miércoles, 5 de diciembre de 2012

Faulkner en Laberinto

Sábado 23 de mayo de 1981

La reyerta ha estallado en el interior de una cantina, pero inmediatamente se  traslada a la calle. Cuando, alertado por el ruido, salgo a ver, diviso a un hombre en calzoncillo que atacan a puñetazos y a pedradas tres o cuatro individuos. Debe ser él quien ha iniciado la pelea, pues uno de sus atacantes tiene la cara partida y sangra profusamente. Entre el polvo, las palabrotas y los golpes, una criatura llora a gritos, tratando de prenderse de las piernas del que sangra. Cuando el atacado opta por huir y todos los curiosos retornan al interior de las cabañas a seguir emborrachándose, el llanto de esa niña perdura, como una lluviecita desafinada que atravesara los techos de hojas de palma y los tabiques de tablas de las viviendas de Laberinto.

Es imposible no pensar en Faulkner. Este es el corazón de la Amazonía y está muy lejos de Mississippi, desde luego. Son otros el idioma, la raza, las tradiciones, la religión y las costumbres. Pero los ciudadanos de Yoknapatawpha Country y los de este caserío del departamento de Madre de Dios, a orillas del ancho río de ese nombre, al que la fiebre del oro ha convertido en poco tiempo en una especie de andrajoso millonario, tienen muchas cosas en común: la violencia, el calor, la codicia, una naturaleza indomeñable que parece reflejar esos instintos que las gentes no tratan de embridar, y, en suma, la vida como una aventura que confunde, tan inextricablemente como el bosque el ramaje de los árboles, lo grotesco, lo sublime y lo trágico.

En el avión que me trajo de Lima a Puerto Maldonado, y en el albergue de esa localidad (aquí a la luz rancia de una vela) he estado leyendo Banderas sobre el polvo, la tercera novela que Faulkner escribió (en 1927) su primera obra maestra, la iniciadora de la saga, y cuya versión integral sólo se conoció en
1973. La publicada en 1929, con el título de Sartoris, había sido privada de una cuarta parte de sus páginas y reordenada por Ben Wasson, el agente literario de Faulkner. Once editoriales rechazaron el manuscrito, considerándolo confuso, y la que por fin se animó a publicarlo puso como condición esos cortes y remiendos destinados a simplificar la historia. Con la perspectiva actual, podemos apiadamos de los patrones narrativos imperantes en Estados Unidos afines de los años veinte, tan aberrantes que impidieron los lectores de once casas editoriales neoyorquinas advertir que tenían ante sus ojos una obra mayor destinada a cambiar sustantivamente la naturaleza misma de la ficción moderna.

Pero ese género de críticas a posteriori son fáciles. La novedad era demasiado grande, en efecto, y, por otra parte, Nueva York estaba tan lejos en el tiempo y en el espacio de Jefferson, la tierra de los míticos Bayard y John Sartoris, de Jenny du Prés y del porcino Byron Snopes como lo está Lima de Laberinto. La de Faulkner es una América subdesarrollada y primitiva, de gentes rudas e incultas, prejuiciosas y galantes, capaces de vilezas y noblezas extraordinarias pero incapaces de romper por un instante su provincialismo visceral, ese encantamiento que hace de ellos, desde que nacen hasta que mueren, hombres de la periferia, silvestres y anticuados, preindustriales, marcados a fuego por una historia de explotación inicua, sangriento racismo, elegancias caballerescas, audacia pionera y guerras perdidas. Ese mundo con el que Faulkner amasa su universo no era el de Nueva York, Boston, Chicago o Filadelfia. No era el espejo en el que quería mirarse la América de las máquinas ultramodernas y los conglomerados financieros, de las Universidades especializadas y las ciudades erizadas de rascacielos y de intelectuales hechizados —como T. S Eliot o Ezra Pound— por los refinamientos espirituales de Europa. En esta América, las novelas de Faulkner tardaron en ser aceptadas: ellas representaban un pasado y un presente que ella quería a toda costa olvidar. Fue sólo cuando París descubre a Faulkner y autores como
Malraux y Sartre proclaman a los cuatro vientos su genio, que el novelista sureño gana derecho de ciudad en su propio país. Este lo acepta, entonces, por motivos similares a los de los franceses: como un brillante producto exótico.

El mundo de Faulkner no era el suyo, en efecto. Era el nuestro. Y nada mejor para comprobarlo que llegar hasta este perdido caserío de la selva de Madre de Dios al que, por el encrespamiento y los remolinos
del río que lo baña, bautizaron los lugareños con el hermoso nombre de Laberinto. La población que le da personalidad y color no vive aquí, en esta veintena de chozas rústicas acosadas por la vegetación, sino, como la de Jefferson, desperdigada, por los, alrededores. Ella busca y lava oro, así como los de Yoknapatawpha cultivan algodón y crían caballos. Pero los domingos todos acuden al pueblo para hacer sus transacciones, aprovisionarse y divertirse (lo que quiere decir emborracharse).

Serranitos que apenas chapurrean español y que viven aturdidos por este calor desconocido en las alturas de Cuzco o de Puno que han dejado para convertirse en mineros; jóvenes miraflorinos que han cambiado la tabla hawaiana y las carreras de autos por las botas de siete suelas del explorador; extranjeros sedientos de aventura y riqueza instantánea: aguerridas rameras venidas desde los prostíbulos limeños a trabajar como «visitadoras» en los campamentos donde cobran por planilla y, en los ratos libres, intentar también suerte escarbando la grava de la orilla en busca del preciado metal; sudorosos policías abrumados por la magnitud de unas responsabilidades que los desbordan. Si supieran leer, o se dieran tiempo para hacerlo, estos hombres y mujeres de Laberinto se sentirían en su casa en las novelas de Faulkner y se maravillarían de saber que alguien que nunca estuvo aquí, que no tenía manera de sospechar que algún día el destino los aventaría a todos ellos hasta aquí y los haría compartir tantas ilusiones y dificultades, hubiera sido capaz de describir tan bien la efervescencia de sus vidas y de sus almas.

Este es el mundo de Faulkner. Las personas se conocen por sus nombres y está aún lejos la civilización industrial, esa sociedad impersonalizada en la que las gentes se comunican por intermedio de las cosas. Es verdad que aquí todo es elemental, arcaico y, todopoderosas, la incomodidad, la suciedad, la fuerza bruta. Pero, al mismo tiempo, nada parece aquí predeterminado, todo está por hacerse, haciéndose, y se tiene la impresión estimulante de que con un poco de suerte y mucho coraje y resistencia cualquier hombre o mujer puede cambiar mágicamente de vida. Hay ese contacto cálido, inmediato, bienhechor, con los elementos naturales —ese aire, esa agua, esa tierra y ese fuego que las gentes de la ciudad ignoran, y la sensación de que el alimento que se come es, como la cabaña en que uno vive, algo que uno produce con sus propias manos.

La violencia está a flor de piel y, con cualquier pretexto, estalla. Pero, al me nos, se trata de una violencia descubierta, física, natural con algo de esa dignidad mínima que tiene la violencia entre los animales, que se atacan y entrematan sólo obedeciendo a la ley primera de la vida —la de sobrevivir; no de la violencia solapada, ciudadana, civilizada, institucionalizada en leyes, códigos, sistemas, contra la que no hay defensa pues carece de cuerpo y de cara. Aquí, tiene nombre y facciones, es individualizada y, por horrible que parezca, todavía humana. No es raro que, a la vez que en los medios cultos de su país, una íntima resistencia alejaba a los lectores de Faulkner, la obra de éste fuera inmediata y unánimemente celebrada en América latina. La razón no era, sólo, el hechizo de esas vidas turbulentas del condado de Yoknapatawpha, ni las proezas formales de unas ficciones construidas como nidos de avispa. Era que, en esa turbulencia y complejidad del mundo inventado por Faulkner, los lectores latinoamericanos descubríamos, transfigurada, nuestra propia realidad, y aprendíamos que, como en Bayard Sartoris o en Jenny du Prés, el atraso y la periferia contienen, también, bellezas y virtudes que la llamada civilización mata, Escribía en inglés, pero era uno de los nuestros.

Mario Vargas Llosa

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