Por: Julio Ortega *
Hace tiempo que he propuesto que la obra de MVLL se puede leer como una arqueología del mal. Su famosa primera línea de Conversación en La Catedral ("¿En qué momento se jodió el Perú?") se traduce bien en cualquier habla nacional ("¿En qué momento se chingó México?", por ejemplo) porque corresponde a la genealogía del origen del malestar. Aunque viene de más lejos, esa visión deriva, entre otros, de Octavio Paz y su noción agonista de que somos hijos de una ‘violación histórica y existencial’. De modo que la frustración nos define por un mal de origen, que nos destina al fracaso. Esta visión catastrofista de América Latina, muy fuerte en los años 50, fue contestada puntualmente por el utopismo de los años 60, pero la frustración de los proyectos nacionales pronto nos devolvió al escepticismo. Aunque Mariátegui recomendaba escepticismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad, lo cierto es que los peruanos tenemos una excesiva intimidad con el descreimiento. Hasta la palabra ‘yo’ nos resulta un énfasis de estilo. Pero la obra de Vargas Llosa es, además, un exorcismo. No solo la ilustración de la debacle social y política sino su purgación, sacrificio y conjuro. Funde el agudo análisis de Voltaire a la furia descarnada de Dostoievski. Su radical escepticismo tiene fuerza política porque denuncia el poder corruptor que, como en el gran realismo del siglo XIX, es intrínseco a la sociedad misma.
No es casual, por ello, que haya elaborado la tesis de que todo artista es hijo de un desgarramiento. Esa extraordinaria deuda de origen define al escritor, que busca saldarla, nos sugiere, con renovado entusiasmo por la agonía de la purga. Los escritores felices, concluimos, no escriben buenas novelas; en cambio, los desdichados desdicen el decir de que estamos mal hechos.
De allí el extraordinario regusto en la derrota irredimible de personajes magníficos, cuyas heridas y cicatrices configuran su verdadero cuerpo heroico. Estos personajes viven el arrebato de su propia derrota, hasta convertirse en esperpentos deshumanizados. Se diría que MVLL ha explorado el asombro del dolor, que nos abre la mirada al horror despupilado de una verdad intolerable. Se trata de las estaciones de la pasión, sin consuelo ni promesas, del peregrinaje del hombre (el "hombre pobre" vallejiano, desamparado de los discursos reparadores), una y otra vez caído en su vía crucis social. Si en el lenguaje de Vallejo, Dios agoniza; en el de Vargas Llosa se ha ausentado definitivamente, y somos, como en la obra de García Márquez, "huérfanos de nuestros propios hijos".
Aunque muchos de sus lectores hemos lamentado sus ideas políticas, hay que decir que Mario no solo ha sido un formidable antagonista, cuya obra está a la izquierda de su política; si no que ha mejorado el debate apasionado por las ideas y las certezas de la pasión. Al final, más allá de las posturas de la hora, esa vehemencia recorre su vida pública tanto como su escritura. Quizá, en una figura barroca de la agudeza, se pasó al otro lado de su obra para tolerar los demonios que la dictan.
En una época corrompida por el egoísmo, diezmada por los poderes mediocres, donde ya no se reconocen valores sin precio, la obra de MVLL es un fuego de la tribu, que alumbra la noche negra del mundo en español.
[*] Crítico literario (fuente: diario El Comercio de Lima)
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