La reyerta ha estallado en el
interior de una cantina, pero inmediatamente se traslada a la calle. Cuando, alertado por el
ruido, salgo a ver, diviso a un hombre en calzoncillo que atacan a puñetazos y
a pedradas tres o cuatro individuos. Debe ser él quien ha iniciado la pelea,
pues uno de sus atacantes tiene la cara partida y sangra profusamente. Entre el
polvo, las palabrotas y los golpes, una criatura llora a gritos, tratando de prenderse
de las piernas del que sangra. Cuando el atacado opta por huir y todos los
curiosos retornan al interior de las cabañas a seguir emborrachándose, el
llanto de esa niña perdura, como una lluviecita desafinada que atravesara los
techos de hojas de palma y los tabiques de tablas de las viviendas de Laberinto.
Es imposible no pensar en Faulkner. Este es el corazón de la Amazonía y está muy lejos
de Mississippi, desde luego. Son otros el idioma, la raza, las tradiciones, la
religión y las costumbres. Pero los ciudadanos de Yoknapatawpha Country y los
de este caserío del departamento de Madre de Dios, a orillas del ancho río de
ese nombre, al que la fiebre del oro ha convertido en poco tiempo en una especie
de andrajoso millonario, tienen muchas cosas en común: la violencia, el calor,
la codicia, una naturaleza indomeñable que parece reflejar esos instintos que
las gentes no tratan de embridar, y, en suma, la vida como una aventura que
confunde, tan inextricablemente como el bosque el ramaje de los árboles, lo
grotesco, lo sublime y lo trágico.
En el avión que me trajo de Lima a Puerto Maldonado, y en
el albergue de esa localidad (aquí a la luz rancia de una vela) he estado leyendo
Banderas sobre el polvo, la
tercera novela que Faulkner escribió (en 1927) su primera obra maestra, la
iniciadora de la saga, y cuya versión integral sólo se conoció en
1973. La publicada en 1929, con el título de Sartoris,
había sido privada de una cuarta parte de sus páginas y reordenada por Ben Wasson,
el agente literario de Faulkner. Once editoriales rechazaron el manuscrito,
considerándolo confuso, y la que por fin se animó a publicarlo puso como
condición esos cortes y remiendos destinados a simplificar la historia. Con la
perspectiva actual, podemos apiadamos de los patrones narrativos imperantes en
Estados Unidos afines de los años veinte, tan aberrantes que impidieron los
lectores de once casas editoriales neoyorquinas advertir que tenían ante sus
ojos una obra mayor destinada a cambiar sustantivamente la naturaleza misma de
la ficción moderna.
Pero ese género de críticas a posteriori son fáciles. La
novedad era demasiado grande, en efecto, y, por otra parte, Nueva York estaba tan
lejos en el tiempo y en el espacio de Jefferson, la tierra de los míticos
Bayard y John Sartoris, de Jenny du Prés y del porcino Byron Snopes como lo
está Lima de Laberinto. La de Faulkner es una América subdesarrollada y
primitiva, de gentes rudas e incultas, prejuiciosas y galantes, capaces de
vilezas y noblezas extraordinarias pero incapaces de romper por un instante su
provincialismo visceral, ese encantamiento que hace de ellos, desde que nacen
hasta que mueren, hombres de la periferia, silvestres y anticuados,
preindustriales, marcados a fuego por una historia de explotación inicua,
sangriento racismo, elegancias caballerescas, audacia pionera y guerras perdidas.
Ese mundo con el que Faulkner amasa su universo no era el de Nueva York,
Boston, Chicago o Filadelfia. No era el espejo en el que quería mirarse la América de las máquinas
ultramodernas y los conglomerados financieros, de las Universidades
especializadas y las ciudades erizadas de rascacielos y de intelectuales
hechizados —como T. S Eliot o Ezra Pound— por los refinamientos espirituales de
Europa. En esta América, las novelas de Faulkner tardaron en ser aceptadas:
ellas representaban un pasado y un presente que ella quería a toda costa
olvidar. Fue sólo cuando París descubre a Faulkner y autores como
Malraux y Sartre proclaman a los cuatro vientos su genio,
que el novelista sureño gana derecho de ciudad en su propio país. Este lo acepta,
entonces, por motivos similares a los de los franceses: como un brillante
producto exótico.
El mundo de Faulkner no era el suyo, en efecto. Era el
nuestro. Y nada mejor para comprobarlo que llegar hasta este perdido caserío de
la selva de Madre de Dios al que, por el encrespamiento y los remolinos
del río que lo baña, bautizaron los lugareños con el
hermoso nombre de Laberinto. La población que le da personalidad y color no
vive aquí, en esta veintena de chozas rústicas acosadas por la vegetación,
sino, como la de Jefferson, desperdigada, por los, alrededores. Ella busca y
lava oro, así como los de Yoknapatawpha cultivan algodón y crían caballos. Pero
los domingos todos acuden al pueblo para hacer sus transacciones,
aprovisionarse y divertirse (lo que quiere decir emborracharse).
Serranitos que apenas chapurrean español y que viven
aturdidos por este calor desconocido en las alturas de Cuzco o de Puno que han
dejado para convertirse en mineros; jóvenes miraflorinos que han cambiado la tabla
hawaiana y las carreras de autos por las botas de siete suelas del explorador;
extranjeros sedientos de aventura y riqueza instantánea: aguerridas rameras
venidas desde los prostíbulos limeños a trabajar como «visitadoras» en los
campamentos donde cobran por planilla y, en los ratos libres, intentar también suerte
escarbando la grava de la orilla en busca del preciado metal; sudorosos
policías abrumados por la magnitud de unas responsabilidades que los desbordan.
Si supieran leer, o se dieran tiempo para hacerlo, estos hombres y mujeres de
Laberinto se sentirían en su casa en las novelas de Faulkner y se maravillarían
de saber que alguien que nunca estuvo aquí, que no tenía manera de sospechar
que algún día el destino los aventaría a todos ellos hasta aquí y los haría
compartir tantas ilusiones y dificultades, hubiera sido capaz de describir tan
bien la efervescencia de sus vidas y de sus almas.
Este es el mundo de Faulkner. Las personas se conocen por
sus nombres y está aún lejos la civilización industrial, esa sociedad impersonalizada
en la que las gentes se comunican por intermedio de las cosas. Es verdad que
aquí todo es elemental, arcaico y, todopoderosas, la incomodidad, la suciedad,
la fuerza bruta. Pero, al mismo tiempo, nada parece aquí predeterminado, todo
está por hacerse, haciéndose, y se tiene la impresión estimulante de que con un
poco de suerte y mucho coraje y resistencia cualquier hombre o mujer puede
cambiar mágicamente de vida. Hay ese contacto cálido, inmediato, bienhechor,
con los elementos naturales —ese aire, esa agua, esa tierra y ese fuego que las
gentes de la ciudad ignoran, y la sensación de que el alimento que se come es,
como la cabaña en que uno vive, algo que uno produce con sus propias manos.
La violencia está a flor de piel y, con cualquier
pretexto, estalla. Pero, al me nos, se trata de una violencia descubierta,
física, natural con algo de esa dignidad mínima que tiene la violencia entre
los animales, que se atacan y entrematan sólo obedeciendo a la ley primera de
la vida —la de sobrevivir; no de la violencia solapada, ciudadana, civilizada,
institucionalizada en leyes, códigos, sistemas, contra la que no hay defensa
pues carece de cuerpo y de cara. Aquí, tiene nombre y facciones, es
individualizada y, por horrible que parezca, todavía humana. No es raro que, a
la vez que en los medios cultos de su país, una íntima resistencia alejaba a
los lectores de Faulkner, la obra de éste fuera inmediata y unánimemente celebrada
en América latina. La razón no era, sólo, el hechizo de esas vidas turbulentas
del condado de Yoknapatawpha, ni las proezas formales de unas ficciones
construidas como nidos de avispa. Era que, en esa turbulencia y complejidad del
mundo inventado por Faulkner, los lectores latinoamericanos descubríamos, transfigurada,
nuestra propia realidad, y aprendíamos que, como en Bayard Sartoris o en Jenny
du Prés, el atraso y la periferia contienen, también, bellezas y virtudes que
la llamada civilización mata, Escribía en inglés, pero era uno de los nuestros.
Mario Vargas Llosa
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