¿Cómo no comprender que el Perú celebre unánimemente el Nobel de Mario Vargas Llosa? Toda su obra, aun La guerra del fin del mundo, ambientada en Brasil, y La Fiesta del Chivo, en el Caribe, está inspirada en el Perú: en sus paisajes, sus gentes, sus razas, sus demonios. Todos sus libros brotaron de alguna experiencia peruana: primero las más inmediatas, de su familia o su colegio, y luego de los dramas que transformaron la historia de los peruanos.
Esa obra está intensamente mezclada además con la política. Quizá su punto más alto, donde la literatura latinoamericana llegó a unos niveles narrativos que no había alcanzado antes, Conversación en La Catedral, es una meditación sobre el poder, y el efecto que causan sobre la moral de las sociedades y el destino de los individuos.
Acaso no sea casual que esa sofisticada exploración narrativa, con su pirámide casi infinita de diálogos, sea una novela política. Hablando de un libro de Victor Serge, Susan Sontag dijo que la novela como un gran lienzo, la narrativa de múltiples voces, es "la forma preferida de un escritor con una poderosa conciencia política".
Por eso fue una sorpresa, en 1990, que Mario fracasara cuando quiso gobernar el Perú. Un fracaso político, pero un triunfo intelectual, porque cambió para siempre la cultura económica del Perú, e introdujo ideas y lenguajes que todos se apropiaron desde entonces.
Y, asimismo, demostró el poder de vaticinio de la novela: en La casa verde había incorporado previsoramente a un personaje, Fushía, un remoto antecesor de Fujimori. En Historia secreta de una novela lo describió así: "Nadie sabía de dónde venía ni por qué había elegido esa intrincada comarca para instalarse. Era un japonés..." Aunque García Márquez y Fuentes habían ya publicado sus primeros libros, el boom de la literatura latinoamericana comenzó en 1962, cuando La ciudad y los perros ganó el Premio Biblioteca Breve.
Antes de esos novelistas, la literatura estaba dominada por el inmenso y abrumador paisaje americano. En La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera, alguien pregunta al final por los personajes y la respuesta llega como un eco nocturno: no están, "se los tragó la selva". Fue con los autores del boom que la literatura latinoamericana alcanzó la mayoría de edad.
En estos cuarenta y ocho años, y después de decenas de libros, Vargas Llosa ha examinado todos los grandes temas de la condición humana: la muerte, el sexo, el poder, la libertad del individuo, el poder de la tribu, el fanatismo, las utopías. Y lo ha hecho a través de todos los registros: la novela política, la literatura erótica, el folletón, la épica. Y a través de todos los géneros: cuento, novela, teatro, ensayo, incluso cine y poesía.
Pero sería no apreciar a Vargas Llosa en toda su dimensión si no supiéramos que no es solamente un narrador, un técnico de la ficción, sino un intelectual de primer orden. Lo más alejado de alguien como Fitzgerald, según lo vio Edmund Wilson: "Le ha sido dada la imaginación, sin control intelectual de ella; el deseo de la belleza, sin un ideal estético; un don para la expresión, sin muchas ideas que expresar".
Vargas Llosa es lo opuesto a eso, y lo más parecido a lo que existe en el mundo a un gran pensador público como lo fue Sartre, o su otro ídolo, Víctor Hugo.
Se ha dicho mucho, comenzando por el propio Mario, que su modelo original fue Sartre. Pero el modelo original acaso no fue Sartre. La vida que hubiera querido tener es la de Malraux: el hombre universal, el ensayista, el creador de ficciones inmortales, el guerrero, el aventurero.
La Academia ha reconocido en su obra monumental "una cartografía del poder" y la fuerza y vigor de sus imágenes sobre "la resistencia, la revuelta, y la derrota individual". En todo esto, Vargas Llosa ha sido fiel a su célebre discurso de 1967, cuando ganó el Premio Rómulo Gallegos. Dijo entonces: "la literatura es fuego, significa inconformismo y rebelión, la razón del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica".
Toda su evolución intelectual y política parece arribar a una apoteosis del individuo. Nada soy, simula decir, sino yo mismo: el individuo es lo que se hace y no pertenece de verdad a ninguna entelequia: nación, raza, clase, partido.
En octubre del 2006, salíamos de la Universidad de Columbia, luego de los premios Cabot Moors, que había recibido. Al día siguiente se fallaba el Nobel, que ganó a la postre Orhan Pamuk. "Mañana ganas el Nobel", le pronostiqué, con un error de cuatro años. "No me vuelvas a hablar del Nobel", fue su respuesta.
Pero hoy lo ha recibido, y el Perú entero, amigos y opositores, lo celebra.
El pesimismo ha sido un rasgo del Perú. El mismo Vargas Llosa, en Conversación en La Catedral, le hizo plantear a Zavalita la célebre pregunta sobre el Perú. Pero ahora este país, azotado desde la Conquista por todos los tiempos del desprecio, comienza a salir de su baja autoestima secular. Despierta al crecimiento, y sabe que puede estar a las puertas, por qué no, del desarrollo. El Nobel de Mario refuerza ese ánimo. Porque ahora sabe también que, gracias a él, estaba en el panteón de la literatura universal.
Esa obra está intensamente mezclada además con la política. Quizá su punto más alto, donde la literatura latinoamericana llegó a unos niveles narrativos que no había alcanzado antes, Conversación en La Catedral, es una meditación sobre el poder, y el efecto que causan sobre la moral de las sociedades y el destino de los individuos.
Acaso no sea casual que esa sofisticada exploración narrativa, con su pirámide casi infinita de diálogos, sea una novela política. Hablando de un libro de Victor Serge, Susan Sontag dijo que la novela como un gran lienzo, la narrativa de múltiples voces, es "la forma preferida de un escritor con una poderosa conciencia política".
Por eso fue una sorpresa, en 1990, que Mario fracasara cuando quiso gobernar el Perú. Un fracaso político, pero un triunfo intelectual, porque cambió para siempre la cultura económica del Perú, e introdujo ideas y lenguajes que todos se apropiaron desde entonces.
Y, asimismo, demostró el poder de vaticinio de la novela: en La casa verde había incorporado previsoramente a un personaje, Fushía, un remoto antecesor de Fujimori. En Historia secreta de una novela lo describió así: "Nadie sabía de dónde venía ni por qué había elegido esa intrincada comarca para instalarse. Era un japonés..." Aunque García Márquez y Fuentes habían ya publicado sus primeros libros, el boom de la literatura latinoamericana comenzó en 1962, cuando La ciudad y los perros ganó el Premio Biblioteca Breve.
Antes de esos novelistas, la literatura estaba dominada por el inmenso y abrumador paisaje americano. En La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera, alguien pregunta al final por los personajes y la respuesta llega como un eco nocturno: no están, "se los tragó la selva". Fue con los autores del boom que la literatura latinoamericana alcanzó la mayoría de edad.
En estos cuarenta y ocho años, y después de decenas de libros, Vargas Llosa ha examinado todos los grandes temas de la condición humana: la muerte, el sexo, el poder, la libertad del individuo, el poder de la tribu, el fanatismo, las utopías. Y lo ha hecho a través de todos los registros: la novela política, la literatura erótica, el folletón, la épica. Y a través de todos los géneros: cuento, novela, teatro, ensayo, incluso cine y poesía.
Pero sería no apreciar a Vargas Llosa en toda su dimensión si no supiéramos que no es solamente un narrador, un técnico de la ficción, sino un intelectual de primer orden. Lo más alejado de alguien como Fitzgerald, según lo vio Edmund Wilson: "Le ha sido dada la imaginación, sin control intelectual de ella; el deseo de la belleza, sin un ideal estético; un don para la expresión, sin muchas ideas que expresar".
Vargas Llosa es lo opuesto a eso, y lo más parecido a lo que existe en el mundo a un gran pensador público como lo fue Sartre, o su otro ídolo, Víctor Hugo.
Se ha dicho mucho, comenzando por el propio Mario, que su modelo original fue Sartre. Pero el modelo original acaso no fue Sartre. La vida que hubiera querido tener es la de Malraux: el hombre universal, el ensayista, el creador de ficciones inmortales, el guerrero, el aventurero.
La Academia ha reconocido en su obra monumental "una cartografía del poder" y la fuerza y vigor de sus imágenes sobre "la resistencia, la revuelta, y la derrota individual". En todo esto, Vargas Llosa ha sido fiel a su célebre discurso de 1967, cuando ganó el Premio Rómulo Gallegos. Dijo entonces: "la literatura es fuego, significa inconformismo y rebelión, la razón del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica".
Toda su evolución intelectual y política parece arribar a una apoteosis del individuo. Nada soy, simula decir, sino yo mismo: el individuo es lo que se hace y no pertenece de verdad a ninguna entelequia: nación, raza, clase, partido.
En octubre del 2006, salíamos de la Universidad de Columbia, luego de los premios Cabot Moors, que había recibido. Al día siguiente se fallaba el Nobel, que ganó a la postre Orhan Pamuk. "Mañana ganas el Nobel", le pronostiqué, con un error de cuatro años. "No me vuelvas a hablar del Nobel", fue su respuesta.
Pero hoy lo ha recibido, y el Perú entero, amigos y opositores, lo celebra.
El pesimismo ha sido un rasgo del Perú. El mismo Vargas Llosa, en Conversación en La Catedral, le hizo plantear a Zavalita la célebre pregunta sobre el Perú. Pero ahora este país, azotado desde la Conquista por todos los tiempos del desprecio, comienza a salir de su baja autoestima secular. Despierta al crecimiento, y sabe que puede estar a las puertas, por qué no, del desarrollo. El Nobel de Mario refuerza ese ánimo. Porque ahora sabe también que, gracias a él, estaba en el panteón de la literatura universal.
Alfredo Barnechea
Diario Correo, Lima
Diario Correo, Lima
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