; ojalá acabe esto pronto, no veo la hora de volver a mi rutina"... Ahora se propone hacer una novela que tendrá como geografía el norte de Perú en el que se crió, termina un ensayo sobre la cultura de masas y no descarta continuar en el futuro aquel libro de dos finales, El pez en el agua. "Ese segundo tomo también tendrá un final, claro, pero será un final más definitivo que aquellos dos que hubo en la primera parte de esas memorias...".

"Mi salvación fue leer", dijo en Estocolmo. Su salvación luego fue escribir, por ese camino quiso reencontrar el paraíso. La crónica de ese esfuerzo late debajo de sus sollozos de Estocolmo. Acaso aquella cara de estupor cuando perdió la voz en medio del hielo es la que desvele cuando termine de relatar la vida que aún Mario Vargas Llosa no ha terminado de contar.

"Soy el mismo"

Dice Vargas Llosa, desde su casa en Lima, después de los acontecimientos que le entronizaron como Nobel en Estocolmo, donde pronunció un discurso en el que repasó, batallador y nostálgico, algunos hechos fundamentales de su vida:

"Ahora comienzo a tener otras nostalgias. Mi rutina, mi sistema de trabajo... La rutina de sumergirme en un proyecto literario, porque eso es lo que me da el orden en la vida. Cuando me salgo del orden, aunque sea por razones exaltantes como ha sido en este caso el Nobel, empiezo a sentirme fuera de mi salsa, un poco incómodo, y ya tengo ganas de que pare todo ese fuego de artificio que me rodea y volver a la tranquilidad de la lectura y la escritura. Voy a hacer todo lo posible porque todo eso se produzca pronto. Por una parte, es estimulante, pero puede ser paralizante actuar en la vida como un Nobel. Soy un premio Nobel, pero fundamentalmente soy la misma persona que era antes de recibirlo y voy a seguir siéndolo en el futuro".


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