domingo, 24 de octubre de 2010

La escritura es una venganza... un desquite de la vida


Esta es la historia de dos décadas, las que van desde el fracaso de su carrera política en Perú al éxito del Premio Nobel. Es la historia de un hombre que se sintió 'abandonado' por su pueblo, al que dedicó el sacrificio de dejar la literatura. Es la historia de cómo un fracaso lo convirtió en otro hombre. La escritura fue su desquite de la vida. Su venganza. Y es la historia de cómo Mario Vargas Llosa y sus hijos desnudan desde su residencia en Nueva York sus sentimientos durante las 48 horas que siguieron a la conquista del máximo galardón de las letras mundiales.

Juan Cruz

El día en que ganó el premio Nobel de Literatura alguien le llevó a Mario Vargas Llosa a Nueva York unos dulces de Arequipa: guargüeros.

Estaba feliz, era un premio para el Nobel. Los guargüeros son como unos pestiños rellenos; tienen la apariencia de algunas pastas italianas, y saben a dulce de leche. En ese sabor está su infancia, Arequipa entera.

En ese ambiente blanquecino del apartamento alquilado en uno de los edificios más altos de Columbus Circus (Nueva York), el autor de El pez en el agua parecía, en efecto, un pez en el agua. En el paraíso. Como en la infancia, mimado, agasajado. La infancia acabó cuando tenía 11 años y el padre (al que creía muerto) regresó a su vida. Muchos años después, esos dulces y el Nobel le llevan al paraíso que perdió cuando iba a atravesar la raya de la adolescencia. Ahora esos dulcecitos, que son como los que su abuela le hacía, le llevan a la ya tan lejana infancia.

O no tan lejana. El Nobel, de 74 años, tiene aquellos años incrustados en la memoria como el tiempo en que se hizo a casi todo. Ahí descubrió el amor absorbente por la madre, asimiló que no tenía padre, que este estaba en el cielo o que nunca existió, y descubrió la literatura en los libros que circulaban por la casa grande de la familia enorme con la que se crió.

En ese libro, El pez en el agua, se cuenta esa historia, sin la cual es improbable que alguien tenga una idea cabal de quién es de veras este hombre al que muchos aman y otros crucifican. Los que lo crucifican creen que es un reaccionario que cambió de rumbo y traicionó sus ideas izquierdistas de los años sesenta en que toda revolución tenía su asiento; los que le siguen amando o bien ya lo amaban en los sesenta y entendieron su evolución, o bien simplemente le han leído y saben que sobre esta literatura ahora avalada por el Nobel no valen los tópicos amasados con las ideologías.

Los suecos de la Academia, que parecía que nunca iban a aceptar que Vargas Llosa es uno de los grandes escritores del mundo, finalmente le concedieron el Nobel y además fueron muy explícitos sobre las razones del merecimiento: porque ha sido capaz de contar la cartografía (eso dijeron, cartografía) del poder para mostrar sus miserias y también para expresar la lucha, la revuelta, del hombre por la libertad.

A Vargas Llosa le divirtió mucho la palabra cartografía, pero le emocionó verdaderamente el resto de los argumentos. Comentó, ante un grupo de amigos a los que reunió en un bullicioso restaurante italiano de Nueva York: "¡Qué dirán mis críticos!". Enmudecerán. "¡Qué va! Quien está mudo soy yo".

No está mudo, claro que no; se despertó de aquellos catorce minutos de incertidumbre. Creyó que era una broma, como la que le gastaron hace años a Alberto Moravia, pero catorce minutos después le llegó la confirmación: era Premio Nobel de Literatura de 2010. Su hija Morgana, de 36 años, fotógrafa, lo vivió llorando en Lima, con sus dos hijas y con su esposo, Stefan; su hijo Gonzalo, de 43 años, diplomático, funcionario internacional destinado ahora por ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en Santo Domingo, lo vivió viajando a Haití, y Álvaro, el periodista, de 44 años, escuchó la noticia "estupefacto, paralizado, y luego feliz" en la casa de Washington donde vive con su mujer, Susana, y sus tres hijos.

Las hijas de Gonzalo están en Suiza, en un internado. Todos los nietos ("tienes que añadir ahí a Jurema, mi perra", dice Álvaro, "que es como otro nieto"; desde Lima, salta Morgana: "¿Y por qué te olvidas de mi pobre D'Artagnan, que está tan viejito?") han vivido de manera peculiar esta noticia, que ha revolucionado la vida familiar de esta gente que come guargüeros allá donde se encuentren. La de los Vargas Llosa, gracias sobre todo a la capacidad aglutinadora de Patricia Vargas Llosa, la esposa que también fue (o es) prima, es una familia muy sólida, que celebra en unión los veranos y las navidades, que busca cualquier motivo para juntarse y que se apoya también en los tiempos difíciles. Patricia es la brújula de esta navegación familiar, y en tiempos de incertidumbre (cuando Álvaro y Mario riñeron por cuestiones políticas relacionadas con Perú) ella fue la que condujo el conflicto por las vías que permitían un civilizado, y emocionado, reencuentro. Este tuvo lugar en Miami, cuando a Álvaro le dieron un premio, meses después del desencuentro; el padre, la madre y otros miembros de la familia quisieron acompañar a Álvaro, y ahora este dice: "Fui el culpable", con la misma emoción con que vivió la reconciliación.

Así que aquí, en esta familia, todo se vive como un espectáculo tranquilo, pero bullicioso y coral. Y el Nobel iba a ser un terremoto que a todos les afectó de un modo distinto, pero que conmovió por igual a todos. Hablábamos de los nietos. Gonzalo cuenta que, cuando se supo que el abuelo había ganado el principal premio de las letras mundiales, su hija Ariadna, que tiene diez años, le expresó por teléfono su preocupación infantil. Como él, que tenía peores notas que Álvaro en la escuela, Ariadna no obtiene los mejores resultados, y el premio del abuelo la tenía inquieta. Le dijo al padre: "O sea que, como al abuelo le han dado ese premio, a lo mejor ahora los maestros me piden que saque mejores notas".

A Leandro, el hijo mayor de Álvaro, que tiene ahora 14 años, le preguntaron en la escuela si su abuelo era alguien especial. Y se escondió detrás del flequillo como quien quiere huir de un alud. "No, no es nadie especial", farfulló. Tímida como ese sobrino suyo, Morgana, que ha sido compañera nuestra en EL PAÍS, y que ha acompañado a su padre en algunas de las aventuras más arriesgadas (Irak, Israel, Palestina) o placenteras (los escenarios de El paraíso en la otra esquina) tuvo que superar su retraimiento público cuando sonó la noticia y ella era la única representante familiar que podía hacer declaraciones en Lima.

Para curarse de su timidez, la hija más chica de los Vargas Llosa se tuvo que tomar tres copas de champán, y sin palabras todavía hizo que todos los periodistas que se agolpaban ante la vivienda familiar limeña pasaran a brindar y a conversar en esa casa de paredes blancas desde la que se ve el mar violento de la costa que acaricia Barranco. La fiesta adquirió tal carácter que la abuela Olga, madre de Patricia, tía de Mario, de 93 años, abandonó su postración y su desgana ante el mundo, se vistió de nuevo, se puso un pañuelo vistoso en su cuello de persona mayor y empezó a hacer declaraciones ante todas las cámaras de todos los noticiarios.

Se animó tanto con la noticia y con la aglomeración que no solo lloró cada vez que se acordaba del éxito de su yerno el Nobel sino que se atrevió a decir que sí, que ella, como Carmen Balcells (su agente literaria), como Fernando de Szyslo, el artista, quizá el más antiguo amigo de Mario, como tantos otros que han estado siempre cerca, iría también a Estocolmo. Cómo no.

Le preguntó un periodista a doña Olga, a la que también llaman Olguita:

-¿Y ya tiene usted traje?

-Tenía. Pero hemos esperado tanto tiempo que ya está apolillado y tendré que comprarme otro.

Han pasado veinte años. "Es curioso", decía Álvaro, y también lo decía el propio interesado, Mario Vargas Llosa, "mucha gente está de acuerdo en decir que han pasado veinte años desde que mi padre merecía tener el Nobel. Veinte años". Quizá, concedió el hijo mayor, fue porque entonces Mario tuvo su gran derrota política, y a partir de entonces ya fue solo un escritor. Su obra hasta entonces, sin duda, merecía ya el galardón, comentamos nosotros. "Sí, pero si hubiera salido presidente", añadió Álvaro Vargas Llosa, "mi padre jamás hubiera obtenido el Nobel".

O sea que es cierto que le vino Dios a ver cuando se produjo esa derrota. Sí, esa es la opinión de Morgana. Y es la opinión de toda la familia, que por otra parte estuvo implicadísima en esa campaña electoral que tanto placer como dolor produjo en los Vargas, e incluso en Mario, que a veces parece inmune a la naturaleza de los desastres.

Pero esa vez, cuando perdió las elecciones ante un candidato, Alberto Fujimori, que luego subvirtió el orden democrático, ensangrentó el país, robó, etcétera, Vargas Llosa cayó presa de un decaimiento del que fuimos testigos. Llegó a París, poco después del fracaso; había adelgazado cerca de veinte kilos, su delgadez era la delgadez de los derrotados. Su hijo Álvaro, que hizo la campaña muy estrechamente ligado a él, recuerda ese momento como un instante de estupor. Vargas Llosa, el ahora Nobel, podía irse a un lado o al otro de la balanza; su equilibrio, sin embargo, le ayudó a superar el primer lunar verdaderamente serio de su trayectoria. Lo del padre (que le metiera en un colegio militar, que considerara "mariconerías" su pasión por la escritura, su carácter dictatorial) ya estaba deglutido en la memoria. Pero esto era nuevo; perder así, recuerda Álvaro, fue una tragedia.

Como siempre, como ante el desdén del padre, que era un desdén del destino, a Mario Vargas Llosa, dice su hijo, "lo salvó la literatura". En campaña leía "a Quevedo y a Góngora, cada mañana", y así salía a dar mítines, "a prometer un Perú mejor para los ciudadanos". Cuando perdió, "se consideró traicionado por un pueblo al que dedicó el sacrificio de dejar la literatura", y ese desengaño lo maltrató. Hasta que se levantó otra vez, dice Álvaro. "Creo que la escritura de ese libro, El pez en el agua, lo salvó. Él solía guardar sus experiencias algún tiempo, como en La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral o La Casa Verde; las deglutía, y luego están presentes ahí, muchos de los viajes y de las experiencias de sus historias son sus propios viajes o experiencias".

Pero esta vez, concede Álvaro, "mi padre decidió tirar por el camino del medio y escribir esas memorias, una parte la memoria política, otra parte la memoria de la infancia. Dos historias, dos momentos de gran felicidad y luego de gran fracaso. Se atrevió". Salió hecho "otro hombre". El padre dice lo mismo. Sentado en uno de sus restaurantes favoritos de Nueva York, donde no hay guargüeros pero hay hamburguesas, Mario Vargas Llosa recuerda esa frustración que, veinte años después, ya no ensombrece su rostro, ahora el rostro feliz de un Nobel reciente.

"Trabajé mucho", dice Mario, "por un proyecto que creía bueno. Y la derrota fue una gran decepción". Pero volvió a lo suyo, "a lo que me estimula más". Escribió El pez en el agua: "Porque quería quitarme la experiencia de encima". "Un escritor tiene la ventaja de que puede convertir un fracaso en materia literaria, y eso lo alivia. La escritura es una venganza, un desquite de la vida".

Volvió, pues, "a la rutina habitual", y ya agarró un ritmo imparable. En estos veinte años, los que van del fracaso al éxito (los dos impostores de los que hablaba Rudyard Kipling, Nobel también, en su poema If), ha escrito novelas alegres, novelas tristes, ha hecho ensayos literarios y políticos, ha hecho periodismo, viajes, ha dado conferencias, se ha metido en líos monumentales (como cuando enfadó a Octavio Paz, su amigo, llamando al México del PRI una dictadura perfecta), ha arrostrado el lugar común de su conservadurismo (que repiten sobre todo los que, como en la famosa anécdota, han hecho con sus libros lo que Sofía Mazagatos: no los leen pero los juzgan), y, en definitiva, ha vivido los altibajos de cualquier existencia "con el entusiasmo y la alegría del que sabe que la vida merece ser vivida".

Para hacer todo eso ha sido preciso "mantenerse en forma, cuidarse, viajar, a Palestina, a Irak, a Afganistán, ha sido preciso ir al Congo, al Amazonas, al Pacífico en busca de Gauguin. La verdad es que no he parado. Y no pienso parar", dice Mario Vargas Llosa, "mientras tenga ilusión y curiosidad y me funcione la cabeza, que de momento creo que me sigue funcionando. La vejez no me aterroriza mientras pueda seguir desplazándome. Me acerco a la muerte sin pensar en ella, sin temerla. Mientras trabajo me siento invulnerable".

Ha cambiado. Mucho. Morgana nunca hubiera creído que aquel obseso por el trabajo sería un día tan buen cuidador de sus nietos, con los que juega y por los que se desvive hasta el límite de las payasadas que contentan a los muchachos. Es ahora más alegre, cree Álvaro, y Gonzalo piensa que algo que siempre ha tenido en cuenta, en su relación con los hijos, y ahora con los hijos de los hijos, "es la experiencia con su padre; jamás ha querido ser el hombre autoritario que él mismo tuvo encima en su adolescencia". Esa experiencia, que el propio Mario confiesa dolorosa, "fue una influencia estimulante para que mi padre nos tratara con enorme tacto", según Álvaro.

Gonzalo recuerda algunos episodios que pueden ilustrar la evolución de esa relación paterno filial. Cuando este joven servidor de la ONU para ayudar a los refugiados era un chiquillo de 16 años resolvió hacerse rastafari; se dejó los pelos hasta los hombros, se dedicó a fumar marihuana y a escuchar reggae, y durante dos años desoyó insistentemente los avisos de su padre para que abandonara esa deriva. Gonzalo era un rebelde; ahora él recuerda que su padre tenía sobre él dos miradas: la del padre y la del escritor: "Y eso convertía su actitud hacia conmigo en una actitud algo cómplice". Hasta que escribió su célebre artículo Mi hijo el rastafari en el que aventó al mundo, con humor y con condescendencia, lo que, además de un drama familiar, dice Gonzalo: "Era también un asunto para su periodismo y para su literatura". Gonzalo ve ahora ese episodio casi como lo vio su padre: "Pero entonces yo sentía la necesidad de rebelarme, como mi padre hizo muchas veces con su propio padre, y yo creo que por eso él entonces me entendió".

Y cuenta algo más Gonzalo que revela esa relación que la vida ha endulzado hasta extremos que el propio Mario confiesa divertido: de aquel padre que los metía a leer obligatoriamente a la salida de la escuela, "cuando todos nuestros amigos jugaban al fútbol", hemos pasado a un padre y a un abuelo que se viste de Papá Noel y es capaz de cargar a los niños para que estos hagan lo que quieran con él. Pero aquella dictadura leve del padre que los hacía leer obligatoriamente "nos dejó una disciplina". "Yo mismo", dice Gonzalo, "vuelvo a esa experiencia de leer todos los días como una de las influencias más valiosas en mi relación con él".

Han cambiado los tiempos; aquel 1990 de la derrota dejó paso a este otro momento de la vida. Pero algo de rencor, algún ajuste de cuentas quedará en los resquicios, le pregunté en ese restaurante típicamente norteamericano donde se comía una hamburguesa típica, a mediodía. ¿No siente como la expresión de una venganza propia el hecho de que Fujimori esté en la cárcel?

No, qué va. "Fujimori no me derrotó, fue una mayoría de los electores peruanos. Yo nunca le ataqué mientras mantuvo la democracia, pero, obviamente, él rompió las reglas del sistema gracias al cual había llegado al poder, y por los delitos que cometió cumple ahora pena. Pero jamás tuve la tentación de desearle un final así. Ni está en mi carácter el ajuste de cuentas. Pero me alegro mucho del juicio justo".

En este tiempo, en estos veinte años que cruzan la vida desde el fracaso al triunfo, ha escrito novelas en las que el sexo se alterna con la aventura, y otras, como La fiesta del Chivo o esta última, El sueño del celta, en las que se aventura por los caminos de la maldad, y aunque él interviene ahí como el contador, el narrador que explora el camino para presentar la historia como si usara un espejo, sí es evidente que quiere trasladar el compromiso moral que hay detrás de toda su obra de esta naturaleza. "La descripción de la maldad", dice, "obliga a una toma de conciencia moral. Si no detenemos a tiempo la capacidad de destrucción del ser humano, el resultado es el horror; ha ocurrido en el pasado, y ahora la democracia frena ese horror. Es un tema obsesivo para mí en los últimos años. Y es un tema recurrente; está en Congo, en esta última novela, está en la Amazonía, en La guerra del fin del mundo, está en la locura terrorista en Lituma, y está, sin duda, en esas dos novelas que dices. Pero también está en mi periodismo; mira lo que he hecho en Irak, en Palestina, en Afganistán".

El infierno en cada esquina. ¿Y el paraíso? ¿Ha reencontrado Mario el paraíso? El autor de El paraíso en la otra esquina, la novela en la que Gauguin se revuelve como una pesadilla a veces gozosa, es consciente de que aquel paraíso en el que era mimado, querido, consentido por toda la familia, "hasta que llegó el padre", no volverá jamás. "No está ese paraíso en la vida real". Pero haberlo perdido "tampoco debió ser una tragedia". "Gracias a eso", continúa, "gracias a que mi padre me metió en un colegio militar, gracias a que me impidió a veces con saña ser un escritor, tuve una experiencia que me dio la oportunidad de escribir con un gran material literario. Si eso no hubiera ocurrido, probablemente yo no hubiera sido un escritor. Y sí, escribir es un placer, te permite salir de cualquier circunstancia terrible, te lleva a defenderte de cualquier adversidad. En ese sentido escribir es mi paraíso".

Y el paraíso es la familia. Le pregunté a Morgana Vargas Llosa qué significado tiene en el padre la figura de Patricia, la madre. "Es la compañera inseparable sin la cual mi padre no sería nada". Dice Morgana que su padre no sabe el número de teléfono de la casa, no sabe ni siquiera su dirección, es incapaz de cambiar una bombilla, desconoce por completo cómo se pone en marcha una lavadora y jamás ha frito un huevo. Pero esta mañana, le digo, su padre me ha explicado, en contra de la opinión de su madre, que el apartamento en el que viven ahora en Nueva York lo paga él y no la universidad. Un detalle de que está atento, ¿no, Morgana? "Qué va. Fíate de mi madre. En eso también ella tendrá razón".

Poco después cacé al vuelo lo que Mario le decía a unos periodistas franceses: "No me sé mi mail, jamás agarro un teléfono que esté sonando, no sé usar los teléfonos celulares. Y solo me acuerdo del primer número que tuvimos cuando nos casamos, hace 45 años. El 46 40 60".

Cómo no introducir en esta retahíla de visiones familiares del Nobel Vargas a Carmen Balcells, la mamá grande de varias generaciones de autores, y muy especialmente la mamá grande de Mario. Una vez Carmen Balcells lo levantó de la silla de sus trabajos forzados en Londres y lo puso a escribir. Lo sentó, por así decirlo, en el paraíso. Ese paraíso tuvo una interrupción que pudo haber sido eterna, cuando la política lo sedujo demasiado. De ese fracaso se levantó hecho otro hombre. Los hijos piensan que ese trozo de paraíso en el que ahora habita con el trofeo del Nobel de Literatura no hubiera sido posible si Patricia no hubiera estado ahí, haciendo que los sueños del escritor se convirtieran en la letra insistente que ahora le premian en Suecia.

El sábado posterior a la concesión del Nobel, Vargas le dijo a su agente, Carmen Balcells, en la radio peruana: "¡Cómo pudiste seducir a los veinte jurados de la Academia Sueca!". Con el mismo humor, la mamá grande de los autores del boom (García Márquez, Donoso, Carlos Fuentes, Vargas Llosa, Cortázar) exclamó: "¡Tengo mis recursos!".

Los dos saben que no es cierto. La llave de este paraíso la tiene el genio, que Carmen supo vislumbrar y que Patricia ha cuidado como se cuida un hijo, un nieto, un marido o un sueño. Como cuidaba la abuela la receta de los guargüeros, el inolvidable sabor del paraíso.


viernes, 22 de octubre de 2010

"Ningún gran escritor es feliz"

Parece ser que el universo entero ha descubierto dónde vivo.” El hombre seguro de sí mismo que comprueba cómo le sienta la chaqueta en el espejo es un hombre al que nunca ha importado tener al mundo en su contra. “Está bien, allá vamos”, dice antes de abrir la puerta de su apartamento, en la planta 46 de un rascacielos de Manhattan. Al fondo, en el comedor, Flora, la chica hondureña, pasa el aspirador, como todos los jueves, frente a unas vistas espléndidas de Central Park y el río Hudson. Enfrente, ante el hombre del día con la chaqueta ya puesta, se extiende un largo pasillo, de un blanco aséptico, salpicado de algunas puertas, que es imposible no ver hoy como si fuera un decorado, el escenario donde suenan sus pasos hacia el ascensor. Un paso, dos pasos... “Si sobreviví a una campaña electoral en el Perú contra el ingeniero Fujimori, voy a poder con esto.”
Mario Vargas Llosa es, esa mañana del 7 de octubre del 2010, el hombre más buscado de la Tierra. Le acaban de conceder el premio Nobel de Literatura y, tras unos momentos de intensa emoción doméstica, se dispone a atender a la prensa internacional apostada en la entrada de su casa. En estos momentos, sólo le acompañan los dos enviados del Magazine, que han pasado junto a él buena parte de las 48 horas previas a la concesión del premio. ¿En qué estará pensando Vargas Llosa? Dos días antes, cuando recibió al fotógrafo y al periodista en su modesto despacho de la Universidad de Princeton, en el departamento de Estudios Latinoamericanos, había exclamado: “¡Caramba! Me abruma que hayan cruzado un océano para venir a verme. ¡Les prometo que haré todo lo que esté en mi mano para no decepcionarles!” (y, desde luego, lo ha cumplido con creces...). “¿Cómo está mi amiga Ana María Moix? ¿Y Juanito Marsé? Vengan, vengan, les mostraré el campus, es uno de los más bonitos del mundo...”. Así, paseando entre el gótico tardío de los imponentes edificios de Princeton, con ardillas que saltan de un lado a otro y algún árbol que exhibe las primeras hojas pardas del otoño, el profesor Vargas Llosa, dos días antes de ser Nobel, hablaba de sus estudiantes: “Son una élite. Este curso hubo 17.000 solicitudes para tan sólo 1.200 plazas. Todos tienen calificaciones muy altas, y los gastos de enseñanza y manutención ascienden a unos 55.000 euros anuales, por lo que existe un sistema de préstamos y becas. Les exigen demasiado, a mi entender, y un aprobado raspado se castiga con la expulsión. Yo no les examino, sino que les hago exponer en clase y redactar un trabajo”.
Vargas Llosa coincide en este singular entorno con profesores como las norteamericanas Joyce Carol Oates y Toni Morrison (“recién se jubiló”) o el argentino Ricardo Piglia. Dos son los cursos que imparte: uno sobre técnicas narrativas y otro sobre Borges. “Ah, a Borges lo vi varias veces. Era muy difícil ser su amigo, él se había inventado una persona pública, casi no veía ya, y hablaba en un continuo monólogo dirigido a un auditorio que cambiaba aunque él no pudiera notarlo. Más que amigos, lo que tenía eran oyentes, gente que escuchaba ese discurso, muy brillante, lleno de citas literarias. No creía en la importancia de su obra, y sus grandes placeres no tenían que ver con las vanidades de este mundo sino con las ideas, las imágenes, la poesía, la literatura... Él dijo: ‘Muchas cosas he leído y pocas he vivido’. Creo que es muy exacto.”
–Usted no podría suscribir esa frase.
No. Para mí, la lectura es fundamental, sigue siendo el placer supremo, pero no podría vivir sólo de lecturas, ¿verdad? En cambio, creo que Borges sí. Se ve en su obra: los personajes principales son los libros, las ideas. Es una obra desprovista de carnalidad y al tiempo de una extraordinaria riqueza, brillantez y originalidad. Él se enojó conmigo porque, tras una visita que hice a su apartamento en Buenos Aires, dije que era un apartamento muy modesto y que había goteras, pero yo lo dije desde el cariño, y parece que él se lo tomó muy mal.
–No es ninguna ofensa tener goteras, ¿no? Usted, en su piso de Londres, tuvo hasta ratas...
–Yo tuve ratoncitos, matizo, no ratas de alcantarilla. Fui a quejarme a la propietaria de mi departamento londinense. “Mrs. Spence, ¡he visto un ratón en mi cocina!” “¡Es Oscar! –me respondió–, cómprele usted un quesito y se lo pone en el hueco...”
Tres pasos, cuatro pasos. Mientras Vargas Llosa camina hacia el ascensor, la mañana en que acaba de ganar el Nobel, piensa en un montón de personas a la vez. En sus tres hijos, Álvaro, Gonzalo y Morgana: “Yo, de joven, tenía mucho miedo a la paternidad, pensaba que la responsabilidad que asumías no te permitía esa independencia con que tiene que trabajar un escritor. Felizmente no ha sido así, pero yo sentía terror, pensaba que un padre no podía dedicarse a escribir de manera obsesiva”. Piensa en Patricia, su esposa, su cómplice, la prima con quien jugaba de niño, porque “mi matrimonio es mucho más importante que el premio Nobel, sin ninguna duda”. Piensa en gente que ya no está, como el editor Carlos Barral, que lanzó al mundo su primera novela. Piensa en la tía Julia, su primera mujer, fallecida el pasado mes de marzo, que le insistía tanto para que se sentara a escribir. Piensa en su agente, Carmen Balcells, porque “confiaba en sus buenos oficios –bromea–, ¡pero no hasta el punto de corromper a la Academia Sueca!”. Ahora, mientras avanza otro paso, ha vuelto a recuperar el dominio de sus sentimientos, su arrolladora seguridad. Hace poco, en el apartamento, la emoción se derramaba por su rostro como nunca suele mostrar en público. Piensa que no está en su casa de Madrid, ni en la de Lima, sino en Nueva York: “Qué locura, venir a Manhattan para que me den aquí el premio Nobel”. Piensa que, en esos primeros momentos, le ha llamado mucha más gente de España que del Perú.
Apuestas 35 a 1
La tarde anterior al premio, en ese mismo apartamento, en el mismo lugar del sofá en el que, a las siete menos veinte, respondía la llamada del secretario de la Academia Sueca, Peter Englund, Vargas Llosa rememoraba los años en que vivió en Barcelona, entre 1970 y 1974. “Mis hijos aprendieron a hablar catalán. Es muy divertido porque un día Patricia me dijo: ‘Oye, que hay una regresión en estos chiquitos’. ‘No, no, Patricia, ¡hablan catalán! ¡No es ninguna regresión, es otro idioma!’. Jugaban con los chicos de la calle, los vecinos, y así lo aprendieron”. También recuerda que “por esa época jugaba en el Barça el Cholo Sotil, que era peruano, parece que lo botaron al final porque tomaba mucha cerveza y engordó mucho. Lo vi jugar muchas veces, yo iba mucho al campo”. Cinco pasos, seis pasos. Su mente no descansa. Siente curiosidad por conocer los intríngulis de la decisión de la Academia Sueca: saber quiénes eran los otros finalistas, saber quién le votó y quién no, pero sospecha que nadie se lo va a contar, aunque dice que en Estocolmo va a intentar sonsacárselo a los académicos, cuando los vea. El Magazine le informa que su victoria se pagaba 35 a 1 en algunas casas de apuestas británicas, y exclama: “¡Hubiéramos debido apostar, ahora tendríamos una cantidad de dinero ­impresionante!”. No se entiende por qué acusaron a este hombre de aristócratico. A lo largo de los últimos tres días, se ha pegado auténticos madrugones para preparar sus clases en la universidad. Ha subido al tren de cercanías cargando una pesada maleta. Se le ha podido ver haciendo cola, comiéndose unos dudosos bocadillos como único almuerzo en una cafetería del campus atestada de estudiantes. Conversando animadamente con gente de todo tipo, interesándose por las vidas de personas anónimas. Respondiendo las preguntas más variopintas de sus estudiantes como si todas ellas fueran dignas de la máxima atención. Sabe hacer todas esas cosas, eso sí, sin despeinarse, manteniendo la elegancia, las buenas maneras y su poderosa dicción de galán de telenovela.En su despacho de Princeton, mientras esperaba a una alumna, y al día siguiente en su piso, ha hablado, sobre todo, de su fascinación por Roger Casement, el personaje histórico que protagoniza su nueva novela, El sueño del celta (Alfaguara), que aparece el próximo 3 de noviembre. “Era un irlandés, diplomático británico, a caballo entre el XIX y el XX, que, destinado al Congo, fue uno de los primeros occidentales en rechazar esa idea mitológica del colonialismo como la gran avanzada de la civilización, la modernidad y la cultura. En realidad, él descubre en el Congo, donde abrió los ojos a Joseph Conrad al respecto, que la verdadera barbarie es el colonialismo. Sus informes sobre las salvajadas en África, y más tarde acerca de la Amazonía, son unos libros fundamentales para la toma de conciencia de lo que es la explotación del tercer mundo. En la selva peruana, consiguió hacer quebrar a la empresa del cruel Julio C. Arana. Más tarde, se convirtió en apóstol del independentismo irlandés y, al intentar un pacto con Alemania durante la Primera Guerra Mundial, fue detenido y ahorcado por los británicos. Su familia lo ve como un traidor todavía, pero son sumamente discretos, y me mostraron la casa, papeles, fotos, sin opinar nunca ni preguntarme a mí cuál era mi opinión. La de Casement es una historia trágica, donde se mezcla la supuesta traición con su homosexualidad oculta, que entonces era un delito penado con la cárcel. Todo eso hace que no se le haya reconocido su papel fundamental como defensor pionero de los derechos humanos. Los riesgos que corrió fueron gigantescos, y al tiempo siempre mantuvo una fachada de gran serenidad y vida convencional, bajo la cual latía un volcán.”A ratos parece extraño detectar tanta admiración de Vargas Llosa por un héroe del independentismo irlandés. “No he dejado de ser profundamente antinacionalista –aclara–, pero sí creo que, cuando se trata de defender la supervivencia de una comunidad a la que el colonialismo está destruyendo, en ese caso, el nacionalismo adquiere un valor justiciero, tiene que ver con la libertad. Casement era probritánico, anglicano, estaba convencido de que el imperio era el camino del progreso, y al descubrir su verdadera cara, revisa su propia situación y descubre una contradicción entre estar en contra del colonialismo en el Congo pero a favor del colonialismo en Irlanda. Y hace esa prodigiosa transformación, en contra de todo lo que él era, en contra de su propia familia, de su propio oficio de diplomático con el que se estaba ganando la vida. Es un acto de un enorme coraje ético volverse nacionalista en esos momentos y circunstancias.” Irlanda, recuerda el escritor, “no tenía soberanía ni libre albedrío, la relación con Inglaterra era de dependencia colonial: las autoridades las imponía Inglaterra, con el único fin de defender los intereses ingleses, había una discriminación muy grande”.
El misterio del sexo
El erotismo, siempre presente en las novelas de Vargas Llosa, es en El sueño del celta sexo homosexual. “Ha sido un reto escribir esas escenas –cuenta–, me he apoyado mucho en los diarios privados de Casement, suavizándolos un poco, porque desconcierta que una persona tan urbana, tan respetuosa de las formas, sumamente fina y educada, volcara toda esa suciedad en unos textos que rezuman una vulgaridad pestilente.” Reflexiona que “despojado de misterio y tabúes, hoy, el sexo es para los jóvenes un entretenimiento, una gimnasia, mientras que para mi generación era el misterio central de la vida, acercarse a las puertas del cielo y del infierno. Tal vez sea bueno que el sexo haya pasado a ser algo natural. Pero para mí aún no lo es. Ver a una mujer desnuda en una cama es la más inquietante y turbadora de las experiencias, algo trascendente”.
Paso siete, paso ocho. Ya frente al ascensor, el nuevo premio Nobel piensa complacido, por un instante, en la exposición de motivos del jurado: “Me gustó esa frase de que mi obra es una cartografía de lo que es el poder y de las maneras de resistir a ese poder, de no dejarse someter. Si algo es mi obra es eso, vaya, espero que lo sea, sí”. Piensa también que le duele el hombro. El día antes, había comentado que otro tema de su nuevo libro es el dolor, el envejecimiento, “la ruina física de Casement, porque vivir en África en aquellos tiempos era terriblemente destructivo para el organismo. Él es un hombre enfermo, envejecido prematuramente, con malaria, pestes, irritaciones de la vista... Y, bueno, cuando tú tienes ya mi edad, 74 años, empiezas a vivir el deterioro físico, se nota, no hay nada que hacer, ya no eres joven, el organismo se resiste a hacer ciertas cosas, y eso me ha ayudado a describir los achaques de alguien como Casement”.
Dentro del ascensor, Vargas Llosa duda de que, con todo el revuelo, pueda acabar durante su estancia en Nueva York, como tenía previsto, el ensayo que ha empezado sobre la civilización del espectáculo. Piensa que su penúltima obra de teatro, Al pie del Támesis, tal vez sí vaya a conseguir ahora ser representada en España, tras dos aproximaciones fallidas. Marca el botón de la planta baja y sonríe. Sonríe mucho. No puede evitarlo. Y contagia.Tan sólo unas pocas horas antes, los días del escritor en Nueva York eran normales. “Me despierto tempranísimo –contaba–, sobre las cuatro o las cinco de la mañana, porque aún arrastro el jet lag, hago los ejercicios que estoy obligado a hacer para el hombro, por mis problemas de espalda, camino por Central Park, desayuno con periódicos, me ducho y me voy a trabajar a la Biblioteca Pública de Nueva York, que es fantástica. En la noche voy al cine, al teatro, a ver danza... Siempre trabajo, incluso en vacaciones, porque cuando corto la rutina, aunque sea por pocos días, se me descalabra todo lo que hago. El trabajo es lo que organiza mi vida y me equilibra. Si se interrumpe, siento un gran trastorno, una descomposición de la vida, una enorme desorganización.”Mientras el ascensor baja, Vargas Llosa se imagina dónde estaría ahora si no hubiera abandonado la política. Seguramente no en este ascensor. Dos días atrás, en el tren de vuelta a Nueva York, explicaba: “Cuando competí con Alberto Fujimori, hoy en la cárcel, por la presidencia de Perú, descubrí que, como todo, la política es también una técnica, y una técnica donde sale lo peor: intrigas, conspiraciones, cálculo, cinismo... Fue traumático. Pero es mejor conocer eso que tener una idea absolutamente equivocada de lo que es la vida política. Quien se mete en política, como dijo Max Weber, sella un pacto con el diablo, porque accede a usar como medios el poder y la violencia y ve cómo no es cierto que el bien produzca bien y el mal produzca mal, sino frecuentemente lo contrario”.
Pisar sobre el terreno
La imagen de Vargas Llosa en el peligroso Iraq de la posguerra no es algo insólito. Se ha manchado la camisa también en Afganistán, Pakistán, Congo, los Balcanes, en campos de Hamas... Lo ve como parte de su oficio: “Si quieres opinar con conocimiento de causa sobre temas internacionales de esta índole, debes tener una experiencia personal. No hay nada como la experiencia directa, ver y hablar con la gente. Si no, opinas con irresponsabilidad. Sobre todo, en un mundo en el que se nos escamotea la verdad y vivimos una horrible manipulación informativa por diversas razones: políticas, ideológicas, económicas... Ese es el tema de mi novela sobre Casement: la responsabilidad personal, cómo tratar de ir escarbando a ver si la verdad es apresable”.En un perfecto inglés, ante la mirada atónita del portero del edificio y de una vecina con perrito y pamela colorada, Vargas Llosa explica que el premio Nobel distingue también a toda una lengua, la española, en proceso de expansión. Habla de la creación literaria como espacio de libertad, y entonces viene a la memoria del periodista lo que había comentado en Princeton sobre su amigo Julio Cortázar: “En la segunda etapa de su vida, descubrió unas experiencias que tenían que ver con la carne, con el sexo, y eso le llenó mucho la vida durante un tiempo, ya no le hizo tanta falta inventar mundos. Antes, su vida era más sobria, apartada, vivía en un universo que había creado, lleno de magia y de misterio. A mí me comentó: ‘Lástima, Mario, que esto me pille ya tan viejo’. Pero, desde el punto de vista literario, sus libros perdieron originalidad, ese punto de vista inocente previo, el encanto y el misterio. Su obra se volvió mucho más premeditada. Yo creo que, de repente, se hizo feliz, y no se puede ser feliz y ser un gran escritor”.
–Vaya, usted debe de ser muy infeliz...
Tienes que pasarla mal, algo tiene que faltarte profundamente para que anheles tanto una vida distinta hasta el punto de crearla, sí. Sin ninguna duda, las épocas más conflictivas y difíciles son las épocas en que tienes mayores fuerzas creativas. La insatisfacción es básica. Los escritores resignados, adaptados, pierden fuerza creativa. La insumisión da creatividad. Tras un cuarto de hora, más bien largo, de declaraciones a televisiones y agencias de los cinco continentes, el escritor decide que es hora de volver a subir a su piso. En el ascensor hacia la planta 46 se le ve radiante, descansado, como si hubiera ganado un partido de tenis y acabara de recoger el trofeo. El hombre seguro de sí mismo sabe que, precisamente, por no haberle importado nunca tener al mundo en contra, esta mañana soleada y clara, que hace brillar los rascacielos de Manhattan de una forma extraña, ha venido el mundo a verlo.

Texto de Xavi Ayén
La Vanguardia (España)

martes, 19 de octubre de 2010

El pez en el agua

Para los que nos hemos criado con Vargas Llosa, para aquellos escritores, lectores e intelectuales que se han educado con él, para su cada día más grande legión de fans, groupies y adictos, lo del premio fue tan sorprendente como emocionante (tanto así que muchos, incluso yo, usamos el plural: ¡ganamos!). Porque si había algo claro, si había una certeza en este mundo desconcertante e incierto, es que nunca —nunca— Mario Vargas Llosa ganaría el Nobel.

Hay que reconocer que sus enemigos, los enemigos de la libertad lo intentaron, pero hoy ser totalitario en un mundo interconectado es, al menos, nostálgico, y el menos fronterizo y globalizado de los autores ahora se alza como lo que siempre ha sido: un adelantado. Y un grande.

¿Qué pasó entonces? ¿Es esto una broma, una broma infinita, como el mismo Vargas Llosa lo declaró recién despertado? Vargas Llosa podía ganarse quizás antes un Oscar (y eso que su cinefilia deja mucho que desear y ha dirigido lo que él mismo asume como un bodrio) e incluso quizás terminar siendo al final presidente del Perú (quizás el más sicopático, megalómano y respetable intento por investigar una novela acerca del poder), pero ganar el Nobel no estaba ni siquiera en sus sueños más profundos.

Para sus lectores era casi un auto de fe. Se lo quitaron, se lo robaron, se hicieron los suecos.

A pesar de todo y quizás por eso mismo ganó. Estocolmo llevaba años cometiendo errores y tratando de conquistar talleres literarios y editores independientes, cuando de pronto —ayer— logró sintonizar con una verdad profunda, con lo que realmente está pasando e importa, y en ese instante el premio deja de ser un premio sospechoso y trasnochado y se parece más bien a a una epifanía o un milagro.

Ha sido tal su vocación por la libertad y quizás por ser —contra viento y marea— su propia persona, por creer que no hay nada más subversivo y a la vez glorioso que ser uno aunque eso no sea del agrado de los demás, que de alguna manera Vargas Llosa optó como una de sus batallas por marginarse y ser políticamente incorrecto mucho antes que el término existiera.

Raro, insólito: el que nunca quiso ganarlo, el que jamás lo iba a ganar, lo obtuvo de la manera como se gana de verdad: apostando siempre a perder, nunca calculando, sabiendo que el verdadero premio ha sido tener una obra tan sólida y colosal como Machu Picchu.

El premio se puede leer de muchas maneras y la más importante debe ser la que todo saben: Vargas Llosa es uno de los grandes en español, quizás uno de los que mejor envejecerá de los del Boom y, algo no menor, aquel que a pesar de todo (otra vez la frase, que siempre estará ligada a su nombre) más ha influenciado a las generaciones menores. Mario Vargas Llosa te enseña a leer, a escribir, a pensar, a ser; te sorprende y demuestra con pruebas que sí hay mucho material afuera esperando ser narrado. Vargas Llosa es de lejos el escritor latinoamericano que más provoca en otros querer ser escritor, entre otras cosas porque ha demostrado que no es necesario ser un genio para escribir obras maestras y que la mejor materia para un narrador es su memoria y su curiosidad más que su imaginación y su locura. Cuando alguien me dice que desea ser escritor le recomiendo El pez en el agua. Ahí está todo. Porque un escritor no se mide sólo en cómo escribe sino si es capaz de escribir lo que le interesa, lo que le ha pasado y no tiene miedo a mostrarse (releer La verdad de las mentiras).

Tildar a Vargas Llosa de autor de culto parece un poco ridículo. ¿Hay alguien más mediático y omnipresente? Pero al volverse a comienzos de los 80 una suerte de maldito al menos en los círculos literarios, Vargas Llosa pasó a ser “un traidor que solía escribir bien”. Recuerdo que leí Historia de Mayta casi a escondidas y que forré con hojas de revista la naranjísma portada de uno; quizás su libro menos entendido y acaso uno de los más importantes. Hace unos años tuve el éxtasis que uno siente cuando tu héroe también puede ser parte de ti cuando, en California, me tocó enseñarlo a unos alumnos que estaban haciendo sus doctorados en literatura. No podía creer las complejidades narrativas de Los cachorros, el mundo pop y kitsch “digno de Puig” de La tía Julia y el escribidor (“¿es crónica, memoria, no ficción”?). Conversación en La Catedral hizo que un alumno que había leído todo lo que no había que leer me confesara: “Vaya, todo lo contemporáneo viene de alguien contemporáneo que ya habíamos expulsado del canon”.

El sabor a victoria de ayer es aún más dulce porque cada vez que el comité no premiaba a Vargas Llosa, los que terminaban perdiendo eran los del comité. Cada desconocido que untaban era necesario wikipediar y cada vez que lo hacían más elevaban los bonos de Vargas Llosa. Una vez dije que no leía premios Nobel entre otras cosas porque no premiaban a Vargas Llosa o porque la Academia se atrevía a decir que en “Estados Unidos no se escribe nada interesante”.

Entre los que creemos que somos mejores y más complejos por haberlo leído, entre todos aquellos que hemos subrayado sus libros y se nos abrió el mundo con Los jefes y La ciudad y los perros, entre todos que nos hemos fascinado por el Perú gracias a él, perder era el verdadero premio.

No perdió, es cierto, pero eso no lo hace menos ganador.

Ver a Vargas Llosa en Estocolmo, imaginarnos lo que va a decir, hace que todos nos sintamos de alguna manera como un típico personaje suyo y hasta te hace volver a creer que sí existe algo parecido a la justicia y que a veces el talento y la fuerza moral sirven de algo.
Alberto Fuguet

lunes, 18 de octubre de 2010

La izquierda y Vargas Llosa

Ahora que han pasado unos días desde la concesión del Nobel a Mario Vargas Llosa ya podemos decir lo obvio: el premio tiene la importancia que tiene, pero nada más. Nada más, claro está, para la obra de Vargas Llosa, a la que ni quita ni añade una coma, no quizá para sus lectores ni para la Academia Sueca, que a juicio de muchos lo necesitaba con urgencia: al fin y al cabo, desde el punto de vista estrictamente literario este premio solo es, como ha dicho Rodrigo Fresán, un retorno a la cordura. Así que, aunque el Nobel no cambie en nada lo esencial, al menos hay que celebrar ese retorno; un retorno que, además, ha provocado interesantes efectos secundarios. Por ejemplo, la alegría indisimulable de los lectores corrientes de Vargas Llosa, muchos de los cuales parecían recién salidos del armario tras un largo encierro: de hecho, a ratos daba la impresión de que a todos les hubieran dado el premio, y de que para ellos sí era importante. No es algo tan frecuente, desde luego; no es algo que yo notara por ejemplo cuando se le conceció el Nobel a Cela, cosa que puede deberse solo a que los méritos literarios de Cela no son equiparables a los de Vargas Llosa, y no necesariamente a que esos lectores sintieran que Cela era un hombre opuesto a Vargas Llosa en casi todo, pero sobre todo en esto: aunque casi siempre pareció nadar contra corriente, Cela siempre o casi siempre nadó a favor de la corriente. Ese es otro de los efectos secundarios que ha tenido el premio: ha mostrado de nuevo que, aunque a algunos les parezca que nada a favor de la corriente, Vargas Llosa siempre o casi siempre ha nadado contra corriente.
Uno de los comentarios que más hemos leído estos días en los periódicos a propósito del nuevo Nobel ha sido el siguiente: "Admiro sus obras, pero no siempre comparto sus ideas". Dicha así, la frase es extraña, o a mí me lo parece: si ni siquiera comparto siempre mis propias ideas, ¿cómo voy a compartir siempre las de otra persona? Pero en el fondo todos sabemos que la salvedad alude a algo distinto: al hecho de que Vargas Llosa es considerado, en tanto que intelectual -es decir, en tanto que escritor que interviene con sus escritos en la cosa pública-, como un conservador, como un hombre de derechas, si no como un reaccionario o como un autoritario. La prueba es que los matices a su premio siempre los ha puesto la izquierda, mientras que la derecha lo ha recibido como un premio a uno de los suyos; mejor prueba aún es el hecho de que esa reputación es la causa más probable de que la Academia Sueca solo le haya dado este año un premio que merecía desde hace 30. Pues bien, lo que habría que decir de entrada sobre este asunto es que, sea o no un intelectual de derechas, Vargas Llosa es un intelectual singular. Primero porque siempre ha servido a las causas que defiende y nunca se ha servido de ellas. Segundo porque siempre está dispuesto a contrastar sus ideas con la realidad y, si la realidad lo exige, a rectificarlas. Tercero porque en su evolución política desde las simpatías revolucionarias de su juventud hasta el liberalismo actual hay una coherencia profunda, como comprobará quien se dé el gusto de leer los volúmenes sucesivos de Contra viento y marea, donde entre otras cosas hallará una descripción razonada de esa trayectoria y, por ahí, un instrumento indispensable para entender la vida intelectual de los últimos años. Y cuarto -esto es un corolario de lo anterior, y quizá también lo más importante- por una cuestión digamos de estilo. Como pensador, como polemista, Vargas Llosa es un liberal de verdad: nunca confunde, según diría Alejandro Rossi, un error intelectual con un error moral; es decir, nunca ataca a las personas sino a las ideas de las personas -nunca considera que un hombre equivocado es un hombre inmoral-; y, cuando ataca las ideas, nunca lo hace caricaturizándolas, es decir debilitándolas, lo que en un pensador es síntoma de intolerancia y de impotencia, cuando no de vileza, sino exponiéndolas con la máxima fuerza, rigor y nitidez para luego lanzarse a refutarlas en buena lid y en campo abierto. Esto no es de derechas ni de izquierdas, ni reaccionario ni progresista: esto es algo que está mucho antes que todo eso y se llama honestidad y coraje.
Pero hay más. El mejor artículo sobre Vargas Llosa que he leído tras la concesión del Nobel apareció en este periódico y lo firmó Juan Gabriel Vásquez, que no en vano es un heredero legítimo de Vargas Llosa (háganse un favor y compruébenlo leyendo su novela Los informantes). El artículo se titula El malentendido Vargas Llosa y, como corre el riesgo de haber quedado enterrado entre la hojarasca que hemos publicado otros, me permitiré recordar su contenido. Vásquez sostiene que solo quien no ha leído a Vargas Llosa o lo ha leído con anteojeras puede afirmar que es un intelectual de derechas o conservador, no digamos reaccionario o autoritario, porque la verdad es que "pocos como Vargas Llosa han defendido las ideas que la mejor izquierda ha reclamado tradicionalmente para sí". No solo lo ha hecho en sus novelas, furiosos alegatos contra el fanatismo, contra el autoritarismo, contra el militarismo, sobre todo contra los abusos del poder; también lo ha hecho en sus ensayos y artículos, donde ha defendido la libertad individual, el derecho al aborto, la igualdad para los homosexuales, la legalización de la droga y donde ha atacado el nacionalismo de cualquier especie (y no solo, paisanos catalanes, el nacionalismo catalán). Por supuesto, no todas las ideas de Vargas Llosa -y en particular su liberalismo económico, por cierto menos radical y desde luego mucho menos ingenuo y más elaborado de como lo pintan sus detractores- parecen inmediatamente útiles o aceptables para la izquierda; pero lo que me parece seguro es que es imposible que la izquierda salga del atasco ideológico y la consiguiente parálisis práctica en que lleva mucho tiempo metida si no es capaz de discutir con seriedad ideas como las de Vargas Llosa, si no deja de demonizarlas sin esforzarse en entenderlas, si no olvida sus nostalgias autoritarias y su complacencia con tiranías y nacionalismos, si no acepta sin resignación que no hay justicia sin libertad y no entiende con entusiasmo que la democracia debe conseguir que libertad y justicia, esas dos verdades contradictorias -por usar la expresión de Isaiah Berlin que aprendimos en Vargas Llosa-, acaben conviviendo con armonía. Regalarle Vargas Llosa a la derecha es un pésimo negocio para la izquierda, igual que fue un pésimo negocio regalarles Orwell y Camus, que nunca quisieron saber nada de la derecha. De ahí, me parece, vienen muchos de los males del pensamiento de la izquierda: de su sectarismo, de su rigidez, de su miedo a salirse del camino trillado, de su miedo a afrontar la realidad como es para cambiarla, de su miedo a la izquierda autoritaria, obsoleta, fracasada y cerril que parece la mala conciencia de la mejor izquierda. En cuanto a mí, solo diré que si la izquierda no es capaz de atender a las razones de Vargas Llosa y hacer suyo lo que tiene de izquierdista -igual que si no es capaz de hacer suyo lo que tienen de izquierdistas Orwell y Camus-, que empiece a pensar en borrarme de la lista.
Javier Cercas
Fuente: El País, Madrid.

Audio: entrevista telefónica con MVLL: 07 de octubre

Texto de la conversación, luego de hacerse público el Premio Nobel de Literatura 2010.

[Mario Vargas Llosa] ¿Aló?
[Adam Smith] Aló, ¿estoy hablando con Mario Vargas Llosa?
[MARIO VARGAS LLOSA] Sí, con él.
[AS] Hola, mi nombre es Adam Smith. Estoy llamando desde el sitio web del Premio Nobel en Estocolmo. Mis felicitaciones por la noticia del premio.
[MARIO VARGAS LLOSA] Bueno, ¿es verdad entonces? ¡Ja, ja!
[AS] ¡Ja, ja! Lo es sin duda...
[MARIO VARGAS LLOSA] Porque, recibí una llamada del Secretario General de la Academia, y me pregunté si era verdad, ¡o acaso alguna broma de un amigo!
[AS] Bueno, le puedo confirmar que el premio acaba de ser anunciado al público en Estocolmo.
[MARIO VARGAS LLOSA] ¡Ah, ya se ha anunciado. Bueno, estoy profundamente conmovido y agradecido! Ha sido una gran sorpresa Bueno, no sé qué decir... ¡Me siento abrumado, de verdad!
[AS] ¡Eso es algo bueno que decir! Usted ha sido mencionado como candidato durante algunos años, así que... ¿Qué significa ser galardonado con el premio Nobel?
[MARIO VARGAS LLOSA] Bueno, lo sé, pero yo todavía no me lo creo, ¿sabe? Tengo que leerlo en los periódicos.
[AS] Por supuesto, sí. Una vez que está en la literatura –impreso–, entonces es real.
[MARIO VARGAS LLOSA] Me siento muy emocionado y es un estímulo excepcional. Y, francamente, yo no me lo esperaba, ¿sabe? Nunca supe si era verdad que mi nombre estaba entre los posibles candidatos y... Pero, de todos modos, es un evento fantástico y me siento muy sorprendido, muy sorprendido. La escritura ha sido un placer fantástico para mí durante toda mi vida, que yo no puedo creer el ser honrado y recompensado por algo que ha sido una recompensa en sí mismo, ¿sabe? De todos modos, por favor...
[AS] Mis más sinceras felicitaciones...
[MARIO VARGAS LLOSA] De todos modos, por favor, expresar mi gratitud a todos los miembros de la Academia.
[AS] Por supuesto, ¿puedo mantenerlo en el teléfono de un par de minutos porque nos gusta grabar una entrevista telefónica breve?
[MARIO VARGAS LLOSA] Sí, por supuesto.
[AS] Gracias. Entiendo que usted está en Princeton en este momento, ¿dictando algún curso?
[MARIO VARGAS LLOSA] Estoy en Nueva York, pero la enseñanza es en Princeton. Tengo clases los días lunes y martes, pero estoy viviendo en Nueva York hasta el mes de diciembre.
[AS] Ok. Y, usted vive en muchos lugares diferentes…
[MARIO VARGAS LLOSA] Así es: vivo en Lima y Madrid. Sobre todo entre Lima y Madrid.
[AS] ¿Cambia su forma de escribir de acuerdo a los lugares en que está viviendo? [MARIO VARGAS LLOSA] Yo no lo creo. No creo así.Yo, bueno, yo escribo sobre los diferentes lugares, por supuesto, pero, ah, no estoy... A veces me muevo porque estoy escribiendo sobre un determinado lugar. Pero, yo no creo que el cambio de entorno no ayude a tener una nueva historia... Pero, quizás, quizás, sí ... pero no de una manera muy consciente.
[AS] ¿Qué pasa con el lenguaje?
[MARIO VARGAS LLOSA] El lenguaje, estoy convencido de que el hecho de vivir en un país extranjero, digamos, el idioma, enriquece mucho la relación que tengo con el español. Creo que he entendido mejor mi propia lengua en esta confrontación constante -de los españoles con el inglés, con los franceses, con el alemán-. Ah, creo que son mucho más conscientes de los matices que cada lenguaje tiene que expresar la misma idea, los mismos sentimientos. Creo que mi relación con mi propia lengua ha sido mucho, mucho más rica, porque he vivido en países donde el idioma español no era una lengua nacional.
[AS] Y, se escribe en un gran número de formas, y en un número inusualmente grande de las formas, ¿por qué es así?
[MARIO VARGAS LLOSA] Bueno, yo escribo novelas.. Pero, creo que soy un escritor de ficción, porque me toca escribir también, o historias cortas. Pero yo no creo que los diferentes géneros literarios que cultive cambien mi visión, mis creencias... los sentimientos que trato de expresar en mis historias.
[AS] Y, ¿puedo preguntarle sobre su interés en la política? Usted dice que entró a la política de un sentido de obligación. ¿Fue esta obligación personal o la obligación del escritor?
[MARIO VARGAS LLOSA] Yo, creo que los escritores son ciudadanos también, y tienen la obligación moral de participar en el debate cívico, en el debate sobre las soluciones a los problemas que enfrentan las sociedades. Eso no quiere decir que los escritores deban convertirse en políticos profesionales. No, yo nunca pensé, nunca quise ser un político profesional. Lo hice una vez, porque la situación en el Perú estaba profundamente delicada. Tuvimos la hiperinflación, el terrorismo, hubo una gran guerra civil en el país. Y, en ese entorno, mi impresión era que la democracia que teníamos era muy frágil, estaba a punto de colapsar. Así fueron las circunstancias. Pero, lo hice como algo muy excepcional y sabiendo perfectamente bien que esto sería una experiencia transitoria.
Pero, por otra parte, creo que los escritores, como el resto de los ciudadanos, deben participar en los problemas cívicos. De lo contrario, ¡no podríamos protestar!. Si usted cree en la democracia, entonces la democracia es la participación de todos, y no creo que por eso los escritores o los artistas o intelectuales deban exonerarse de esta obligación moral de participar.
[AS] Bueno, una última pregunta. El anuncio del Premio Nobel expone toda su obra a un público nuevo, que nunca lo ha leído antes. ¿Recomendaría que sus nuevos lectores se iniciaran con un libro en particular?
[MARIO VARGAS LLOSA] Oh, bueno. ¡Yo no sé! Supongo que... en verdad, no lo sé. Pero, tal vez... ¡No! No lo puedo decir en este momento! No, no lo puedo decir.
[AS] Ok. Eso suena bien: usted está dejando que los lectores tomen su propia decisión.
[MARIO VARGAS LLOSA] Me parece muy bien, señor.
[AS] Bueno, ha sido un placer hablar con usted.
[MARIO VARGAS LLOSA] Muchas gracias.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Mario pasionario

Por: Julio Ortega *

Hace tiempo que he propuesto que la obra de MVLL se puede leer como una arqueología del mal. Su famosa primera línea de Conversación en La Catedral ("¿En qué momento se jodió el Perú?") se traduce bien en cualquier habla nacional ("¿En qué momento se chingó México?", por ejemplo) porque corresponde a la genealogía del origen del malestar. Aunque viene de más lejos, esa visión deriva, entre otros, de Octavio Paz y su noción agonista de que somos hijos de una ‘violación histórica y existencial’. De modo que la frustración nos define por un mal de origen, que nos destina al fracaso. Esta visión catastrofista de América Latina, muy fuerte en los años 50, fue contestada puntualmente por el utopismo de los años 60, pero la frustración de los proyectos nacionales pronto nos devolvió al escepticismo. Aunque Mariátegui recomendaba escepticismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad, lo cierto es que los peruanos tenemos una excesiva intimidad con el descreimiento. Hasta la palabra ‘yo’ nos resulta un énfasis de estilo. Pero la obra de Vargas Llosa es, además, un exorcismo. No solo la ilustración de la debacle social y política sino su purgación, sacrificio y conjuro. Funde el agudo análisis de Voltaire a la furia descarnada de Dostoievski. Su radical escepticismo tiene fuerza política porque denuncia el poder corruptor que, como en el gran realismo del siglo XIX, es intrínseco a la sociedad misma.
No es casual, por ello, que haya elaborado la tesis de que todo artista es hijo de un desgarramiento. Esa extraordinaria deuda de origen define al escritor, que busca saldarla, nos sugiere, con renovado entusiasmo por la agonía de la purga. Los escritores felices, concluimos, no escriben buenas novelas; en cambio, los desdichados desdicen el decir de que estamos mal hechos.
De allí el extraordinario regusto en la derrota irredimible de personajes magníficos, cuyas heridas y cicatrices configuran su verdadero cuerpo heroico. Estos personajes viven el arrebato de su propia derrota, hasta convertirse en esperpentos deshumanizados. Se diría que MVLL ha explorado el asombro del dolor, que nos abre la mirada al horror despupilado de una verdad intolerable. Se trata de las estaciones de la pasión, sin consuelo ni promesas, del peregrinaje del hombre (el "hombre pobre" vallejiano, desamparado de los discursos reparadores), una y otra vez caído en su vía crucis social. Si en el lenguaje de Vallejo, Dios agoniza; en el de Vargas Llosa se ha ausentado definitivamente, y somos, como en la obra de García Márquez, "huérfanos de nuestros propios hijos".
Aunque muchos de sus lectores hemos lamentado sus ideas políticas, hay que decir que Mario no solo ha sido un formidable antagonista, cuya obra está a la izquierda de su política; si no que ha mejorado el debate apasionado por las ideas y las certezas de la pasión. Al final, más allá de las posturas de la hora, esa vehemencia recorre su vida pública tanto como su escritura. Quizá, en una figura barroca de la agudeza, se pasó al otro lado de su obra para tolerar los demonios que la dictan.
En una época corrompida por el egoísmo, diezmada por los poderes mediocres, donde ya no se reconocen valores sin precio, la obra de MVLL es un fuego de la tribu, que alumbra la noche negra del mundo en español.
[*] Crítico literario (fuente: diario El Comercio de Lima)

lunes, 11 de octubre de 2010

Contra viento y marea

Arequipeño universal: Premio Nobel de Literatura 2010.

Mario Vargas Llosa se había resignado a no esperar nada de la Academia Sueca. En los últimos años, se desentendía del asunto y sus amigos ya sabían que hablar del Nobel era un tema tabú en la casa del escritor. Tras 47 años de carrera literaria y 15 de espera, el Nobel ha llegado por fin a manos de quien hace rato que lo merecía. Se trata del acontecimiento más importante de la cultura peruana en lo que va de historia republicana.
Escribe César Hildebrandt
Tenía yo quince años cuando leí La ciudad y los perros. Al estupor que me produjo el libro se añadía el morbo de que la historia del Jaguar, el Serrano, el Esclavo y Alberto transcurría en el colegio donde yo estudiaba, el Leoncio Prado.
Nunca fue cierto que el libro se quemara en una pira nazi en el patio central del colegio, frente a la guardia de prevención. Esa fue una leyenda que le hizo mucho bien a las ventas y que me imagino fue una ocurrencia de Carlos Barral, el sagaz editor catalán que había apostado por Vargas Llosa.
El Leoncio Prado era en aquel entonces, desde el punto de vista de la educación impartida, un gran colegio, pero Mario había salido de allí en 1951, a la mala, antes de terminar la secundaria y por razones disciplinarias. De modo que el libro era, aparte de una gran novela, una venganza. Con los años entendí de qué se trataba todo eso: Mario no sólo había ajusticiado al colegio que lo había hecho infeliz sino que había ajustado cuentas con su padre, quien fue el que impuso su traslado a ese establecimiento militarizado y a veces brutal, y a quien Mario jamás pudo querer porque encarnaba todo lo que él odiaba desde los forros: la grisura, el autoritarismo violento, los tiesos valores chauvinistas de alguna clase media peruana.
Pero volvamos al libro. Mi primer contacto con aquella novela inaugural de Vargas Llosa fue porque mi profesor de literatura, Rubén Lingán, la empezó a leer, en voz alta y con la puerta cerrada, en pleno salón de clases. Jamás olvidaré su voz teatral diciendo: “Mientes, serrano, no es verdad. Juro que las he visto. Así que fuimos después de la comida…
Ese cambalache de tiempos narrativos, esos saltos de la perspectiva, esa sucesión a veces caótica del punto de vista, resultaban espléndidos para una historia tan trenzada como la de La ciudad y los perros.
Pero lo mejor era que, por primera vez en mi breve vida de lector, sentía que ese libro no era “literatura”, sino vida impresa. La calle hablaba en ese libro. Los personajes estaban próximos porque la oralidad los hacía latir, las maldades eran tan creíbles como los sufrimientos, la vulgaridad estaba tan bien recreada que en la escena en que el Jaguar defeca delante de su pandilla yo cerré el libro por un instante porque tuve ganas de vomitar. Eso no era un libro tradicional con un narrador omnisciente: era una bitácora, un cuadernos de voces que, prescindiendo del mago, tejían esa historia coral donde todo parecía caber: la extrema maldad y la ternura más atenta.
¿Sería un accidente ese libro extraordinario? ¿Volvería Vargas Llosa a escribir algo tan poderoso?
Sí, por supuesto. Cuatro años después, en 1966, apareció La Casa Verde, un libro deslumbrante. Ya no había duda: estábamos frente al más grande escritor de estas comarcas.
La Casa Verde producía una inmediata adicción. Cuando se publicó, yo tenía 19 años, era un lector profesional y un inútil orgulloso de su inutilidad. De modo que cogí el libro, me tumbé en mi cama y no paré las únicas treguas que me permití fueron para ir al baño o comer algo hasta terminarlos muchas horas después.
¿Cómo olvidar a Fushía y a Aquilino? ¿Cómo olvidar al cacique al que le queman las axilas con huevos calientes? ¿Y cómo olvidar el viaje permanente al que Vargas Llosa somete al lector yendo de Santa María de la Nieva a Catacaos, del monerío aullante de la selva casi virgen al arenal donde sólo parece brillar el verde de ese burdel que le da nombre a la novela?
Poco se ha dicho de la vocación felizmente pornógrafa de Vargas Llosa, de su maestría para el erotismo. Una de las mejores escenas de La ciudad y los perros es cuando Alberto va a Huatica y hace el amor con una puta pedagógica que le enseña algunos secretos de la fuerza y la cadencia. Pues bien, una de las mayores hazañas de La Casa Verde es el encuentro perverso y criminalmente pedófilo entre Anselmo y la ciega Toñita. Y allí hay unas líneas en las que Vargas Llosa suprime los adjetivos y logra uno de los efectos más extraños que mi vida de lector me haya deparado: “Una y otra vez alísalo y dile tus rodillas son, y tus caderas son, y tus hombros son, y lo que sientes, y que la quieres, siempre que la quieres. Tú, Toñita, muchachita , churre, y estréchala contra ti, ahora sí busca sus muslos, sepáralos con timidez, sé cuidadoso, sé obediente, no la apremies, bésala y retírate, vuelve a besarla, sosiégala y, mientras siente cómo tu mano se humedece y su cuerpo se abandona y despliega, la perezosa modorra que la invade y cómo se activa su aliento y sus brazos te llaman, siente cómo la torre comienza a andar, a abrazarse, a desaparecer entre dunas calientes. Dile que eres mi mujer, no llores, no te abraces a mí como si fueras a morir, dile empiezas a vivir, y ahora distráela, juega con ella, seca sus mejillas, cántale, arrúllala, dile que duerma, tú seré tu almohada, Toñita, velaré por tu sueño”.
Con esos dos libros la fama de Vargas Llosa estaba garantizada. Es cierto que Ciro Alegría había sido grande y Arguedas importante, pero también es cierto que el indigenismo como veta y nostalgia del bien perdido parecía no dar más. Congrains y Reynoso estaban haciendo lo suyo como antes muchos otros, pero no cabía duda de que estábamos ante un viajero de otros horizontes. Vargas Llosa quería renovar el lenguaje, retratar al Perú sin compasión, bucear en las miserias humanas que nos emparentan con todo el mundo, romper los cánones del tiempo y el yo narrativo, crear lectores que no leyeran sino que persiguieran sus libros. Y todo lo consiguió muy rápidamente.
Para los escépticos y mezquinos que decían que sería necesaria “otra prueba”, un día memorable de 1969 nos llegó la edición en dos tomos de Conversación en La Catedral, quizá el libro mejor construido, más sombrío y más convincente de todos los que ha escrito.
Un día le pregunté a Vargas Llosa cómo había llegado a ese realismo a veces glacial de Conversación en La Catedral. Me dijo que unas historias tan truculentas merecían, para que fueran creíbles, una prosa sin aspavientos. Tenía razón.
Si el Perú desapareciese por alguna cataclísmica razón, bastaría con tres libros para darse una idea de lo que fue, de lo que fuimos: Comentarios Reales de los Incas, los nueve u once tomos de Jorge Basadre y Conversación en La Catedral, de Vargas Llosa.
Es un libro escrito desde un tranquilo asco y por él desfilan el banquero marica, las muchachas bien que quieren portarse mal, los periodistas amarillentos y estúpidos de La Crónica, Zavalita y sus traiciones y fantasmas, el esbirro de Odría llamado para el caso Cayo Mierda y, sobre todo, Lima y su derrota, el Perú y su catástrofe social, la resignación como salida.
El Perú jodido, piensa, Carlitos jodido, todos jodidos. Piensa: no hay solución”, escribe Vargas Llosa al empezar la novela.
Conversación en La Catedral fue, desde mi modesto entender, la cima literaria de Vargas Llosa. A partir de allí, y coincidiendo con un cambio de postura frente al mundo, Vargas Llosa hizo libros encantadores, reílones, agraciados, divertidos, ligeros y vendibles.
Pero jamás volvió a situarse en ese amargor creativo que envenenaba y estiraba hasta el Olimpo su talento. Creo haberlo dicho en otro sitio: se amistó con el mundo de los grandes poderes, contrajo el liberalismo que todo lo explica y a todo adversario descalifica, mató de a pocos al desasosegado que llevaba adentro (y que era el que escribía) y produjo desde Pantaleón y las visitadoras hasta ¿Quién mató a Palomino Molero? Es curioso que su único intento de volver a las grandes ambiciones utilizara el anecdotario de los estrafalarios Canudos en Brasil. Como si hubiese querido cerrar el ciclo diciéndonos que detrás de las rebeldías, aun de las legítimas, pueden estar la locura, el fanatismo, la ignorancia, la chifladura armada.
Como algunos saben, fui amigo de Vargas Llosa. Me dedica algunos párrafos generosísimos en su autobiografía El pez en el agua y allí recuerda algo de aquella campaña electoral que nos unió de un modo novelesco. Me refiero, por ejemplo, a aquella tarde, en casa de Jorge Salmón en Chaclacayo, cuando, ensayando para el debate que se venía, yo hice de Fujimori y le puse todas las zancadillas que se me podían ocurrir e insinué todas las canalladas que, en efecto, se dijeron. Y al parecer no lo hice tan mal porque después del debate, Salmón me dijo que alguien del equipo había computado agravios de Fujimori y que 90% de ellos los había planteado este modesto servidor en el simulacro.
Recuerdo que al día siguiente de la derrota en segunda vuelta, Mario me invitó a desayunar con Patricia en su casa de Barranco. Allí me anunció que se iba esa misma noche, que me daba las gracias, que no estaba sorprendido por lo ocurrido.
Cuando fui a vivir a España, una noche, en un restaurante de lo más divertido, Mario invitó a Jaime Bayly, a su hijo Álvaro y a este cronista para una cena que resultó cálida y de lo más amistosa. Poco después, el ABC me envió a Boston para que le hiciera una entrevista y allí ocurrió algo que hizo que Vargas Llosa se riera como nunca lo había visto reír.
Mario y Patricia me habían invitado a escuchar a la Sinfónica de Boston y allí estábamos en plena mezzanine cuando a mí, torpe de toda la vida, se me deslizó la cámara con la que horas antes había tomado las fotos que servirían al reportaje. La cámara, una Olympus lo suficientemente pesada como para matar a alguien si la gravedad iba en su auxilio, cayó a la platea y, cuando me asomé a ver qué había ocurrido, la vi hecha pedazos junto a un viejo melómano sentado en una butaca que daba al pasillo central. La cámara había caído a 50 centímetros de esa noble crisma. Mario, que estaba ensimismado con lo que tocaba esa orquesta llena de estudiantes asiáticos, preguntó, al verme inclinado, qué diablos pasaba. Cuando se lo conté tuvimos que salir un rato del teatro para que su risa no molestara a nadie. “¿Te has puesto a pensar que en este país te pueden hacer un juicio si con el carrito de las comparas le das un leve empellón a alguien?”, me preguntaba. Y añadía: “¡Pudiste haberlo matado!” Y volvía a reír. Se rió mucho más cuando le conté cómo es que en el hotel de Boston donde estaba alojado casi me llevan a la cárcel cuando entregué mi tarjeta American Express y resultó que ésta estaba inválida y denunciada en Madrid como perdida. ¿Cómo explicarle al jefe de seguridad del hotel que la denuncia sobre la pérdida la había hecho yo mismo porque la había dejado abandonada, junto a mis documentos, en un taxi? ¿Cómo decirle que el taxista había ido al día siguiente a mi casa a devolvérmela algo por lo que se ganó 100 dólares pero que yo había omitido retirar la denuncia? Mario trepidaba de la risa, babeaba con mi historia. Y Patricia, aunque conmovida por ese ser tan tarado que tenía al frente, también. Así de amigos éramos.
Meses después, escribí, en el ABC Cultural, una crítica severa a un libro de Álvaro. Álvaro había querido sobornarme ofreciéndome un puesto en el Miami Herald y eso a mí me supo a helado de puré. No fue nada difícil encontrarle errores tremendos a su libro. Entonces, Patricia decretó mi muerte y Mario la acompañó a mi funeral. Desde ese momento no volvimos a vernos ni a hablarnos.
Esta mañana, sin embargo, me he sentido, como casi todos los peruanos, feliz de lo ocurrido. Vargas Llosa no requería del Nobel, ese premio que le negaron a Joyce, el padre, y a Borges, el maestro. Pero se lo han dado y eso está muy bien. Vargas Llosa se merecía el Nobel. No sé si el Nobel, entregado a tanta mediocridad fugaz, se merecía a Vargas Llosa.
César Hildebrandt
Fuente: Hildebrandt en sus trece

domingo, 10 de octubre de 2010

Lo que el Nobel significa para el Perú

¿Cómo no comprender que el Perú celebre unánimemente el Nobel de Mario Vargas Llosa? Toda su obra, aun La guerra del fin del mundo, ambientada en Brasil, y La Fiesta del Chivo, en el Caribe, está inspirada en el Perú: en sus paisajes, sus gentes, sus razas, sus demonios. Todos sus libros brotaron de alguna experiencia peruana: primero las más inmediatas, de su familia o su colegio, y luego de los dramas que transformaron la historia de los peruanos.

Esa obra está intensamente mezclada además con la política. Quizá su punto más alto, donde la literatura latinoamericana llegó a unos niveles narrativos que no había alcanzado antes, Conversación en La Catedral, es una meditación sobre el poder, y el efecto que causan sobre la moral de las sociedades y el destino de los individuos.

Acaso no sea casual que esa sofisticada exploración narrativa, con su pirámide casi infinita de diálogos, sea una novela política. Hablando de un libro de Victor Serge, Susan Sontag dijo que la novela como un gran lienzo, la narrativa de múltiples voces, es "la forma preferida de un escritor con una poderosa conciencia política".

Por eso fue una sorpresa, en 1990, que Mario fracasara cuando quiso gobernar el Perú. Un fracaso político, pero un triunfo intelectual, porque cambió para siempre la cultura económica del Perú, e introdujo ideas y lenguajes que todos se apropiaron desde entonces.

Y, asimismo, demostró el poder de vaticinio de la novela: en La casa verde había incorporado previsoramente a un personaje, Fushía, un remoto antecesor de Fujimori. En Historia secreta de una novela lo describió así: "Nadie sabía de dónde venía ni por qué había elegido esa intrincada comarca para instalarse. Era un japonés..." Aunque García Márquez y Fuentes habían ya publicado sus primeros libros, el boom de la literatura latinoamericana comenzó en 1962, cuando La ciudad y los perros ganó el Premio Biblioteca Breve.

Antes de esos novelistas, la literatura estaba dominada por el inmenso y abrumador paisaje americano. En La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera, alguien pregunta al final por los personajes y la respuesta llega como un eco nocturno: no están, "se los tragó la selva". Fue con los autores del boom que la literatura latinoamericana alcanzó la mayoría de edad.

En estos cuarenta y ocho años, y después de decenas de libros, Vargas Llosa ha examinado todos los grandes temas de la condición humana: la muerte, el sexo, el poder, la libertad del individuo, el poder de la tribu, el fanatismo, las utopías. Y lo ha hecho a través de todos los registros: la novela política, la literatura erótica, el folletón, la épica. Y a través de todos los géneros: cuento, novela, teatro, ensayo, incluso cine y poesía.

Pero sería no apreciar a Vargas Llosa en toda su dimensión si no supiéramos que no es solamente un narrador, un técnico de la ficción, sino un intelectual de primer orden. Lo más alejado de alguien como Fitzgerald, según lo vio Edmund Wilson: "Le ha sido dada la imaginación, sin control intelectual de ella; el deseo de la belleza, sin un ideal estético; un don para la expresión, sin muchas ideas que expresar".

Vargas Llosa es lo opuesto a eso, y lo más parecido a lo que existe en el mundo a un gran pensador público como lo fue Sartre, o su otro ídolo, Víctor Hugo.

Se ha dicho mucho, comenzando por el propio Mario, que su modelo original fue Sartre. Pero el modelo original acaso no fue Sartre. La vida que hubiera querido tener es la de Malraux: el hombre universal, el ensayista, el creador de ficciones inmortales, el guerrero, el aventurero.

La Academia ha reconocido en su obra monumental "una cartografía del poder" y la fuerza y vigor de sus imágenes sobre "la resistencia, la revuelta, y la derrota individual". En todo esto, Vargas Llosa ha sido fiel a su célebre discurso de 1967, cuando ganó el Premio Rómulo Gallegos. Dijo entonces: "la literatura es fuego, significa inconformismo y rebelión, la razón del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica".

Toda su evolución intelectual y política parece arribar a una apoteosis del individuo. Nada soy, simula decir, sino yo mismo: el individuo es lo que se hace y no pertenece de verdad a ninguna entelequia: nación, raza, clase, partido.

En octubre del 2006, salíamos de la Universidad de Columbia, luego de los premios Cabot Moors, que había recibido. Al día siguiente se fallaba el Nobel, que ganó a la postre Orhan Pamuk. "Mañana ganas el Nobel", le pronostiqué, con un error de cuatro años. "No me vuelvas a hablar del Nobel", fue su respuesta.

Pero hoy lo ha recibido, y el Perú entero, amigos y opositores, lo celebra.

El pesimismo ha sido un rasgo del Perú. El mismo Vargas Llosa, en Conversación en La Catedral, le hizo plantear a Zavalita la célebre pregunta sobre el Perú. Pero ahora este país, azotado desde la Conquista por todos los tiempos del desprecio, comienza a salir de su baja autoestima secular. Despierta al crecimiento, y sabe que puede estar a las puertas, por qué no, del desarrollo. El Nobel de Mario refuerza ese ánimo. Porque ahora sabe también que, gracias a él, estaba en el panteón de la literatura universal.

Alfredo Barnechea
Diario Correo, Lima

Catorce minutos de reflexión

Ese día, como todos los días desde que, hace tres semanas, llegamos a Nueva York, me levanté a las cinco de la mañana y, procurando no despertar a Patricia, me fui a la salita a leer. Era noche cerrada todavía y las luces de los rascacielos del contorno tenían la apariencia inquietante de una gigantesca bandada de cocuyos invadiendo la ciudad. Dentro de una hora más o menos comenzaría a amanecer y, si estaba despejado el cielo, las primeras luces irían iluminando el río Hudson y la esquina de Central Park con sus árboles que el otoño comienza a dorar, un lindo espectáculo que me regalan cada mañana las ventanas del departamento (vivimos en el piso cuarenta y seis).
Tenía el día planificado con toda precisión. Trabajaría un par de horas preparando la clase del próximo lunes en Princeton, en la que ilustraría el tema del punto de vista con ejemplos tomados de “El reino de este mundo” de Alejo Carpentier, media hora de ejercicios para la espalda, una hora de caminata en Central Park, periódicos, desayuno, ducha, y a la Public Library de Nueva York, donde escribiría mi Piedra de Toque para “El País” sobre el suicidio, tirándose del puente George Washington, en la Universidad de Rutgers, de Tylor Clementi, violinista y joven estudiante al que dos compañeros homófobos habían denunciado como gay, difundiendo en la red un video en el que aparecía besándose con un hombre.
Inmediatamente fui absorbido por la magia de “El reino de este mundo” y la transfiguración mítica que la prosa de Carpentier hace de los primeros intentos independentistas en Haití. El narrador omnisciente de la historia es una astuta ausencia erudita, libresca, barroca y rebuscada que narra desde muy cerca de la sensibilidad del esclavo Ti Noel, quien cree en los Grandes Loas del vudú y que los hechiceros del culto, como Mackandal, gozan del don de la licantropía, es decir, pueden transformarse en animales a voluntad. Hacía por lo menos veinte años que no la releía y su poder de persuasión seguía siendo irresistible.
De pronto advertí la presencia de Patricia en la salita. Se acercaba con el teléfono en la mano y una cara que me asustó. “Una tragedia en la familia”, pensé. Cogí el aparato y escuché, entre silbidos, ecos y eructos eléctricos, una voz que hablaba en inglés. En el instante en que alcancé a distinguir las palabras “Swedish Academy” la comunicación se cortó. Estuvimos callados, mirándonos sin decir nada, hasta que el teléfono repicó otra vez. Ahora sí se oía bien. El caballero me dijo que era el secretario de la Academia Sueca, que me habían concedido el Premio Nobel de Literatura y que la noticia se haría pública dentro de 14 minutos. Que podía escucharla en la televisión, la radio e Internet.
–Hay que avisar a Álvaro, Gonzalo y Morgana –dijo Patricia.
–Mejor esperemos que sea oficial –le contesté.
Y le recordé que, hacía muchos años, en Roma, nos habían contado la broma pesada que le jugaron unos amigos (o más bien enemigos) a Alberto Moravia, haciéndose pasar por funcionarios de la Academia Sueca y felicitándolo por el galardón. Él alertó a la prensa y la noticia resultó un embrollo de mal gusto.
–Si es cierto, esta casa se va a volver un loquerío –dijo Patricia–. Mejor dúchate de una vez.
Pero, en vez de hacerlo, me quedé en la salita, viendo asomar entre los rascacielos las primeras luces de la mañana neoyorquina. Pensé en la casa de la calle Ladislao Cabrera, en Cochabamba, donde pasé mi infancia, y en el libro de Neruda “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, que mi madre me había prohibido leer y que tenía escondido en su velador (el primer libro prohibido que leí). Pensé en lo mucho que le hubiera alegrado la noticia, si era cierta. Pensé en la gran nariz y la calva reluciente del abuelo Pedro, que escribía versos festivos y explicaba a la familia, cuando yo me negaba a comer: “Para el poeta la comida es prosa”. Pensé en el tío Lucho, que, en ese año feliz que pasé en su casa de Piura, el último del colegio, escribiendo artículos, cuentecitos y poemas que publicaba a veces en “La Industria”, me animaba incansablemente a perseverar y ser un escritor, porque, acaso hablando de sí mismo, me aseguraba que no seguir la propia vocación es traicionarse y condenarse a la infelicidad. Pensé en el estreno, ese mismo año, en el teatro Variedades de Piura, de mi obrita “La huida del Inca”, que mi amigo Javier Silva publicitaba a voz en cuello por las calles con una gran bocina, desde el techo de un camión, y en la bella Ruth Rojas, la Vestal de la obra, de la que yo estaba enamorado en secreto.
–Es una tontería pensar que esto puede ser una broma –dijo Patricia–. Llamemos a Álvaro, Gonzalo y Morgana de una vez.
Llamamos a Álvaro a Washington, a Gonzalo a Santo Domingo y a Morgana a Lima, y todavía faltaban siete u ocho minutos para la hora señalada. Yo pensé en Lucho Loayza y Abelardo Oquendo, los amigos de adolescencia y en la revista “Literatura”, de la que sacamos apenas tres números, de nuestro manifiesto contra la pena de muerte, del homenaje a César Moro, y de las feroces discusiones que a veces teníamos sobre si Borges era más importante que Sartre o este que aquel. Yo sostenía lo último y ellos lo primero y eran ellos, por supuesto, quienes llevaban la razón. Fue entonces cuando me pusieron el apodo (que a mí me encantaba): ‘El Sartrecillo Valiente’.
Pensé en el concurso de La Revue Francaise que gané el año 1957, con mi cuento “El desafío”, que me deparó un viaje a París, donde pasé un mes de total felicidad, viviendo en el hotel Napoleón, en las cuatro palabras que cambié con Albert Camus y María Casares en las puertas de un teatro de los Grandes Bulevares, y mis desesperados y estériles esfuerzos para ser recibido por Sartre aunque fuera solo un minuto para verle la cara y estrecharle la mano. Recordé mi primer año en Madrid y las dudas que tuve antes de decidirme a enviar los cuentos de “Los jefes” al Premio Leopoldo Alas, creado por un grupo de médicos de Barcelona, encabezado por el doctor Rocas y asesorado por el poeta Enrique Badosa, gracias a los cuales tuve la enorme alegría de ver mi primer libro impreso.
Pensé que, si la noticia era cierta, tenía que agradecer públicamente a España lo mucho que le debía, pues, sin el extraordinario apoyo de personas como Carlos Barral, Carmen Balcells y tantas otras, editores, críticos, lectores, jamás hubieran alcanzado mis libros la difusión que han tenido.
Y pensé lo increíblemente afortunado que yo he sido en la vida por seguir el consejo del tío Lucho y haber decidido, a mis 22 años, en aquella pensión madrileña de la calle de Doctor Castello, en algún momento de agosto de 1958, que no sería abogado sino escritor, y que, desde entonces, aunque tuviera que vivir a tres dobles y un repique, organizaría mi vida de tal manera que la mayor parte de mi tiempo y energía se volcaran en la literatura, y que solo buscaría trabajos que me dejaran tiempo libre para escribir. Fue una decisión algo quimérica, pero me ayudó mucho, por lo menos psicológicamente, y, creo que, en sus grandes rasgos, la cumplí en mis años de París, pues los trabajos en la Escuela Berlitz, la Agence France Presse y la Radio Televisión Francesa me dejaron siempre algunas horitas del día para leer y escribir.
Y pensé en la extraña paradoja de haber recibido tantos reconocimientos, como este (si la noticia no era una broma de mal gusto), por dedicar mi vida a un quehacer que me ha hecho gozar infinitamente, en la que cada libro ha sido una aventura llena de sorpresas, de descubrimientos, de ilusiones y de exaltación, que compensaban siempre con creces las dificultades, dolores de cabeza, depresiones y estreñimientos. Y pensé en lo maravillosa que es la vida que los hombres y las mujeres inventamos, cuando todavía andábamos en taparrabos y comiéndonos los unos a los otros, para romper las fronteras tan estrechas de la vida verdadera, y trasladarnos a otra, más rica, más intensa, más libre, a través de la ficción.
A las seis en punto de la mañana las radios, la televisión e Internet confirmaron que la noticia era cierta. Como predijo Patricia, la casa se volvió un loquerío y desde entonces yo dejé de pensar y, casi casi, hasta de respirar.

Mario Vargas Llosa
Diario El País de Madrid
Nueva York, octubre del 2010