Ese día, como todos los días desde que, hace tres semanas, llegamos a Nueva York, me levanté a las cinco de la mañana y, procurando no despertar a Patricia, me fui a la salita a leer. Era noche cerrada todavía y las luces de los rascacielos del contorno tenían la apariencia inquietante de una gigantesca bandada de cocuyos invadiendo la ciudad. Dentro de una hora más o menos comenzaría a amanecer y, si estaba despejado el cielo, las primeras luces irían iluminando el río Hudson y la esquina de Central Park con sus árboles que el otoño comienza a dorar, un lindo espectáculo que me regalan cada mañana las ventanas del departamento (vivimos en el piso cuarenta y seis).
Tenía el día planificado con toda precisión. Trabajaría un par de horas preparando la clase del próximo lunes en Princeton, en la que ilustraría el tema del punto de vista con ejemplos tomados de “El reino de este mundo” de Alejo Carpentier, media hora de ejercicios para la espalda, una hora de caminata en Central Park, periódicos, desayuno, ducha, y a la Public Library de Nueva York, donde escribiría mi Piedra de Toque para “El País” sobre el suicidio, tirándose del puente George Washington, en la Universidad de Rutgers, de Tylor Clementi, violinista y joven estudiante al que dos compañeros homófobos habían denunciado como gay, difundiendo en la red un video en el que aparecía besándose con un hombre.
Inmediatamente fui absorbido por la magia de “El reino de este mundo” y la transfiguración mítica que la prosa de Carpentier hace de los primeros intentos independentistas en Haití. El narrador omnisciente de la historia es una astuta ausencia erudita, libresca, barroca y rebuscada que narra desde muy cerca de la sensibilidad del esclavo Ti Noel, quien cree en los Grandes Loas del vudú y que los hechiceros del culto, como Mackandal, gozan del don de la licantropía, es decir, pueden transformarse en animales a voluntad. Hacía por lo menos veinte años que no la releía y su poder de persuasión seguía siendo irresistible.
De pronto advertí la presencia de Patricia en la salita. Se acercaba con el teléfono en la mano y una cara que me asustó. “Una tragedia en la familia”, pensé. Cogí el aparato y escuché, entre silbidos, ecos y eructos eléctricos, una voz que hablaba en inglés. En el instante en que alcancé a distinguir las palabras “Swedish Academy” la comunicación se cortó. Estuvimos callados, mirándonos sin decir nada, hasta que el teléfono repicó otra vez. Ahora sí se oía bien. El caballero me dijo que era el secretario de la Academia Sueca, que me habían concedido el Premio Nobel de Literatura y que la noticia se haría pública dentro de 14 minutos. Que podía escucharla en la televisión, la radio e Internet.
–Hay que avisar a Álvaro, Gonzalo y Morgana –dijo Patricia.
–Mejor esperemos que sea oficial –le contesté.
Y le recordé que, hacía muchos años, en Roma, nos habían contado la broma pesada que le jugaron unos amigos (o más bien enemigos) a Alberto Moravia, haciéndose pasar por funcionarios de la Academia Sueca y felicitándolo por el galardón. Él alertó a la prensa y la noticia resultó un embrollo de mal gusto.
–Si es cierto, esta casa se va a volver un loquerío –dijo Patricia–. Mejor dúchate de una vez.
Pero, en vez de hacerlo, me quedé en la salita, viendo asomar entre los rascacielos las primeras luces de la mañana neoyorquina. Pensé en la casa de la calle Ladislao Cabrera, en Cochabamba, donde pasé mi infancia, y en el libro de Neruda “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, que mi madre me había prohibido leer y que tenía escondido en su velador (el primer libro prohibido que leí). Pensé en lo mucho que le hubiera alegrado la noticia, si era cierta. Pensé en la gran nariz y la calva reluciente del abuelo Pedro, que escribía versos festivos y explicaba a la familia, cuando yo me negaba a comer: “Para el poeta la comida es prosa”. Pensé en el tío Lucho, que, en ese año feliz que pasé en su casa de Piura, el último del colegio, escribiendo artículos, cuentecitos y poemas que publicaba a veces en “La Industria”, me animaba incansablemente a perseverar y ser un escritor, porque, acaso hablando de sí mismo, me aseguraba que no seguir la propia vocación es traicionarse y condenarse a la infelicidad. Pensé en el estreno, ese mismo año, en el teatro Variedades de Piura, de mi obrita “La huida del Inca”, que mi amigo Javier Silva publicitaba a voz en cuello por las calles con una gran bocina, desde el techo de un camión, y en la bella Ruth Rojas, la Vestal de la obra, de la que yo estaba enamorado en secreto.
–Es una tontería pensar que esto puede ser una broma –dijo Patricia–. Llamemos a Álvaro, Gonzalo y Morgana de una vez.
Llamamos a Álvaro a Washington, a Gonzalo a Santo Domingo y a Morgana a Lima, y todavía faltaban siete u ocho minutos para la hora señalada. Yo pensé en Lucho Loayza y Abelardo Oquendo, los amigos de adolescencia y en la revista “Literatura”, de la que sacamos apenas tres números, de nuestro manifiesto contra la pena de muerte, del homenaje a César Moro, y de las feroces discusiones que a veces teníamos sobre si Borges era más importante que Sartre o este que aquel. Yo sostenía lo último y ellos lo primero y eran ellos, por supuesto, quienes llevaban la razón. Fue entonces cuando me pusieron el apodo (que a mí me encantaba): ‘El Sartrecillo Valiente’.
Pensé en el concurso de La Revue Francaise que gané el año 1957, con mi cuento “El desafío”, que me deparó un viaje a París, donde pasé un mes de total felicidad, viviendo en el hotel Napoleón, en las cuatro palabras que cambié con Albert Camus y María Casares en las puertas de un teatro de los Grandes Bulevares, y mis desesperados y estériles esfuerzos para ser recibido por Sartre aunque fuera solo un minuto para verle la cara y estrecharle la mano. Recordé mi primer año en Madrid y las dudas que tuve antes de decidirme a enviar los cuentos de “Los jefes” al Premio Leopoldo Alas, creado por un grupo de médicos de Barcelona, encabezado por el doctor Rocas y asesorado por el poeta Enrique Badosa, gracias a los cuales tuve la enorme alegría de ver mi primer libro impreso.
Pensé que, si la noticia era cierta, tenía que agradecer públicamente a España lo mucho que le debía, pues, sin el extraordinario apoyo de personas como Carlos Barral, Carmen Balcells y tantas otras, editores, críticos, lectores, jamás hubieran alcanzado mis libros la difusión que han tenido.
Y pensé lo increíblemente afortunado que yo he sido en la vida por seguir el consejo del tío Lucho y haber decidido, a mis 22 años, en aquella pensión madrileña de la calle de Doctor Castello, en algún momento de agosto de 1958, que no sería abogado sino escritor, y que, desde entonces, aunque tuviera que vivir a tres dobles y un repique, organizaría mi vida de tal manera que la mayor parte de mi tiempo y energía se volcaran en la literatura, y que solo buscaría trabajos que me dejaran tiempo libre para escribir. Fue una decisión algo quimérica, pero me ayudó mucho, por lo menos psicológicamente, y, creo que, en sus grandes rasgos, la cumplí en mis años de París, pues los trabajos en la Escuela Berlitz, la Agence France Presse y la Radio Televisión Francesa me dejaron siempre algunas horitas del día para leer y escribir.
Y pensé en la extraña paradoja de haber recibido tantos reconocimientos, como este (si la noticia no era una broma de mal gusto), por dedicar mi vida a un quehacer que me ha hecho gozar infinitamente, en la que cada libro ha sido una aventura llena de sorpresas, de descubrimientos, de ilusiones y de exaltación, que compensaban siempre con creces las dificultades, dolores de cabeza, depresiones y estreñimientos. Y pensé en lo maravillosa que es la vida que los hombres y las mujeres inventamos, cuando todavía andábamos en taparrabos y comiéndonos los unos a los otros, para romper las fronteras tan estrechas de la vida verdadera, y trasladarnos a otra, más rica, más intensa, más libre, a través de la ficción.
A las seis en punto de la mañana las radios, la televisión e Internet confirmaron que la noticia era cierta. Como predijo Patricia, la casa se volvió un loquerío y desde entonces yo dejé de pensar y, casi casi, hasta de respirar.
Tenía el día planificado con toda precisión. Trabajaría un par de horas preparando la clase del próximo lunes en Princeton, en la que ilustraría el tema del punto de vista con ejemplos tomados de “El reino de este mundo” de Alejo Carpentier, media hora de ejercicios para la espalda, una hora de caminata en Central Park, periódicos, desayuno, ducha, y a la Public Library de Nueva York, donde escribiría mi Piedra de Toque para “El País” sobre el suicidio, tirándose del puente George Washington, en la Universidad de Rutgers, de Tylor Clementi, violinista y joven estudiante al que dos compañeros homófobos habían denunciado como gay, difundiendo en la red un video en el que aparecía besándose con un hombre.
Inmediatamente fui absorbido por la magia de “El reino de este mundo” y la transfiguración mítica que la prosa de Carpentier hace de los primeros intentos independentistas en Haití. El narrador omnisciente de la historia es una astuta ausencia erudita, libresca, barroca y rebuscada que narra desde muy cerca de la sensibilidad del esclavo Ti Noel, quien cree en los Grandes Loas del vudú y que los hechiceros del culto, como Mackandal, gozan del don de la licantropía, es decir, pueden transformarse en animales a voluntad. Hacía por lo menos veinte años que no la releía y su poder de persuasión seguía siendo irresistible.
De pronto advertí la presencia de Patricia en la salita. Se acercaba con el teléfono en la mano y una cara que me asustó. “Una tragedia en la familia”, pensé. Cogí el aparato y escuché, entre silbidos, ecos y eructos eléctricos, una voz que hablaba en inglés. En el instante en que alcancé a distinguir las palabras “Swedish Academy” la comunicación se cortó. Estuvimos callados, mirándonos sin decir nada, hasta que el teléfono repicó otra vez. Ahora sí se oía bien. El caballero me dijo que era el secretario de la Academia Sueca, que me habían concedido el Premio Nobel de Literatura y que la noticia se haría pública dentro de 14 minutos. Que podía escucharla en la televisión, la radio e Internet.
–Hay que avisar a Álvaro, Gonzalo y Morgana –dijo Patricia.
–Mejor esperemos que sea oficial –le contesté.
Y le recordé que, hacía muchos años, en Roma, nos habían contado la broma pesada que le jugaron unos amigos (o más bien enemigos) a Alberto Moravia, haciéndose pasar por funcionarios de la Academia Sueca y felicitándolo por el galardón. Él alertó a la prensa y la noticia resultó un embrollo de mal gusto.
–Si es cierto, esta casa se va a volver un loquerío –dijo Patricia–. Mejor dúchate de una vez.
Pero, en vez de hacerlo, me quedé en la salita, viendo asomar entre los rascacielos las primeras luces de la mañana neoyorquina. Pensé en la casa de la calle Ladislao Cabrera, en Cochabamba, donde pasé mi infancia, y en el libro de Neruda “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, que mi madre me había prohibido leer y que tenía escondido en su velador (el primer libro prohibido que leí). Pensé en lo mucho que le hubiera alegrado la noticia, si era cierta. Pensé en la gran nariz y la calva reluciente del abuelo Pedro, que escribía versos festivos y explicaba a la familia, cuando yo me negaba a comer: “Para el poeta la comida es prosa”. Pensé en el tío Lucho, que, en ese año feliz que pasé en su casa de Piura, el último del colegio, escribiendo artículos, cuentecitos y poemas que publicaba a veces en “La Industria”, me animaba incansablemente a perseverar y ser un escritor, porque, acaso hablando de sí mismo, me aseguraba que no seguir la propia vocación es traicionarse y condenarse a la infelicidad. Pensé en el estreno, ese mismo año, en el teatro Variedades de Piura, de mi obrita “La huida del Inca”, que mi amigo Javier Silva publicitaba a voz en cuello por las calles con una gran bocina, desde el techo de un camión, y en la bella Ruth Rojas, la Vestal de la obra, de la que yo estaba enamorado en secreto.
–Es una tontería pensar que esto puede ser una broma –dijo Patricia–. Llamemos a Álvaro, Gonzalo y Morgana de una vez.
Llamamos a Álvaro a Washington, a Gonzalo a Santo Domingo y a Morgana a Lima, y todavía faltaban siete u ocho minutos para la hora señalada. Yo pensé en Lucho Loayza y Abelardo Oquendo, los amigos de adolescencia y en la revista “Literatura”, de la que sacamos apenas tres números, de nuestro manifiesto contra la pena de muerte, del homenaje a César Moro, y de las feroces discusiones que a veces teníamos sobre si Borges era más importante que Sartre o este que aquel. Yo sostenía lo último y ellos lo primero y eran ellos, por supuesto, quienes llevaban la razón. Fue entonces cuando me pusieron el apodo (que a mí me encantaba): ‘El Sartrecillo Valiente’.
Pensé en el concurso de La Revue Francaise que gané el año 1957, con mi cuento “El desafío”, que me deparó un viaje a París, donde pasé un mes de total felicidad, viviendo en el hotel Napoleón, en las cuatro palabras que cambié con Albert Camus y María Casares en las puertas de un teatro de los Grandes Bulevares, y mis desesperados y estériles esfuerzos para ser recibido por Sartre aunque fuera solo un minuto para verle la cara y estrecharle la mano. Recordé mi primer año en Madrid y las dudas que tuve antes de decidirme a enviar los cuentos de “Los jefes” al Premio Leopoldo Alas, creado por un grupo de médicos de Barcelona, encabezado por el doctor Rocas y asesorado por el poeta Enrique Badosa, gracias a los cuales tuve la enorme alegría de ver mi primer libro impreso.
Pensé que, si la noticia era cierta, tenía que agradecer públicamente a España lo mucho que le debía, pues, sin el extraordinario apoyo de personas como Carlos Barral, Carmen Balcells y tantas otras, editores, críticos, lectores, jamás hubieran alcanzado mis libros la difusión que han tenido.
Y pensé lo increíblemente afortunado que yo he sido en la vida por seguir el consejo del tío Lucho y haber decidido, a mis 22 años, en aquella pensión madrileña de la calle de Doctor Castello, en algún momento de agosto de 1958, que no sería abogado sino escritor, y que, desde entonces, aunque tuviera que vivir a tres dobles y un repique, organizaría mi vida de tal manera que la mayor parte de mi tiempo y energía se volcaran en la literatura, y que solo buscaría trabajos que me dejaran tiempo libre para escribir. Fue una decisión algo quimérica, pero me ayudó mucho, por lo menos psicológicamente, y, creo que, en sus grandes rasgos, la cumplí en mis años de París, pues los trabajos en la Escuela Berlitz, la Agence France Presse y la Radio Televisión Francesa me dejaron siempre algunas horitas del día para leer y escribir.
Y pensé en la extraña paradoja de haber recibido tantos reconocimientos, como este (si la noticia no era una broma de mal gusto), por dedicar mi vida a un quehacer que me ha hecho gozar infinitamente, en la que cada libro ha sido una aventura llena de sorpresas, de descubrimientos, de ilusiones y de exaltación, que compensaban siempre con creces las dificultades, dolores de cabeza, depresiones y estreñimientos. Y pensé en lo maravillosa que es la vida que los hombres y las mujeres inventamos, cuando todavía andábamos en taparrabos y comiéndonos los unos a los otros, para romper las fronteras tan estrechas de la vida verdadera, y trasladarnos a otra, más rica, más intensa, más libre, a través de la ficción.
A las seis en punto de la mañana las radios, la televisión e Internet confirmaron que la noticia era cierta. Como predijo Patricia, la casa se volvió un loquerío y desde entonces yo dejé de pensar y, casi casi, hasta de respirar.
Mario Vargas Llosa
Diario El País de Madrid
Nueva York, octubre del 2010
Diario El País de Madrid
Nueva York, octubre del 2010
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