El Gobierno cubano decide retirar la fuerza policial que custodiaba
la embajada del Perú en La Habana y en menos de tres días el local es
invadido por 10.000 personas que quieren asilarse. El caso debe ser
único en la historia de la diplomacia latinoamericana, pues ni siquiera
en los momentos peores de la persecución política en Nicaragua, Chile o
Argentina -regímenes que, sin embargo, establecieron records en
lo que se refiere a represión- se vio algo parecido.¿Hará reflexionar
este hecho a los estudiantes e intelectuales que tienen a Cuba por el
modelo revolucionario que quisieran ver aplicado en sus países?
Ciertamente, no. La reflexión está ausente de nuestra vida política,
donde tanto la derecha como la izquierda actúan casi exclusivamente por
reflejos condicionados. Para esta última, ya el periódico Gramma del 7 de abril ha dado la explicación canónica, que ahora será repetida ad nauseam por los progresistas. Las personas que atestan la embajada son «delincuentes, lumpens,
antisociales, vagos y parásitos y homosexuales, aficionados al juego y a
las drogas, que no encuentran en Cuba fácil oportunidad para sus
vicios» (se advierte aquí una variedad mayor de especímenes que la que
García Márquez encontró entre los refugiados de Vietnam y Camboya, que
al parecer eran sólo drogadictos y algunos millonarios).
Y, sin embargo, aun cuando no sirva de mucho, vale la pena tratar de
entender el mensaje que encierra, a nivel moral e intelectual, el
espectáculo, dramático y grotesco, de esa muchedumbre apiñada -a razón
de cuatro personas por metro cuadrado, según la agencia Reuters- en la
embajada del Perú en La Habana.
En términos cuantitativos, nadie -mejor dicho, nadie que no sea un
sectario- puede negar que Cuba, gracias a la revolución, es la sociedad
más igualitaria de toda América Latina, aquélla en la que es menor la
diferencia entre los que tienen más y los que tienen menos, donde la
pobreza y la riqueza están más repartidas, y, también, aquélla donde se
ha hecho más por garantizar la educación, la salud y el trabajo de los
humildes. Ningún otro país latinoamericano ha hecho lo que Cuba, en
estos veinte años, para erradicar el analfabetismo, difundir los
deportes y poner la medicina, los libros, las artes, al alcance de
todos.
Y, sin embargo, pese a ello, miles, o cientos de miles y acaso hasta
millones de cubanos preferirían marcharse a vivir en una sociedad
distinta a la suya. ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo explicar que prefieran
incluso irse al Perú y a los otros países latinos americanos, con
terribles problemas de desocupación y de pobreza, donde las diferencias
económicas son enormes y donde los pobres, la inmensa mayoría, tienen la
vida realmente dura? Una afirmación de Gramma, en ese mismo editorial
-«las fronteras entre el delincuente común y el contrarrevolucionario se
confunden »- nos da una pista para comprender eso que, a simple vista,
resulta extraordinaria paradoja.
El ideal igualitario es incompatible con el libertario. Puede haber
una sociedad de hombres libres y una de hombres iguales, pero no puede
haber una que compagine ambos ideales en dosis idénticas. Esta es una
realidad que cuesta aceptar porque se trata de una realidad trágica, que
desbarata una tradición de utopías generosas en la que aún nos movemos y
sobre todo porque coloca al hombre en la difícil disyuntiva de tener
que elegir entre dos ¡aspiraciones que tienen la misma fuerza moral y
que parecen ser inseparables, el anverso y reverso de la idea de
justicia. Pero no, no lo son: la libertad y la igualdad sólo pueden
hacer un corto trecho juntas; luego, fatalmente, los caminos de ambas se
cruzan y se divergen.
Cuba ha optado por el ideal igualitario y no hay duda que ha dado
pasos considerables, e incluso admirables, en esa dirección.
Simultáneamente ha ido apartándose del otro ideal y convirtiéndose en un
estado donde toda la vida, individual, familiar, profesional, cultural,
se halla regulada., orientada y cautelada por un mecanismo casi
impersonal y anónimo, donde se han ido concentrando todos los poderes.
Los intelectuales progresistas explican que «la verdadera libertad»
consiste en tener educación, empleo, protección social, etcétera, y
preguntan si la «libertad abstracta» de los reaccionarios les sirve de
algo al campesino analfabeto de los Andes, al pobre diablo de las
barriadas o al negro discriminado de los guetos.
La respuesta está en los 10.000 cubanos apretados en esa casa y ese
jardín de La Habana. La libertad no se puede medir sólo en términos
cuantitativos, a diferencia de la igualdad social. Ella es la
posibilidad de elegir entre opciones distintas, y no sólo «positivas»
-decretadas así por la filosofía y la moral reinantes o, simplemente,
por el capricho de quien detenta el poder-, sino también por las
«negativas». En una sociedad como la cubana, esta posibilidad se ha
reducido al mínimo, como muestra, luminosamente, la frase de Gramma:
«Quien elige algo distinto de lo que ha programado para él la
revolución es contrarrevolucionario, es decir, antisocial y delincuente.
La sociedad igualitaria no permite al hombre elegir la infelicidad:
ello es delito».
¿Significa esto que en las otras sociedades los hombres son de veras
«libres», que en ellas eligen realmente lo que quieren ser y hacer? En
la práctica no, claro está, pues ese poder de elección está mediatizado
por las posibilidades económicas, culturales, sociales y las aptitudes
de cada individuo. Pero el hecho de que en ellas haya muchas más
opciones que elegir -es decir, de pensar distinto a los demás, de
cambiar de trabajo o domicilio, de opinar y de criticar y aun de
combatir el sistema- las hace, al menos, potencialmente más próximas de
aquel utópico paraíso de la libertad, donde cada cual tendría la vida
que querría. La libertad es «siempre» mayor en estas sociedades (aun
cuando sean dictaduras políticas), que en las igualitarias, porque en
ellas el poder no está concentrado en una sola estructura, sino
dispersado en varias, que compiten entre sí y recíprocamente se
neutralizan. Esa dispersión es la que garantiza un margen -mayor o
menor- de autonomía e independencia a las personas y, al mismo tiempo,
es una continua fuente de desigualdad a todos los niveles. El presidente
Carter, aunque se lo propusiera, seria incapaz de abolir la libertad de
prensa en Estados Unidos, pues esta libertad no depende de él, sino de
la libertad de empresa, que permite a cada cual tener su periódico y
opinar en él como le plazca. Esa misma libertad de empresa es la que
determina que en Estados Unidos haya, inevitablemente, pobres y ricos.
Fidel Castro no puede establecer la libertad de prensa en Cuba porque
allá todos los órganos de la información, al ser estatales, no pueden
opinar ni informar en contra de este ente omnímodo y sofocante, que, sin
embargo, a la vez que regimentaba ideológicamente a los cubanos y les
planificaba las vidas, les enseñaba a leer, les daba trabajo y los
redimía de muchas de esas ignominias que aún pesan sobre la mayoría de
los latinoamericanos.
Que, entendidas en términos extremos, la libertad y la igualdad sean
opciones alérgicas la una a la otra no puede querer decir que estemos
condenados a la injusticia. Sino, más sencillamente, que hay que
renunciar a las utopías, a las opciones extremas. Así lo han hecho los
países que han alcanzado las formas de vida más civilizadas de nuestro
tiempo, aquéllos que se han resignado a esa fórmula mediocre que
consiste en tolerar en su seno la libertad necesaria como para que sus
ciudadanos no estén dispuestos a hacer lo que los 10.000 cubanos de la
embajada peruana, pero no tanta como para que, a su amparo, surjan tales
desigualdades económicas y sociales, que las gentes maten o se dejen
matar por una revolución que implantaría una sociedad igualitaria en la
que, a la larga, esas mismas gentes, o sus hijos, estarían dispuestas a
cualquier cosa para huir a los países de la desigualdad.
(Copyright 1980, Mario Vargas Llosa. Agencia Catalana de Información).
No hay comentarios:
Publicar un comentario