viernes, 22 de octubre de 2010

"Ningún gran escritor es feliz"

Parece ser que el universo entero ha descubierto dónde vivo.” El hombre seguro de sí mismo que comprueba cómo le sienta la chaqueta en el espejo es un hombre al que nunca ha importado tener al mundo en su contra. “Está bien, allá vamos”, dice antes de abrir la puerta de su apartamento, en la planta 46 de un rascacielos de Manhattan. Al fondo, en el comedor, Flora, la chica hondureña, pasa el aspirador, como todos los jueves, frente a unas vistas espléndidas de Central Park y el río Hudson. Enfrente, ante el hombre del día con la chaqueta ya puesta, se extiende un largo pasillo, de un blanco aséptico, salpicado de algunas puertas, que es imposible no ver hoy como si fuera un decorado, el escenario donde suenan sus pasos hacia el ascensor. Un paso, dos pasos... “Si sobreviví a una campaña electoral en el Perú contra el ingeniero Fujimori, voy a poder con esto.”
Mario Vargas Llosa es, esa mañana del 7 de octubre del 2010, el hombre más buscado de la Tierra. Le acaban de conceder el premio Nobel de Literatura y, tras unos momentos de intensa emoción doméstica, se dispone a atender a la prensa internacional apostada en la entrada de su casa. En estos momentos, sólo le acompañan los dos enviados del Magazine, que han pasado junto a él buena parte de las 48 horas previas a la concesión del premio. ¿En qué estará pensando Vargas Llosa? Dos días antes, cuando recibió al fotógrafo y al periodista en su modesto despacho de la Universidad de Princeton, en el departamento de Estudios Latinoamericanos, había exclamado: “¡Caramba! Me abruma que hayan cruzado un océano para venir a verme. ¡Les prometo que haré todo lo que esté en mi mano para no decepcionarles!” (y, desde luego, lo ha cumplido con creces...). “¿Cómo está mi amiga Ana María Moix? ¿Y Juanito Marsé? Vengan, vengan, les mostraré el campus, es uno de los más bonitos del mundo...”. Así, paseando entre el gótico tardío de los imponentes edificios de Princeton, con ardillas que saltan de un lado a otro y algún árbol que exhibe las primeras hojas pardas del otoño, el profesor Vargas Llosa, dos días antes de ser Nobel, hablaba de sus estudiantes: “Son una élite. Este curso hubo 17.000 solicitudes para tan sólo 1.200 plazas. Todos tienen calificaciones muy altas, y los gastos de enseñanza y manutención ascienden a unos 55.000 euros anuales, por lo que existe un sistema de préstamos y becas. Les exigen demasiado, a mi entender, y un aprobado raspado se castiga con la expulsión. Yo no les examino, sino que les hago exponer en clase y redactar un trabajo”.
Vargas Llosa coincide en este singular entorno con profesores como las norteamericanas Joyce Carol Oates y Toni Morrison (“recién se jubiló”) o el argentino Ricardo Piglia. Dos son los cursos que imparte: uno sobre técnicas narrativas y otro sobre Borges. “Ah, a Borges lo vi varias veces. Era muy difícil ser su amigo, él se había inventado una persona pública, casi no veía ya, y hablaba en un continuo monólogo dirigido a un auditorio que cambiaba aunque él no pudiera notarlo. Más que amigos, lo que tenía eran oyentes, gente que escuchaba ese discurso, muy brillante, lleno de citas literarias. No creía en la importancia de su obra, y sus grandes placeres no tenían que ver con las vanidades de este mundo sino con las ideas, las imágenes, la poesía, la literatura... Él dijo: ‘Muchas cosas he leído y pocas he vivido’. Creo que es muy exacto.”
–Usted no podría suscribir esa frase.
No. Para mí, la lectura es fundamental, sigue siendo el placer supremo, pero no podría vivir sólo de lecturas, ¿verdad? En cambio, creo que Borges sí. Se ve en su obra: los personajes principales son los libros, las ideas. Es una obra desprovista de carnalidad y al tiempo de una extraordinaria riqueza, brillantez y originalidad. Él se enojó conmigo porque, tras una visita que hice a su apartamento en Buenos Aires, dije que era un apartamento muy modesto y que había goteras, pero yo lo dije desde el cariño, y parece que él se lo tomó muy mal.
–No es ninguna ofensa tener goteras, ¿no? Usted, en su piso de Londres, tuvo hasta ratas...
–Yo tuve ratoncitos, matizo, no ratas de alcantarilla. Fui a quejarme a la propietaria de mi departamento londinense. “Mrs. Spence, ¡he visto un ratón en mi cocina!” “¡Es Oscar! –me respondió–, cómprele usted un quesito y se lo pone en el hueco...”
Tres pasos, cuatro pasos. Mientras Vargas Llosa camina hacia el ascensor, la mañana en que acaba de ganar el Nobel, piensa en un montón de personas a la vez. En sus tres hijos, Álvaro, Gonzalo y Morgana: “Yo, de joven, tenía mucho miedo a la paternidad, pensaba que la responsabilidad que asumías no te permitía esa independencia con que tiene que trabajar un escritor. Felizmente no ha sido así, pero yo sentía terror, pensaba que un padre no podía dedicarse a escribir de manera obsesiva”. Piensa en Patricia, su esposa, su cómplice, la prima con quien jugaba de niño, porque “mi matrimonio es mucho más importante que el premio Nobel, sin ninguna duda”. Piensa en gente que ya no está, como el editor Carlos Barral, que lanzó al mundo su primera novela. Piensa en la tía Julia, su primera mujer, fallecida el pasado mes de marzo, que le insistía tanto para que se sentara a escribir. Piensa en su agente, Carmen Balcells, porque “confiaba en sus buenos oficios –bromea–, ¡pero no hasta el punto de corromper a la Academia Sueca!”. Ahora, mientras avanza otro paso, ha vuelto a recuperar el dominio de sus sentimientos, su arrolladora seguridad. Hace poco, en el apartamento, la emoción se derramaba por su rostro como nunca suele mostrar en público. Piensa que no está en su casa de Madrid, ni en la de Lima, sino en Nueva York: “Qué locura, venir a Manhattan para que me den aquí el premio Nobel”. Piensa que, en esos primeros momentos, le ha llamado mucha más gente de España que del Perú.
Apuestas 35 a 1
La tarde anterior al premio, en ese mismo apartamento, en el mismo lugar del sofá en el que, a las siete menos veinte, respondía la llamada del secretario de la Academia Sueca, Peter Englund, Vargas Llosa rememoraba los años en que vivió en Barcelona, entre 1970 y 1974. “Mis hijos aprendieron a hablar catalán. Es muy divertido porque un día Patricia me dijo: ‘Oye, que hay una regresión en estos chiquitos’. ‘No, no, Patricia, ¡hablan catalán! ¡No es ninguna regresión, es otro idioma!’. Jugaban con los chicos de la calle, los vecinos, y así lo aprendieron”. También recuerda que “por esa época jugaba en el Barça el Cholo Sotil, que era peruano, parece que lo botaron al final porque tomaba mucha cerveza y engordó mucho. Lo vi jugar muchas veces, yo iba mucho al campo”. Cinco pasos, seis pasos. Su mente no descansa. Siente curiosidad por conocer los intríngulis de la decisión de la Academia Sueca: saber quiénes eran los otros finalistas, saber quién le votó y quién no, pero sospecha que nadie se lo va a contar, aunque dice que en Estocolmo va a intentar sonsacárselo a los académicos, cuando los vea. El Magazine le informa que su victoria se pagaba 35 a 1 en algunas casas de apuestas británicas, y exclama: “¡Hubiéramos debido apostar, ahora tendríamos una cantidad de dinero ­impresionante!”. No se entiende por qué acusaron a este hombre de aristócratico. A lo largo de los últimos tres días, se ha pegado auténticos madrugones para preparar sus clases en la universidad. Ha subido al tren de cercanías cargando una pesada maleta. Se le ha podido ver haciendo cola, comiéndose unos dudosos bocadillos como único almuerzo en una cafetería del campus atestada de estudiantes. Conversando animadamente con gente de todo tipo, interesándose por las vidas de personas anónimas. Respondiendo las preguntas más variopintas de sus estudiantes como si todas ellas fueran dignas de la máxima atención. Sabe hacer todas esas cosas, eso sí, sin despeinarse, manteniendo la elegancia, las buenas maneras y su poderosa dicción de galán de telenovela.En su despacho de Princeton, mientras esperaba a una alumna, y al día siguiente en su piso, ha hablado, sobre todo, de su fascinación por Roger Casement, el personaje histórico que protagoniza su nueva novela, El sueño del celta (Alfaguara), que aparece el próximo 3 de noviembre. “Era un irlandés, diplomático británico, a caballo entre el XIX y el XX, que, destinado al Congo, fue uno de los primeros occidentales en rechazar esa idea mitológica del colonialismo como la gran avanzada de la civilización, la modernidad y la cultura. En realidad, él descubre en el Congo, donde abrió los ojos a Joseph Conrad al respecto, que la verdadera barbarie es el colonialismo. Sus informes sobre las salvajadas en África, y más tarde acerca de la Amazonía, son unos libros fundamentales para la toma de conciencia de lo que es la explotación del tercer mundo. En la selva peruana, consiguió hacer quebrar a la empresa del cruel Julio C. Arana. Más tarde, se convirtió en apóstol del independentismo irlandés y, al intentar un pacto con Alemania durante la Primera Guerra Mundial, fue detenido y ahorcado por los británicos. Su familia lo ve como un traidor todavía, pero son sumamente discretos, y me mostraron la casa, papeles, fotos, sin opinar nunca ni preguntarme a mí cuál era mi opinión. La de Casement es una historia trágica, donde se mezcla la supuesta traición con su homosexualidad oculta, que entonces era un delito penado con la cárcel. Todo eso hace que no se le haya reconocido su papel fundamental como defensor pionero de los derechos humanos. Los riesgos que corrió fueron gigantescos, y al tiempo siempre mantuvo una fachada de gran serenidad y vida convencional, bajo la cual latía un volcán.”A ratos parece extraño detectar tanta admiración de Vargas Llosa por un héroe del independentismo irlandés. “No he dejado de ser profundamente antinacionalista –aclara–, pero sí creo que, cuando se trata de defender la supervivencia de una comunidad a la que el colonialismo está destruyendo, en ese caso, el nacionalismo adquiere un valor justiciero, tiene que ver con la libertad. Casement era probritánico, anglicano, estaba convencido de que el imperio era el camino del progreso, y al descubrir su verdadera cara, revisa su propia situación y descubre una contradicción entre estar en contra del colonialismo en el Congo pero a favor del colonialismo en Irlanda. Y hace esa prodigiosa transformación, en contra de todo lo que él era, en contra de su propia familia, de su propio oficio de diplomático con el que se estaba ganando la vida. Es un acto de un enorme coraje ético volverse nacionalista en esos momentos y circunstancias.” Irlanda, recuerda el escritor, “no tenía soberanía ni libre albedrío, la relación con Inglaterra era de dependencia colonial: las autoridades las imponía Inglaterra, con el único fin de defender los intereses ingleses, había una discriminación muy grande”.
El misterio del sexo
El erotismo, siempre presente en las novelas de Vargas Llosa, es en El sueño del celta sexo homosexual. “Ha sido un reto escribir esas escenas –cuenta–, me he apoyado mucho en los diarios privados de Casement, suavizándolos un poco, porque desconcierta que una persona tan urbana, tan respetuosa de las formas, sumamente fina y educada, volcara toda esa suciedad en unos textos que rezuman una vulgaridad pestilente.” Reflexiona que “despojado de misterio y tabúes, hoy, el sexo es para los jóvenes un entretenimiento, una gimnasia, mientras que para mi generación era el misterio central de la vida, acercarse a las puertas del cielo y del infierno. Tal vez sea bueno que el sexo haya pasado a ser algo natural. Pero para mí aún no lo es. Ver a una mujer desnuda en una cama es la más inquietante y turbadora de las experiencias, algo trascendente”.
Paso siete, paso ocho. Ya frente al ascensor, el nuevo premio Nobel piensa complacido, por un instante, en la exposición de motivos del jurado: “Me gustó esa frase de que mi obra es una cartografía de lo que es el poder y de las maneras de resistir a ese poder, de no dejarse someter. Si algo es mi obra es eso, vaya, espero que lo sea, sí”. Piensa también que le duele el hombro. El día antes, había comentado que otro tema de su nuevo libro es el dolor, el envejecimiento, “la ruina física de Casement, porque vivir en África en aquellos tiempos era terriblemente destructivo para el organismo. Él es un hombre enfermo, envejecido prematuramente, con malaria, pestes, irritaciones de la vista... Y, bueno, cuando tú tienes ya mi edad, 74 años, empiezas a vivir el deterioro físico, se nota, no hay nada que hacer, ya no eres joven, el organismo se resiste a hacer ciertas cosas, y eso me ha ayudado a describir los achaques de alguien como Casement”.
Dentro del ascensor, Vargas Llosa duda de que, con todo el revuelo, pueda acabar durante su estancia en Nueva York, como tenía previsto, el ensayo que ha empezado sobre la civilización del espectáculo. Piensa que su penúltima obra de teatro, Al pie del Támesis, tal vez sí vaya a conseguir ahora ser representada en España, tras dos aproximaciones fallidas. Marca el botón de la planta baja y sonríe. Sonríe mucho. No puede evitarlo. Y contagia.Tan sólo unas pocas horas antes, los días del escritor en Nueva York eran normales. “Me despierto tempranísimo –contaba–, sobre las cuatro o las cinco de la mañana, porque aún arrastro el jet lag, hago los ejercicios que estoy obligado a hacer para el hombro, por mis problemas de espalda, camino por Central Park, desayuno con periódicos, me ducho y me voy a trabajar a la Biblioteca Pública de Nueva York, que es fantástica. En la noche voy al cine, al teatro, a ver danza... Siempre trabajo, incluso en vacaciones, porque cuando corto la rutina, aunque sea por pocos días, se me descalabra todo lo que hago. El trabajo es lo que organiza mi vida y me equilibra. Si se interrumpe, siento un gran trastorno, una descomposición de la vida, una enorme desorganización.”Mientras el ascensor baja, Vargas Llosa se imagina dónde estaría ahora si no hubiera abandonado la política. Seguramente no en este ascensor. Dos días atrás, en el tren de vuelta a Nueva York, explicaba: “Cuando competí con Alberto Fujimori, hoy en la cárcel, por la presidencia de Perú, descubrí que, como todo, la política es también una técnica, y una técnica donde sale lo peor: intrigas, conspiraciones, cálculo, cinismo... Fue traumático. Pero es mejor conocer eso que tener una idea absolutamente equivocada de lo que es la vida política. Quien se mete en política, como dijo Max Weber, sella un pacto con el diablo, porque accede a usar como medios el poder y la violencia y ve cómo no es cierto que el bien produzca bien y el mal produzca mal, sino frecuentemente lo contrario”.
Pisar sobre el terreno
La imagen de Vargas Llosa en el peligroso Iraq de la posguerra no es algo insólito. Se ha manchado la camisa también en Afganistán, Pakistán, Congo, los Balcanes, en campos de Hamas... Lo ve como parte de su oficio: “Si quieres opinar con conocimiento de causa sobre temas internacionales de esta índole, debes tener una experiencia personal. No hay nada como la experiencia directa, ver y hablar con la gente. Si no, opinas con irresponsabilidad. Sobre todo, en un mundo en el que se nos escamotea la verdad y vivimos una horrible manipulación informativa por diversas razones: políticas, ideológicas, económicas... Ese es el tema de mi novela sobre Casement: la responsabilidad personal, cómo tratar de ir escarbando a ver si la verdad es apresable”.En un perfecto inglés, ante la mirada atónita del portero del edificio y de una vecina con perrito y pamela colorada, Vargas Llosa explica que el premio Nobel distingue también a toda una lengua, la española, en proceso de expansión. Habla de la creación literaria como espacio de libertad, y entonces viene a la memoria del periodista lo que había comentado en Princeton sobre su amigo Julio Cortázar: “En la segunda etapa de su vida, descubrió unas experiencias que tenían que ver con la carne, con el sexo, y eso le llenó mucho la vida durante un tiempo, ya no le hizo tanta falta inventar mundos. Antes, su vida era más sobria, apartada, vivía en un universo que había creado, lleno de magia y de misterio. A mí me comentó: ‘Lástima, Mario, que esto me pille ya tan viejo’. Pero, desde el punto de vista literario, sus libros perdieron originalidad, ese punto de vista inocente previo, el encanto y el misterio. Su obra se volvió mucho más premeditada. Yo creo que, de repente, se hizo feliz, y no se puede ser feliz y ser un gran escritor”.
–Vaya, usted debe de ser muy infeliz...
Tienes que pasarla mal, algo tiene que faltarte profundamente para que anheles tanto una vida distinta hasta el punto de crearla, sí. Sin ninguna duda, las épocas más conflictivas y difíciles son las épocas en que tienes mayores fuerzas creativas. La insatisfacción es básica. Los escritores resignados, adaptados, pierden fuerza creativa. La insumisión da creatividad. Tras un cuarto de hora, más bien largo, de declaraciones a televisiones y agencias de los cinco continentes, el escritor decide que es hora de volver a subir a su piso. En el ascensor hacia la planta 46 se le ve radiante, descansado, como si hubiera ganado un partido de tenis y acabara de recoger el trofeo. El hombre seguro de sí mismo sabe que, precisamente, por no haberle importado nunca tener al mundo en contra, esta mañana soleada y clara, que hace brillar los rascacielos de Manhattan de una forma extraña, ha venido el mundo a verlo.

Texto de Xavi Ayén
La Vanguardia (España)

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