Arequipeño universal: Premio Nobel de Literatura 2010. |
Mario Vargas Llosa se había resignado a no esperar nada de la Academia Sueca. En los últimos años, se desentendía del asunto y sus amigos ya sabían que hablar del Nobel era un tema tabú en la casa del escritor. Tras 47 años de carrera literaria y 15 de espera, el Nobel ha llegado por fin a manos de quien hace rato que lo merecía. Se trata del acontecimiento más importante de la cultura peruana en lo que va de historia republicana.
Escribe César Hildebrandt
Tenía yo quince años cuando leí La ciudad y los perros. Al estupor que me produjo el libro se añadía el morbo de que la historia del Jaguar, el Serrano, el Esclavo y Alberto transcurría en el colegio donde yo estudiaba, el Leoncio Prado.
Nunca fue cierto que el libro se quemara en una pira nazi en el patio central del colegio, frente a la guardia de prevención. Esa fue una leyenda que le hizo mucho bien a las ventas y que —me imagino— fue una ocurrencia de Carlos Barral, el sagaz editor catalán que había apostado por Vargas Llosa.
El Leoncio Prado era en aquel entonces, desde el punto de vista de la educación impartida, un gran colegio, pero Mario había salido de allí en 1951, a la mala, antes de terminar la secundaria y por razones disciplinarias. De modo que el libro era, aparte de una gran novela, una venganza. Con los años entendí de qué se trataba todo eso: Mario no sólo había ajusticiado al colegio que lo había hecho infeliz sino que había ajustado cuentas con su padre, quien fue el que impuso su traslado a ese establecimiento militarizado y a veces brutal, y a quien Mario jamás pudo querer porque encarnaba todo lo que él odiaba desde los forros: la grisura, el autoritarismo violento, los tiesos valores chauvinistas de alguna clase media peruana.
Pero volvamos al libro. Mi primer contacto con aquella novela inaugural de Vargas Llosa fue porque mi profesor de literatura, Rubén Lingán, la empezó a leer, en voz alta y con la puerta cerrada, en pleno salón de clases. Jamás olvidaré su voz teatral diciendo: “Mientes, serrano, no es verdad. Juro que las he visto. Así que fuimos después de la comida…”
Ese cambalache de tiempos narrativos, esos saltos de la perspectiva, esa sucesión a veces caótica del punto de vista, resultaban espléndidos para una historia tan trenzada como la de La ciudad y los perros.
Pero lo mejor era que, por primera vez en mi breve vida de lector, sentía que ese libro no era “literatura”, sino vida impresa. La calle hablaba en ese libro. Los personajes estaban próximos porque la oralidad los hacía latir, las maldades eran tan creíbles como los sufrimientos, la vulgaridad estaba tan bien recreada que en la escena en que el Jaguar defeca delante de su pandilla yo cerré el libro por un instante porque tuve ganas de vomitar. Eso no era un libro tradicional con un narrador omnisciente: era una bitácora, un cuadernos de voces que, prescindiendo del mago, tejían esa historia coral donde todo parecía caber: la extrema maldad y la ternura más atenta.
¿Sería un accidente ese libro extraordinario? ¿Volvería Vargas Llosa a escribir algo tan poderoso?
Sí, por supuesto. Cuatro años después, en 1966, apareció La Casa Verde, un libro deslumbrante. Ya no había duda: estábamos frente al más grande escritor de estas comarcas.
La Casa Verde producía una inmediata adicción. Cuando se publicó, yo tenía 19 años, era un lector profesional y un inútil orgulloso de su inutilidad. De modo que cogí el libro, me tumbé en mi cama y no paré —las únicas treguas que me permití fueron para ir al baño o comer algo— hasta terminarlos muchas horas después.
¿Cómo olvidar a Fushía y a Aquilino? ¿Cómo olvidar al cacique al que le queman las axilas con huevos calientes? ¿Y cómo olvidar el viaje permanente al que Vargas Llosa somete al lector yendo de Santa María de la Nieva a Catacaos, del monerío aullante de la selva casi virgen al arenal donde sólo parece brillar el verde de ese burdel que le da nombre a la novela?
Poco se ha dicho de la vocación felizmente pornógrafa de Vargas Llosa, de su maestría para el erotismo. Una de las mejores escenas de La ciudad y los perros es cuando Alberto va a Huatica y hace el amor con una puta pedagógica que le enseña algunos secretos de la fuerza y la cadencia. Pues bien, una de las mayores hazañas de La Casa Verde es el encuentro perverso y criminalmente pedófilo entre Anselmo y la ciega Toñita. Y allí hay unas líneas en las que Vargas Llosa suprime los adjetivos y logra uno de los efectos más extraños que mi vida de lector me haya deparado: “Una y otra vez alísalo y dile tus rodillas son, y tus caderas son, y tus hombros son, y lo que sientes, y que la quieres, siempre que la quieres. Tú, Toñita, muchachita , churre, y estréchala contra ti, ahora sí busca sus muslos, sepáralos con timidez, sé cuidadoso, sé obediente, no la apremies, bésala y retírate, vuelve a besarla, sosiégala y, mientras siente cómo tu mano se humedece y su cuerpo se abandona y despliega, la perezosa modorra que la invade y cómo se activa su aliento y sus brazos te llaman, siente cómo la torre comienza a andar, a abrazarse, a desaparecer entre dunas calientes. Dile que eres mi mujer, no llores, no te abraces a mí como si fueras a morir, dile empiezas a vivir, y ahora distráela, juega con ella, seca sus mejillas, cántale, arrúllala, dile que duerma, tú seré tu almohada, Toñita, velaré por tu sueño”.
Con esos dos libros la fama de Vargas Llosa estaba garantizada. Es cierto que Ciro Alegría había sido grande y Arguedas importante, pero también es cierto que el indigenismo como veta y nostalgia del bien perdido parecía no dar más. Congrains y Reynoso estaban haciendo lo suyo —como antes muchos otros—, pero no cabía duda de que estábamos ante un viajero de otros horizontes. Vargas Llosa quería renovar el lenguaje, retratar al Perú sin compasión, bucear en las miserias humanas que nos emparentan con todo el mundo, romper los cánones del tiempo y el yo narrativo, crear lectores que no leyeran sino que persiguieran sus libros. Y todo lo consiguió muy rápidamente.
Para los escépticos y mezquinos que decían que sería necesaria “otra prueba”, un día memorable de 1969 nos llegó la edición en dos tomos de Conversación en La Catedral, quizá el libro mejor construido, más sombrío y más convincente de todos los que ha escrito.
Un día le pregunté a Vargas Llosa cómo había llegado a ese realismo a veces glacial de Conversación en La Catedral. Me dijo que unas historias tan truculentas merecían, para que fueran creíbles, una prosa sin aspavientos. Tenía razón.
Si el Perú desapareciese por alguna cataclísmica razón, bastaría con tres libros para darse una idea de lo que fue, de lo que fuimos: Comentarios Reales de los Incas, los nueve u once tomos de Jorge Basadre y Conversación en La Catedral, de Vargas Llosa.
Es un libro escrito desde un tranquilo asco y por él desfilan el banquero marica, las muchachas bien que quieren portarse mal, los periodistas amarillentos y estúpidos de La Crónica, Zavalita y sus traiciones y fantasmas, el esbirro de Odría llamado para el caso Cayo Mierda y, sobre todo, Lima y su derrota, el Perú y su catástrofe social, la resignación como salida.
“El Perú jodido, piensa, Carlitos jodido, todos jodidos. Piensa: no hay solución”, escribe Vargas Llosa al empezar la novela.
Conversación en La Catedral fue, desde mi modesto entender, la cima literaria de Vargas Llosa. A partir de allí, y coincidiendo con un cambio de postura frente al mundo, Vargas Llosa hizo libros encantadores, reílones, agraciados, divertidos, ligeros y vendibles.
Pero jamás volvió a situarse en ese amargor creativo que envenenaba y estiraba hasta el Olimpo su talento. Creo haberlo dicho en otro sitio: se amistó con el mundo de los grandes poderes, contrajo el liberalismo que todo lo explica y a todo adversario descalifica, mató de a pocos al desasosegado que llevaba adentro (y que era el que escribía) y produjo desde Pantaleón y las visitadoras hasta ¿Quién mató a Palomino Molero? Es curioso que su único intento de volver a las grandes ambiciones utilizara el anecdotario de los estrafalarios Canudos en Brasil. Como si hubiese querido cerrar el ciclo diciéndonos que detrás de las rebeldías, aun de las legítimas, pueden estar la locura, el fanatismo, la ignorancia, la chifladura armada.
Como algunos saben, fui amigo de Vargas Llosa. Me dedica algunos párrafos generosísimos en su autobiografía El pez en el agua y allí recuerda algo de aquella campaña electoral que nos unió de un modo novelesco. Me refiero, por ejemplo, a aquella tarde, en casa de Jorge Salmón en Chaclacayo, cuando, ensayando para el debate que se venía, yo hice de Fujimori y le puse todas las zancadillas que se me podían ocurrir e insinué todas las canalladas que, en efecto, se dijeron. Y al parecer no lo hice tan mal porque después del debate, Salmón me dijo que alguien del equipo había computado agravios de Fujimori y que 90% de ellos los había planteado este modesto servidor en el simulacro.
Recuerdo que al día siguiente de la derrota en segunda vuelta, Mario me invitó a desayunar con Patricia en su casa de Barranco. Allí me anunció que se iba esa misma noche, que me daba las gracias, que no estaba sorprendido por lo ocurrido.
Cuando fui a vivir a España, una noche, en un restaurante de lo más divertido, Mario invitó a Jaime Bayly, a su hijo Álvaro y a este cronista para una cena que resultó cálida y de lo más amistosa. Poco después, el ABC me envió a Boston para que le hiciera una entrevista y allí ocurrió algo que hizo que Vargas Llosa se riera como nunca lo había visto reír.
Mario y Patricia me habían invitado a escuchar a la Sinfónica de Boston y allí estábamos en plena mezzanine cuando a mí, torpe de toda la vida, se me deslizó la cámara con la que horas antes había tomado las fotos que servirían al reportaje. La cámara, una Olympus lo suficientemente pesada como para matar a alguien si la gravedad iba en su auxilio, cayó a la platea y, cuando me asomé a ver qué había ocurrido, la vi hecha pedazos junto a un viejo melómano sentado en una butaca que daba al pasillo central. La cámara había caído a 50 centímetros de esa noble crisma. Mario, que estaba ensimismado con lo que tocaba esa orquesta llena de estudiantes asiáticos, preguntó, al verme inclinado, qué diablos pasaba. Cuando se lo conté tuvimos que salir un rato del teatro para que su risa no molestara a nadie. “¿Te has puesto a pensar que en este país te pueden hacer un juicio si con el carrito de las comparas le das un leve empellón a alguien?”, me preguntaba. Y añadía: “¡Pudiste haberlo matado!” Y volvía a reír. Se rió mucho más cuando le conté cómo es que en el hotel de Boston donde estaba alojado casi me llevan a la cárcel cuando entregué mi tarjeta American Express y resultó que ésta estaba inválida y denunciada en Madrid como perdida. ¿Cómo explicarle al jefe de seguridad del hotel que la denuncia sobre la pérdida la había hecho yo mismo porque la había dejado abandonada, junto a mis documentos, en un taxi? ¿Cómo decirle que el taxista había ido al día siguiente a mi casa a devolvérmela —algo por lo que se ganó 100 dólares— pero que yo había omitido retirar la denuncia? Mario trepidaba de la risa, babeaba con mi historia. Y Patricia, aunque conmovida por ese ser tan tarado que tenía al frente, también. Así de amigos éramos.
Meses después, escribí, en el ABC Cultural, una crítica severa a un libro de Álvaro. Álvaro había querido sobornarme ofreciéndome un puesto en el Miami Herald y eso a mí me supo a helado de puré. No fue nada difícil encontrarle errores tremendos a su libro. Entonces, Patricia decretó mi muerte y Mario la acompañó a mi funeral. Desde ese momento no volvimos a vernos ni a hablarnos.
Esta mañana, sin embargo, me he sentido, como casi todos los peruanos, feliz de lo ocurrido. Vargas Llosa no requería del Nobel, ese premio que le negaron a Joyce, el padre, y a Borges, el maestro. Pero se lo han dado y eso está muy bien. Vargas Llosa se merecía el Nobel. No sé si el Nobel, entregado a tanta mediocridad fugaz, se merecía a Vargas Llosa.
César Hildebrandt
Fuente: Hildebrandt en sus trece
Fuente: Hildebrandt en sus trece
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