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Dinesen con Marilyn Monroe. |
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Isak Dinesen, née baronesa Karen Blixen de Rungstedlund, fue una notable escritora, autora de Seven Gothic Tales.
Mujer fascinante: renunció a su fácil mundo europeo, y se empeñó en una
plantación cafetalera en el corazón de África que terminó por costarle
su fortuna. Enferma de sífilis, supo encontrar refugio en la
construcción de una obra ajena a las modas literarias.
La baronesa
Karen Blixen de Rungstedlund, que fue una gran escritora y firmó sus
libros con el seudónimo de Isak Dinesen, debió de ser una mujer
extraordinaria. Hay una foto de ella, en Nueva York, junto a Marilyn
Monroe, cuando era ya sólo un pedacito de persona consumida por la
sífilis, y no es la bella actriz sino los grandes ojos irónicos y
turbulentos y la cara esquelética de la escritora los que se roban la
foto.
Nació en Dinamarca, en una casa a orillas del mar, a medio
camino entre Copenhague y Elsinor, que es hoy algo muy afín a ese ser
imaginativo e inesperado que ella fue: un enclave de plantas y pájaros
exóticos. Allí está enterrada, en pleno campo, bajo los árboles que la
vieron gatear. Había nacido en 1885, pero daba la impresión de haber
sido educada con un siglo de atraso, ese que se inició en 1781 y terminó
con el Segundo Imperio en 1871, que ella llamaba "la última gran época
de la cultura aristocrática". Entre esos años ocurren casi todas sus
historias. Espiritualmente, fue una mujer del dieciocho y del
diecinueve, aunque, según confesó en una de las charlas radiales de sus
últimos años, sus amigos sospechaban que tenía "tres mil años de
antigüedad". Nunca pisó una escuela; fue educada por institutrices
asombrosas que a los doce años la hacían escribir ensayos sobre las
tragedias de Racine y traducir a Walter Scott al danés. Su formación fue
políglota y cosmopolita; aunque danesa, escribió la mayor parte de su
obra en inglés.
Los cuentos y las historias la hechizaron desde
niña, pero su vocación literaria fue tardía; la aventurera, precoz.
Ambas las heredó del padre, el simpatiquísimo capitán Wilhelm Dinesen,
quien, luego de una arriesgada carrera militar, a mediados del xix se
enamoró de los pieles rojas y otras tribus de Norteamérica y se fue a
vivir entre ellos. Los indios lo aceptaron y lo bautizaron con el nombre
de Boganis, que él puso en la carátula de sus memorias. Terminó
ahorcándose, cuando Karen tenía diez años. Como corresponde a una
baronesa, ésta se casó muy joven con un vago primo enfermo, Bror Blixen,
y ambos se marcharon al África, a plantar café en el interior de Kenia.
El matrimonio no anduvo bien (el mal francés que devoró en vida a Isak
Dinesen se lo contagió su marido) y terminó en divorcio. Cuando Bror
volvió a Europa, ella decidió permanecer en África, manejando sola la
hacienda de setecientos acres. Lo hizo por un cuarto de siglo, en una
terca lucha contra la adversidad. Su vida en el continente africano, con
el que llegó a consubstanciarse y de cuyas gentes y paisajes su
irreprimible fantasía compuso una visión sui generis, está bellamente recordada en Out of Africa (1938), tierna y risueña evocación de su peripecia africana y del extraordinario marco en el que transcurrió.
Mientras
hacía de pionera agrícola, luchaba contra las plagas y las inundaciones
y administraba sus cafetales, en las primeras décadas del siglo, la
baronesa de Rungstedlund no tuvo urgencia en escribir. Sólo garabateó
unos cuadernos de notas en los que aparecen en embrión algunos de sus
futuros relatos. La atraían más los safaris, las expediciones a comarcas
remotas, la familiaridad con las tribus, el contacto con la Naturaleza y
los animales salvajes. El primitivo contorno, sin embargo, no le
impidió tener una refinada vida cultural, fraguada por ella misma y
enriquecida por lecturas y el trato de algunos curiosos representantes
de la Europa culta que llegaban a esos parajes, como el mítico inglés
Denys Finch-Hatton, esteta y aventurero salido de Oxford con quien Karen
Blixen mantuvo una intensa relación sentimental. No es difícil
imaginárselos, discutiendo sobre Eurípides o Shakespeare, después de
haberse pasado el día cazando leones (no sorprende, por eso, que el
único escritor del que Hemingway habló siempre con una admiración sin
reservas fuera Isak Dinesen). El aislamiento en aquella plantación
africana y el estrecho círculo de expatriados europeos con los que
alternaba en Kenia, explican en buena parte el tipo de cultura que
sorprende tanto al lector de Isak Dinesen. No es una cultura que refleje
su época sino que la ignora, un anacronismo deliberado, algo
estrictamente personal y extemporáneo, una cultura disociada de las
grandes corrientes y preocupaciones intelectuales de su tiempo y de los
valores estéticos dominantes, una reelaboración singularísima de ideas,
imágenes, curiosidades, formas y símbolos que vienen del pasado nórdico,
de una tradición familiar y de una educación excéntrica, marcada por la
historia escandinava, la poesía inglesa, el folclor mediterráneo, la
literatura oral africana y las leyendas y maneras de contar de los
juglares árabes. Un libro capital en su vida fue Las mil y una noches,
ese bosque de historias relacionadas entre sí por la astucia narradora
de Sherezada, modelo de Isak Dinesen. África le permitió vivir, de
manera casi incontaminada, dentro de una cultura caprichosa, sin
antecedentes, creada para uso propio, que aparece como horizonte y
subsuelo de su mundo, a la que debe tanto la originalidad de los temas,
el estilo, la construcción y la filosofía de sus cuentos.
Su
vocación literaria tuvo estrecha relación con la bancarrota de sus
cafetales. Pese a que los precios del café se venían abajo, ella, con
temeridad característica, se empeñó en proseguir los cultivos, hasta
arruinarse. No sólo perdió la hacienda; también, su herencia danesa.
Fue, cuenta ella, en ese tiempo de crisis, al comprender que el fin de
su experiencia africana era inevitable, cuando comenzó a escribir. Lo
hacía en las noches, huyendo de las angustias y trajines del día. Así
terminó los Seven Gothic Tales, que aparecieron en 1934, en Nueva
York y en Londres, después de haber sido rechazados por varios
editores. Publicó luego otras colecciones de cuentos, algunas de alto
nivel, como los Winter's Tales (1943), pero su nombre quedaría
siempre identificado con sus primeros siete cuentos reunidos en aquella
obra, una de las más fulgurantes invenciones literarias de este siglo.
Aunque escribió también una novela (la olvidable The Angelic Avengers),
Isak Dinesen fue, como Maupassant, Poe, Kipling o Borges, esencialmente
cuentista. Es uno de los rasgos de su singularidad. El mundo que creó
fue un mundo de cuento, con las resonancias de fantasía desplegada y
hechizo infantil que tiene la palabra. Cuando uno la lee, es imposible
no pensar en el libro de cuentos por antonomasia: Las mil y una noches.
Como en la célebre recopilación árabe, en sus cuentos la pasión más
universalmente compartida por los personajes es, junto a la de
disfrazarse y cambiar de identidad, la de escuchar y decir historias,
evadirse de la realidad en un espejismo de ficciones. Semejante
propensión llega a su apogeo en "The Roads Round Pisa", cuando la joven
Agnese della Gherardesca (vestida de hombre) interrumpe el duelo entre
el viejo Príncipe y Giovanni para contarle a aquél un cuento. Ese vicio
fantaseador imprime a los Seven Gothic Tales, como a los de
Sherezada, una estructura de cajas chinas, historias que brotan de
historias y se descomponen en historias, entre las que discurre,
ocultándose y revelándose en un ambiguo y escurridizo baile de máscaras,
la historia principal.
Sucedan en abadías polacas del siglo
dieciocho, en albergues toscanos del diecinueve, en un pajar de
Norderney a punto de ser sumergido por el diluvio o en la ardiente noche
de la costa africana entre Lamu y Zanzíbar, entre cardenales de gustos
sibaríticos, cantantes de ópera que han perdido la voz o contadores de
cuentos desnarigados y desorejados como el Mira Jama de "The Dreamers",
los cuentos de Isak Dinesen son siempre engañosos, impregnados de
elementos secretos e inapresables. Por lo pronto, es difícil saber dónde
comienzan, cuál es realmente la historia —entre las historias
engarzadas por las que va discurriendo el subyugado lector— que la
autora quiere contar. Ella se va perfilando poco a poco, de manera
sesgada, como de casualidad, contra el telón de fondo de una floración
de aventuras disímiles que, algunas veces, figuran allí como meras damas
de compañía, y otras, como en "The Dreamers", gracias al desconcertante
final, resultan articuladas y fundidas en una sola coherente narración.
Artificiales,
brillantes, inesperados, hechiceros, casi siempre mejor comenzados que
rematados, los cuentos de Isak Dinesen son, sobre todo, extravagantes.
El disparate, el absurdo, el detalle grotesco e inverosímil, irrumpen
siempre, destruyendo a veces el dramatismo o la delicadeza de un
episodio. Era más fuerte que ella, una predisposición invencible, como
en otros la risa o el melodrama. Hay que esperar siempre lo inesperado
en los cuentos de Isak Dinesen. En la inverosimilitud veía ella la
esencia de la ficción. Se lo dice al cardenal de "The Deluge at
Norderney" la perversa y deliciosa Miss Malin Nat-og-Dag, mientras
conversan rodeados por las aguas que sin duda terminarán por
tragárselos, al exponerle su teoría de que Dios prefiere las máscaras a
la verdad "que ya conoce", pues truth is for tailors and shoemakers (la
verdad es para sastres y zapateros). Para Isak Dinesen la verdad de la
ficción era la mentira, una mentira explícita, tan diestramente
fabricada, tan exótica y preciosa, tan desmedida y atractiva, que
resultaba preferible a la verdad.
Lo que el príncipe de la Iglesia predica en ese cuento: Be not afraid of absurdity; do not shrink from the fantastic (No
temas lo absurdo, no rehuyas lo fantástico) podría ser la divisa del
arte de Isak Dinesen, pero delimitando la noción de lo fantástico a lo
que por su desmesura y extravagancia difícilmente encaja en nuestra
concepción de lo real y excluyendo la vertiente sobrenatural de lo
fantástico, pues, en estos relatos, aunque resucite un muerto y abandone
el infierno para venir a cenar con sus dos hermanas —el corsario Morten
de Coninck de "The Supper at Elsinor"—, la fantasía, pese a sus
excesos, tiene siempre una raíz en el mundo real, como ocurre con las
representaciones teatrales o los circos.
El pasado atraía a Isak
Dinesen por la memoria del ambiente de su infancia, por la educación
que recibió y su sensibilidad aristocrática, pero, también, por lo que
tiene de inverificable; situando sus historias un siglo o dos atrás,
podía dar rienda suelta con más libertad a esa pasión antirrealista que
la animaba, a su fervor por lo grotesco y lo arbitrario, sin sentirse
coactada por la actualidad. Lo curioso es que la obra de esta autora de
imaginación tan libre y marginal, que poco antes de morir se jactaba
ante Daniel Gillés de no tener "el menor interés por las cuestiones
sociales ni la psicología freudiana" y ambicionar sólo "inventar bellas
historias", surgiera en los años treinta, cuando la narrativa occidental
giraba maniáticamente en torno a las descripciones realistas: problemas
políticos, asuntos sociales, estudios psicológicos, cuadros
costumbristas. Por eso André Breton consideró que sobre la novela pesaba
una suerte de maldición realista y la expulsó de la literatura. Había
excepciones a ese realismo narrativo, escritores que estaban en
entredicho con la tendencia dominante. Uno de ellos fue Valle-Inclán;
otro, Isak Dinesen. En ambos el relato se hacía sueño, locura, delirio,
misterio, juego, ni más ni menos que la poesía.Los siete cuentos
góticos del libro son admirables; pero "The Monkey" lo es más aún que
los otros, y, de todos los que la autora escribió, el que mejor
sintetiza su mundo disforzado, refinado, de exquisita factura, retorcida
sensualidad y desalada fantasía. Todo es coherente y macizo en esta
deliciosa joya y por eso resulta difícil decir en pocas palabras de qué
trata. En sus breves páginas se las arregla para contar historias muy
diversas, sutilmente emparentadas entre sí. Una de ellas es la sorda
lucha entre dos temibles mujeres, la elegante priora de Closter Seven y
la joven y silvestre Athena, a quien aquélla se ha propuesto casar con
su sobrino Boris, valiéndose de todos los medios lícitos e ilícitos,
incluidos los filtros de amor, el engaño y el estupro. Pero la indomable
priora tiene al frente a una voluntad tan inflexible como la suya en la
joven giganta que es Athena, criada a la intemperie de los bosques de
Hopballehus, y que no tiene el menor empacho en romperle al galante
Boris dos dientes de un puñetazo y en luchar con él cuerpo a cuerpo, en
su combate semimortal, cuando el joven, azuzado por su tía, intenta
seducirla.
Nunca sabremos cuál de estas dos epónimas mujeres
vence en ese forcejeo, porque esta historia es interrumpida de manera
fulminante, cuando el lector está por averiguarlo, con la sorprendente
irrupción de otra historia, que, hasta entonces, ha estado reptando,
discreta como una culebra, debajo de la anterior: las relaciones de la
priora de Closter Seven con un mono de Zanzíbar, que le regaló un primo
almirante, y al que ella mima. La violenta aparición del mono —entra a
la habitación rompiendo la ventana de la priora y presa de fiebre que
sólo puede ser sexual— cuando la superiora del claustro está a punto de
rematar su emboscada obligando a Athena a aceptar a Boris como esposo,
es uno de los episodios más difíciles de contar y más magistralmente
resueltos de la literatura. Es un hiato, un escamoteo tan genial como el
paseo del fiacre por las calles de Rouen en el que van Emma y León, en Madame Bovary. Lo que ocurre en el interior de ese fiacre
lo adivinamos pero el narrador no lo dice, lo insinúa, lo deja
adivinar, azuzando con su silencio locuaz la imaginación del lector. Un
dato escondido semejante es este cráter narrativo de "The Monkey". La
astuta descripción del episodio abunda en lo superfluo y calla lo
esencial —las relaciones culpables entre el mono y la priora— y, por eso
mismo, esta nefanda relación vibra y se delínea en el silencio con
tanta o más fuerza que ante los ojos espantados de Athena y Boris, que
presencian la increíble ocurrencia. Que, al final del relato, el saciado
mono termine encaramado sobre un busto de Immanuel Kant es como la
quintaesencia de la delirante orfebrería que amuebla el mundo de Isak
Dinesen.
Entretener, divertir, distraer: muchos escritores
modernos se indignarían si alguien les recuerda que ésa es también
obligación de la literatura. Las modas, cuando aparecieron los Seven Gothic Tales,
establecían que el escritor debía ser la conciencia crítica de su
sociedad o explorar las posibilidades del lenguaje. El compromiso y la
experimentación son muy respetables, desde luego, pero cuando una
ficción es aburrida no hay doctrina que la salve. Los cuentos de Isak
Dinesen son a veces imperfectos, a veces demasiado alambicados, jamás
aburridos. También en eso fue anacrónica; para ella contar era encantar,
impedir el bostezo valiéndose de cualquier ardid: el suspenso, la
revelación truculenta, el suceso extraordinario, el detalle efectista,
la aparición inverosímil. La fantasía, abundante y excéntrica, enrevesa
de pronto una historia con exceso de anécdotas o la encamina en la
dirección más infortunada. La razón de esos sacrificios o malabarismos
es sorprender al lector, algo que siempre consigue. Sus cuentos suceden
en una indecisa región, que ya no es el mundo objetivo pero que aún no
es lo fantástico. Su realidad participa de ambas realidades y es, por
eso, distinta de ambas, como sucede con los mejores textos de Cortázar.
Una
de las constantes de su mundo son los cambios de identidad de los
personajes, que viven emboscados bajo nombres o sexos diferentes y que, a
menudo, llevan simultáneamente dos o más vidas paralelas. Se diría que
una plaga de inestabilidad ontológica ha contagiado a los seres humanos;
sólo los objetos y el mundo natural son siempre los mismos. Así, por
ejemplo, el renacentista cardenal de "The Deluge at Norderney" resulta
ser, al final de la historia, el valet Kasparson que asesinó a su amo y
lo suplantó. Pero, en este dominio, la apoteosis de la danza de las
identidades la encarna Peregrina Leoni, apodada Lucífera o Doña Quijota
de la Mancha, cuya historia transparece, a través de una verdadera
miríada de otras historias, en "The Dreamers". Cantante de ópera que
perdió la voz, del susto, en un incendio en la Scala de Milán, durante
una representación de Don Giovanni, hace creer a sus admiradores que ha
muerto. La ayuda en sus designios su admirador y su sombra, el riquísimo
judío Marcus Coroza, que la sigue por el mundo, prohibido de hablarle o
hacerse ver por ella, pero siempre a mano para facilitarle la huida en
caso de necesidad. Peregrina cambia de nombre, personalidad, amantes,
países —Suiza, Roma, Francia— y oficios —prostituta, artesana,
revolucionaria, aristócrata que vela la memoria del general Zumala
Carregui— y fallece, finalmente, en un monasterio alpino, bajo una
tormenta de nieve, rodeada de cuatro amantes abandonados, que la
conocieron en distintas instancias y disfraces y sólo ahora descubren,
gracias a Marcus Coroza, su peripatética identidad. La caja china
—historias dentro de historias— es utilizada con admirable maestría en
este relato para ir componiendo, como un rompecabezas, a través de
testimonios que en un principio parecen no tener nada en común, la
fragmentada y múltiple existencia de Peregrina Leoni, fuego fatuo,
actriz perpetua, hecha —como todos los personajes de Isak Dinesen— no de
carne y hueso sino de sueño, fantasía, gracia y humor.
La prosa
de Isak Dinesen, como su cultura y sus temas, no remite a modelos de
época; es, también, un caso aparte, una anomalía genial. Al aparecer Seven Gothic Tales,
su prosa desconcertó a los críticos anglosajones por su elegancia
ligeramente pasada de moda, su exquisitez e irreverencia, sus juegos y
desplantes de erudición, y su escaso, para no decir nulo, contacto con
el inglés vivo y hablado de la calle. Pero, también, por su humor, la
delicadeza irónica y risueña con que en aquellos relatos se referían
crueldades, vilezas y ferocidades indecibles como si fueran nimiedades
de la vida cotidiana. El humor es en Dinesen el gran amortiguador de los
excesos de todo orden que habitan su mundo —los de la carne y los del
espíritu—, el ingrediente que humaniza lo inhumano y da un semblante
amable a lo que provocaría repugnancia o pánico. Nada como leerla para
comprobar hasta qué punto es cierto que todo se puede contar, si se sabe
cómo hacerlo.
La literatura, tal como ella la concibió, era
algo que a los escritores de su tiempo espeluznaba: una evasión de la
vida real, un juego entretenido. Hoy las cosas han cambiado y los
lectores la comprenden mejor. Al hacer de la literatura un viaje hacia
lo imaginario, la frágil baronesa de Rungstedlund no rehuía
responsabilidad moral alguna. Por el contrario, contribuía —distrayendo,
hechizando, divirtiendo— a que los seres humanos aplacaran una
necesidad tan antigua como la de comer y adornarse: el hambre de
irrealidad.
Mario Vargas Llosa