POR Juan Cruz Ruiz
Hay muchas leyendas sobre Mario Vargas Llosa, ese trotamundos, y sólo algunas se corresponden con la realidad de su vida. Entre éstas, que es un hombre que ha fiado su vida a la influencia del esfuerzo y al método. Alguna vez ha dicho que como no tiene talento, trabaja. Y trabaja desplegando un rigor que no admite componendas. De sol a sol, o más bien del sol de la mañana al sol de después del mediodía. Siempre se levanta temprano, corre (ahora trota, los años marcan el paso) con su mujer, Patricia Llosa, y luego, truene, nieve o haga un calor extenuante, espera, como Picasso, que la inspiración lo agarre trabajando. Su escritorio ha sido visto en todos los soportes posibles (la televisión, la fotografía, la narración de los que lo han visto ahí) es el escenario de un alcohólico del trabajo que, por cierto, bebe con moderación y no fuma nunca, aunque hubo una época en que fumó como un carretero. Ahí, en el escritorio, hay algunas metáforas de sus convicciones, todas ellas relacionadas con su amor al papel, a los libros, a los periódicos, a los cuadernos, a las plumas… No son sólo instrumentos de trabajo, pueden ser fetiches: hace años se dejó olvidada en manos de un fotógrafo de Tenerife, Carlos A. Schwartz, la pluma Montblanc de siempre, y removió todos los sistemas de transporte urgente hasta que el artilugio del que se sirve su arte fue depositado en su mesa de París. Lee, incluso cuando escribe, y subraya, subraya sin parar, como si la memoria no pudiera subsistir sin ese elemento en el que declara su fascinación o simplemente su interés o su desacuerdo. Así pues, la leyenda más divulgada sobre Mario Vargas Llosa es verdad: es un trabajador infatigable, y gracias a ello ha llevado a cabo la obra que la academia sueca consideró merecedora del Nobel, en 2010, pero sobre todo ha conseguido, como advertía en una entrevista de 1990, después de haber perdido las elecciones presidenciales a las que concurrió en Perú, “huir de la pena”. Pues todo escritor, por feliz que parezca, y aunque parezca indestructible y lo ataquen además por parecer feliz, y este es el caso, tiene en el fondo de su alma el material, que no es pluma ni papel ni mesa, inasible del que se agarra para narrar qué pasa o qué le pasa: la melancolía… De cerca, y leyéndolo, a Vargas Llosa se le puede advertir esa realidad de su espíritu, pero muchos de sus críticos la borran, para quedarse con un tópico que les conviene y que forma parte de otra leyenda, la falsa: que el autor de La civilización del espectáculo es un tipo arrogante y fatuo que desde hace mucho tiempo carece de sencillez. Eso es mentira; algunos cruzados intentamos, con éxito desigual, desmentir esa imagen, pero como conviene a los que la inventaron sigue su curso con el beneplácito (y la malevolencia) de los que la alientan. Digámoslo una vez más: si te encuentras con él, en una exposición, en la cola del cine, en la biblioteca donde escribe o en el café donde toma notas, es probable que termines siendo interrogado por él, sobre tu trabajo, sobre tus aficiones, sobre tu procedencia; y si algún colega suyo, un chiquillo que quiera escribir un libro y quiera una ayuda o un consejo, se dirige a él, en la presentación de un libro, en una firma, o en cualquiera de las otras circunstancias que ya se indicaron, es más que posible que al fin parezca que el principiante es el novelista de Conversación en La Catedral… Como esto es verdad, pues no se ha abierto paso con éxito. Pero lo digo otra vez por si alguno termina dando crédito a este desmentido de una leyenda falsa de toda falsedad. En todo caso, digamos que cuando fui a cumplir el encargo de Ñ de conversar con él sobre su último libro tan polémico sobre la banalización de la cultura ya se había ocultado el sol (casi), el escritorio lo tenía lejos, leía la prensa extranjera (por la mañana temprano lee la prensa del país donde esté, y estaba en Madrid) y escuchaba a Glenn Gould interpretando a Bach… Aquí, un inciso para los incrédulos: ¿quién, hoy, en su sano juicio, y en estado adecuado de vanidad cultural, diría que no conoce a Glenn Gould? Pocos, y gente de la cultura, tan dada a conocerlo todo antes de conocerlo, muchos menos. Pues mientras hablábamos ante el micrófono lo dijo Vargas Llosa: nunca había escuchado a Glenn Gould… Más allá, en la conversación, confesó que no había leído hasta ahora el Gibbon, que es como el chocolate de todos los desayunos de los que hablan hoy del devenir de la civilización… Son pequeños detalles de los que él no hace alarde... Porque, lo quieras o no, lo leas o no, estés de acuerdo con él o no, Vargas Llosa no anda en la vida ni presumiendo ni con otras pamplinas. Pero, ¿a quién le explicas esto si el mundo está lleno de lugares comunes y a él le llueven generalmente diluvios de tópicos que nunca trató de atajar? Porque los tópicos lo agarran siempre trabajando, y esa es la leyenda más verdadera.
Mario Vargas Llosa: “Los bárbaros ahora somos nosotros”
El uso amoral de ciertos avances tecnológicos y los
peligros que esto conlleva para la democracia, el periodismo, la
lectura, la identidad individual o la cultura cada vez más banalizada,
son algunas de las amenazas que el Premio Nobel peruano subraya en esta
extensa charla que mantuvo en su casa de Madrid con el periodista y
novelista español Juan Cruz Ruiz.
En marzo de este año, cuando cumplía 76 años, el combativo novelista de La ciudad y los perros
, Mario Vargas Llosa, removió, con la autoridad de un Nobel pero
también con la fuerza de un guerrillero que previene contra la
banalización de la cultura, las aguas que dicen sí a todos los efectos
de cualquier renovación tecnológica. Su libro La civilización del espectáculo
(Alfaguara, 2012) fue recibido en medio de la crisis de los medios y
de los instrumentos clásicos de la cultura, la literatura, la música,
las artes plásticas, y fue visto como la intromisión de un defensor de
lo clásico frente a la irrupción inevitable de un mundo nuevo. Vargas
Llosa arrostró las críticas, puso en remojo los elogios (no es, y es
raro entre escritores, el vanidoso que algunos pintan) y se dispuso a
proseguir su lucha por advertir que él no está diciendo nada contra los
avances tecnológicos, sino contra la perversión que el uso de las nuevas
tecnologías pone en manos de vividores a tiempo completo de los
beneficios que da la banalización rampante de la cultura. En eso sigue, y
meses después regresa a su libro para destacar algunos de los elementos
en que basa la vigencia de sus convicciones. El dice que ahora somos
nosotros los bárbaros que queremos hacer de la cultura un fenómeno que
se diluya en medio de la trituradora del consumo veloz.
Dijiste que tu libro, “La civilización del espectáculo”, era también un libro de las desapariciones, de las cosas que se suponía que podían desaparecer: el libro, la música, los derechos de autor…
…la desaparición de la identidad. Ahora he publicado en mi columna quincenal en el diario El País un artículo en el que justamente hablaba de la identidad perdida. La evolución tecnológica ha venido acompañada de un desplome absoluto de toda forma de valores y de moral, y está acabando con cosas que parecían absolutamente invulnerables, entre ellas la identidad personal.
No sé si has visto en The New Yorker una carta de Philip Roth, una carta abierta a Wikipedia. Cuenta que él descubrió cómo Wikipedia describía su novela La mancha humana de manera totalmente equivocada porque decía que estaba inspirada en la vida de un crítico de The New York Times. Y él explica en su artículo que no es así, que apenas vio a ese señor una vez, que no sabía nada de su vida personal y que la novela estaba basada en un íntimo amigo suyo al que le ocurrió todo aquello. Wikipedia le contestó que todo autor tiene derecho a hablar sobre su libro pero que mientras no hubiera otras fuentes secundarias que corroboraran lo que él decía, iban a mantener lo que ya habían publicado. Por tanto, Philip Roth ha quedado totalmente disociado de poder opinar sobre su libro porque Wikipedia llega a millones de millones de personas y da una versión de él mismo que está en contradicción flagrante con lo que él cree ser, pero no tiene el peso suficiente como para poder contrarrestar esa especie de fuerza torrencial que es la tecnología. Es un síntoma interesantísimo de cómo hoy en día puedes ser despojado de tu identidad y quedar en la impotencia más absoluta frente a eso.
Te ha pasado a ti. Tú nunca has tenido Twitter. Y muchas veces Twitter ha reproducido cosas que tú has dicho en ese sistema de 140 caracteres.
En una Piedra de toque cuento que una señora me felicitó en una calle de Buenos Aires por otro artículo sobre la mujer que yo jamás he escrito, pero pensé que se trataba de una equivocación, que ella creía que yo era otra persona. Después resulta que me descubren ese artículo, de una cursilería absolutamente estridente, y no hay manera de que yo niegue a la fuente y de que sepa quién ha falsificado y usurpado mi nombre. Meses después aparece en Internet una diatriba de un mal gusto pestilencial contra los argentinos, que también me atribuyen a mí, algo que yo nunca he escrito y que es absolutamente perverso porque recoge cosas que efectivamente yo he dicho (críticas a Cristina F. de Kirchner, por ejemplo) y lo adoba con insultos y me hace decir vulgaridades espantosas. ¿Qué puedes hacer frente a eso? Absolutamente nada, ni siquiera hay manera de llegar a la fuente porque quien te inventa una calumnia semejante lo lanza desde un cibercafé cualquiera, no lo lanza desde su propio ordenador.
Hemos llegado a una situación en la que uno puede ser despojado de su identidad y le puede ser impuesta otra absolutamente distinta a través de una tecnología completamente amoral. Por una parte se utiliza de manera formidable para aumentar la comunicación y para combatir las censuras, pero por otra es utilizada por pillos, por gente amoral que la convierten en un arma destructiva terrible.
Creo que este es un problema cultural, no es un problema de pura delincuencia o criminalidad, hay detrás una cultura que no sólo permite estos fraudes sino que de alguna manera los alienta y los atiza porque son formas extremas, y por supuesto depravadas, de diversión, de entretenimiento.
Cuando publicaste tu libro hace unos meses dijiste que no habías hecho un libro pesimista sino preocupado. Lo que ocurre es que la realidad…
… va agravando el fenómeno, tiene unas manifestaciones mucho más peligrosas de lo que parecía. Por ejemplo, en el campo del periodismo es clarísimo. Por un lado los periódicos serios, o que tratan de serlo, van siendo derrotados por un mercado que simplemente los margina, los acorrala o los mata. Y lo que queda es un tipo de periodismo que halaga los peores instintos porque encuentra una supervivencia en el mercado.
Me parece absolutamente trágico porque el periodismo ha sido una de las manifestaciones culturales más importantes para la formación de una sociedad y si lo que finalmente lee el gran público es la prensa amarilla, lo escandaloso, la prensa chismográfica, ¿cuál es el futuro de una sociedad formada con ese tipo de alimentos “intelectuales”? Es inquietante.
Un síntoma mayor es esa noticia de que Newsweek desaparece…
…y sólo queda la edición digital.
Tú advertías de que el sistema de comunicación digital está sometido a ataques y pirateos y que el papel sigue siendo un sustento mucho más serio.
Además, no creo que sea cierto que el soporte no tenga un efecto sobre el contenido. En un momento de transición sí, cuando estás trasvasando los contenidos del papel a la pantalla, puedes pasar contenidos que tengan el mismo rigor, la misma profundidad que tenían en el papel. Pero cuando las pantallas y las tabletas hayan derrotado directamente al libro y se escriba directamente para las pantallas, creo que el contenido va a experimentar el mismo proceso que han experimentado los contenidos de la televisión, se van a simplificar y a banalizar para alcanzar al mayor público posible y ganar el mercado, simplemente.
Y para desconcentrar. Decías que las redes sociales, Internet en general, contribuyen a la desconcentración de la época y que la falta de lectores viene de ahí.
Claro, porque hay más espectadores. Esta es una cultura que crea espectadores más que lectores. No creo que la imagen y la palabra sean la misma cosa, no creo que tengan la misma función. La imagen entretiene mucho, es a veces mucho más intensa que la palabra, pero muchísimo más efímera y no estimula el esfuerzo intelectual para nada, al contrario. Mientras que la palabra, como tienes que traducirla y convertirla en conceptos y articular los conceptos dentro de un argumento, tienes un trabajo intelectual que te hace participar de la creatividad de cualquier objeto literario o artístico.
La pura imagen no tiene ese efecto, afecta muy intensamente a la emotividad, los sentimientos, los instintos, pero no a la razón, tiende más bien a embotarla. Puede ser enormemente entretenida, sin ninguna duda, pero no creo que de la imagen resulte un ciudadano con espíritu crítico, con imaginación o con una sensibilidad que puedas llamar disconforme o díscola. Creo que la imagen tiende a crear públicos muchísimo más conformistas y pasivos y ese es para mí uno de los aspectos inquietantes de la nueva orientación que tiene la cultura en nuestro tiempo.
Es verdad que es una cultura más democrática, como dicen sus defensores, y llega a un público muchísimo más amplio, sin ninguna duda, pero precisamente llega porque exige muchísimo menos esfuerzo intelectual. Al mismo tiempo, en lugar de alentarlo, aleja el espíritu crítico y tiende a crear espectadores. La sola definición de la palabra significa una cierta aquiescencia conformista.
Como espectador recibes algo, como lector tienes que actuar, salir al frente de lo que lees para transformarlo en razones, en ideas, en sentimientos o emociones. Por eso me parece tan importante que digamos que las pantallas deben convivir con los libros y no arrinconarlos y acabar con ellos.
Eso afecta directamente a los periódicos.
El papel no es sólo el papel, el papel para mí es fundamentalmente palabras que se convierten en conceptos, razones, argumentos y reflexiones, fuente primordial del conocimiento y de la evolución de una sociedad hacia formas cada vez más participativas y democráticas. La cultura del puro entretenimiento y espectáculo no crea ese tipo de ciudadanos, nos retrotrae un poco a la época del pan y circo, el gran instrumento que han tenido todas las dictaduras a lo largo de la historia para tener aplacada y domesticada a la sociedad. Curiosamente la tecnología está creando unos instrumentos que en un mundo moderno pueden permitir crear otra vez sociedades completamente conformistas.
Dices en tu libro: “El empuje de la civilización del espectáculo ha anestesiado a los intelectuales, desarmado al periodismo y sobre todo devaluado la política, un espacio donde gana terreno el cinismo y se extiende la tolerancia hacia la corrupción”. La política ha dejado de ser un fenómeno importante para ser también un fenómeno banalizado...
Y entretenido. Ese desprecio que hay hacia la política es peligrosísimo. Puedes decir que anda muy mal, que hay mucha corrupción, sí, todo esto es cierto pero empezar a despreciarla es acercarse al ideal de toda sociedad autoritaria. Todos los sistemas autoritarios o totalitarios lo que quieren es que la sociedad se adocene, sea obediente, esté entregada a sus ocupaciones profesionales, técnicas y no se ocupe de la política, que la deje a los políticos, a quienes tienen el poder. Esa es la negación y desaparición de la democracia.
La democracia no sólo puede desaparecer por golpes de estado pretorianos, puede desaparecer también por indiferencia y desprecio a la política y a los políticos. Convertir a la política en una actividad despreciable es fantástico, es resignarse a dejar el poder en manos de los vivos, los pillos y los audaces. La creación de lo que es la democracia, que es la participación, tener unos representantes a los que puedes fiscalizar a través de la crítica, de las elecciones, o sancionarlos y premiarlos a través de tu voto se puede depravar extraordinariamente con ese desprecio a la política que hoy se está extendiendo de manera impresionante.
Todas las encuestas dicen que hay un desprecio por la política, que la política es algo cada vez menos respetable y la verdad es que está siendo así porque atrae cada vez menos a la gente de mayor talento. Los jóvenes más brillantes generalmente no se orientan hacia la política, se orientan hacia la economía, la empresa, hacia profesiones donde pueden tener mayor éxito económico y la política va quedando en manos de gente menos talentosa, menos preparada, más mediocre y a veces también menos honesta. Es un fenómeno peligrosísimo y todo es un problema cultural básicamente, ni siquiera es un problema de tecnología.
También está siendo sustituida por distintas formas de demagogia y la demagogia reside también en periódicos, en televisiones o en radio. La demagogia es la falta de respeto por la razón.
La demagogia ha existido siempre pero lo importante es que tuviera como contrapartida un sector, a veces muy amplio, de la sociedad impregnada de una cultura que la defendía contra la demagogia y que permitía que la razón se impusiera siempre sobre la pasión. Pero es un fenómeno cultural, si la cultura se desploma porque se convierte en una forma más de entretenimiento, se banaliza, se simplifica y se frivoliza, la demagogia puede llegar a reemplazar enteramente a la democracia… Hay ahí un peligro de decadencia.
Estoy leyendo un libro absolutamente extraordinario, Historia de la decadencia y caída del imperio romano , de Edward Gibbon. Tenía una edición muy bonita y muy antigua, que compré en Inglaterra, pero como no puedo leer sin anotar y sin subrayar no quería estropearlo y por eso he estado años sin leerlo hasta que finalmente he encontrado una edición subrayable. Es extraordinario, desde el punto de vista literario por la maravillosa descripción de lo que es una sociedad que entra en un periodo de decadencia. He leído unas 200 páginas y con verdadero horror veo las semejanzas y similitudes con la sociedad de nuestros días. El desplome de los valores por ejemplo, que él describe maravillosamente bien, cuando ya no existe esa jerarquía entre las cosas que están muy bien vistas, aceptables, no aceptables o execrables, perfectamente claros para los romanos pero que en un momento dado empiezan a dejar de serlo y comienza a haber una confusión absoluta de esos valores.
Detrás de esto lo que viene es una especie de putrefacción que va cubriéndolo todo poco a poco, que tiene su vértice en el poder pero que llega hasta los estratos más alejados del mismo y es lo que va debilitando tremendamente al Estado. Y al final, simplemente, la invasión de los bárbaros. Es un libro fascinante para leer en esta época.
Estamos ya en el tiempo de la invasión de los bárbaros.
Los bárbaros ahora somos nosotros, eso es lo terrible. El bárbaro que todos llevamos dentro, como decía Bataille: “El ser humano es una jaula de ángeles y de demonios”. A veces prevalecen los ángeles pero ahora, claramente, prevalecen los demonios.
En tu libro, aunque como decía Víctor de la Concha es “un manifiesto moral” en el que muestras tu combatividad habitual, te paras y dices: “Lo peor es que probablemente este fenómeno [la banalización de la cultura] no tenga arreglo y lo que yo añoro sea polvo y cenizas sin reconstitución posible”. Hoy, leyendo lo de la desaparición de Newsweek, me dije: se cumple la profecía de Mario.
¡Esperemos que sea una profecía equivocada! Lo importante es estar convencido de que la historia no está escrita, que puede cambiar y que depende enteramente de nosotros. Si llegamos a ser conscientes de que ese proceso puede ser trágico para la humanidad, reaccionamos y cambiamos la orientación, es perfectamente posible. Lo que no veo son muchos síntomas de querer rectificar esa orientación sino al contrario, hay una especie de abandono del espíritu crítico, ese espíritu crítico tan importante para que la cultura tome otro sesgo, empiece a renovarse a sí misma, a rejuvenecer y a cobrar otro tipo de ímpetu.
Desgraciadamente yo no lo veo, quizá esté ahí pero yo no percibo esos síntomas sino un gran conformismo respecto a lo que está ocurriendo, y lo percibo al mismo tiempo con mucha inquietud y desesperación porque la situación es muy difícil, con terribles sacrificios que hacen que la gente esté abrumada y desconcertada. Pero al final, lo que mejor te permite enfrentar ese tipo de desafíos es la cultura, te da unas armas para enfrentarte a ellos de una manera más creativa. Creo que enfrentar la crisis con el caos o la anarquía no resuelve los problemas.
Decías que las sociedades totalitarias siempre vieron la cultura como una amenaza o un peligro. Lo que es extraordinario es que la sociedad democrática ha hecho exactamente lo mismo.
Exactamente. Y de una manera no premeditada, esto no ha sido premeditado por nadie, ha habido una evolución que nos ha ido empujando en una dirección en la que estamos sacrificando las mejores conquistas de la humanidad, la libertad, la democracia, la creación de un individuo más o menos soberano que puede elegir su propio destino… Todas estas son las grandes conquistas de la cultura y fundamentalmente de la occidental, no hay que tener complejos y decirlo.
De pronto todo esto está siendo amenazado desde dentro por fenómenos que tienen que ver curiosamente con el progreso, el gran progreso tecnológico que ha traído beneficios admirables, pero al mismo tiempo con el desplome de cosas muy importantes que sujetaban, que eran una especie de armazón invisible del progreso de la sociedad. Lo puedes llamar de distintas maneras pero básicamente creo que son valores, jerarquías, órdenes de prelación que tienen que ver con la conducta y con ciertas actitudes de respeto que han empezado a descalabrarse de una manera casi insensible hasta que de pronto nos hemos encontrado con que ya están ahí.
Es lo que ha ocurrido con España, un país que había deslumbrado al mundo por la sabiduría de una transición pacífica, tan rápida que convierte a un país pobre en un país próspero, a una dictadura en una democracia moderna y de pronto, de la noche a la mañana, se ve envuelta en una crisis que no entendemos. ¿Qué ha pasado en este país que es un ejemplo para que el ejemplo derive en una crisis espantosa que parece no tener fondo? No encuentras explicación, nadie lo explica, todas las explicaciones son superficiales o coyunturales, pero una explicación profunda de qué es lo que ha pasado con España no la da absolutamente nadie. Yo no la he encontrado.
Has declarado que quizá seguir leyendo, leer a Proust, a Gide, a Kant, a Popper…
...o a Borges…
O a Borges…, sirva para que la sociedad del futuro, esta sociedad, sea menos infeliz de lo que es hoy pero que también puede servir para interpretar qué nos pasa. Si supiéramos más, si leyéramos más, quizá nos entenderíamos mejor.
Entenderíamos mejor lo que nos pasa y podríamos reaccionar de una manera más eficiente frente al problema que vivimos. Para esas cosas sirve la cultura, esa es la gran función de la cultura, divierte también, por supuesto, cómo no va a divertir leer un buen libro, ir a ver una exposición o un concierto, pero es que la función de largo alcance de la cultura era darte respuestas frente a esas grandes incógnitas de las que está hecha la vida, y para darte por lo menos una preocupación respecto a esa problemática, lo que ya es una manera de buscar soluciones a la misma.
Leer buena literatura, escuchar buena música, ser sensible a las artes plásticas, significaba que tu horizonte crecía de una manera muy notable, que entendías muchísimo mejor las imperfecciones humanas, las mediocridades, las visiones pequeñas o los prejuicios. La cultura te daba esa visión enriquecedora de la existencia, mejoraba muchísimo tu relación con los demás y hacía que rompieras ese estrecho caparazón de la ignorancia. Si la cultura se convierte en pura diversión, en puro entretenimiento, la función que tenía no la llena nada porque puedes tener una tecnología avanzadísima que te permite hablar con Nueva Guinea y enterarte al mismo tiempo de lo que pasa en las Antípodas, pero al final no te arma, te entretiene pero es pasajero, efímero. Si no preservamos la cultura “tradicional” va a quedarnos un vacío terrible del que pueden resultar toda clase de catástrofes.
Dices que no se puede leer a Flaubert sin darse cuenta de que el mundo está mal hecho.
Así es. Escuchas una sinfonía de Mahler o escuchas a Bach tocado por Glenn Gould y descubres lo que es la belleza y también lo que es feo. Son diferencias muy importantes que mejoran extraordinariamente tu vida. Si eres capaz de percibir la belleza y detectar más rápidamente la fealdad, educas la sensibilidad de forma extraordinaria y te sirve para todo, para las relaciones humanas, para que a la hora de enamorarte vivas el amor de una manera mucho más intensa, más rica, más profunda que hace que ese amor sea menos superficial y no sólo algo puramente subordinado al momento del instante.
La cultura abarca todo, abarca enteramente la vida en sus expresiones mínimas y en las más complejas, no es una forma de llenar el ocio, no, es algo que tiene efecto directo y muy profundo en todas las cosas importantes de la vida humana. Creo que era muy claro en el pasado. Aunque todo el mundo no podía acceder a la cultura, desgraciadamente, y llegaba a minorías, esas minorías por lo menos eran muy conscientes de la importancia que tenía.
Esto es lo que se está perdiendo y creo que muchas de las crisis espantosas que estamos viviendo, que nos dejan totalmente aturdidos y desconcertados, vienen de esa carencia, de ese vacío que resulta de convertir la cultura en un entretenimiento pasajero.
Te indignaste con el proceso de banalización de las artes plásticas. Destacas en tu libro ese proceso como distintivo de los efectos de la civilización del espectáculo.
Porque es lo más visible. Ocurre en todos los campos pero creo que en las artes plásticas es donde el embauque es más flagrante, donde vividores completamente amorales se convierten de pronto en las figuras icónicas de la época. Ahí es clarísimo el fraude, el embuste y el extraordinario papanatismo al que hemos llegado.
Pero no es un fenómeno que se pueda concentrar en las artes plásticas, se da prácticamente en todos los ámbitos, en el de la reflexión de la filosofía, que pasa de una oscuridad que quiere parecer profundidad y no es más que una trampa, es una oscuridad puramente formal que lo que disimula es un gran vacío. Esos embustes en este mundo son perfectamente posibles porque son aceptables, se ha estimulado por el tipo de cultura que tenemos.
Es muy adecuada la metáfora de la trampa: la pisas y te caes en el hoyo…
No solamente eso, es que en el mundo de la cultura la gente parece estar diciendo: ¡Engáñeme! Y ahí tienes a los estructuralistas que te responden y te engañan (risas). Si el engaño se vuelve una necesidad, habrá gente que creará el engaño como producto cultural.
Dijiste que tu libro, “La civilización del espectáculo”, era también un libro de las desapariciones, de las cosas que se suponía que podían desaparecer: el libro, la música, los derechos de autor…
…la desaparición de la identidad. Ahora he publicado en mi columna quincenal en el diario El País un artículo en el que justamente hablaba de la identidad perdida. La evolución tecnológica ha venido acompañada de un desplome absoluto de toda forma de valores y de moral, y está acabando con cosas que parecían absolutamente invulnerables, entre ellas la identidad personal.
No sé si has visto en The New Yorker una carta de Philip Roth, una carta abierta a Wikipedia. Cuenta que él descubrió cómo Wikipedia describía su novela La mancha humana de manera totalmente equivocada porque decía que estaba inspirada en la vida de un crítico de The New York Times. Y él explica en su artículo que no es así, que apenas vio a ese señor una vez, que no sabía nada de su vida personal y que la novela estaba basada en un íntimo amigo suyo al que le ocurrió todo aquello. Wikipedia le contestó que todo autor tiene derecho a hablar sobre su libro pero que mientras no hubiera otras fuentes secundarias que corroboraran lo que él decía, iban a mantener lo que ya habían publicado. Por tanto, Philip Roth ha quedado totalmente disociado de poder opinar sobre su libro porque Wikipedia llega a millones de millones de personas y da una versión de él mismo que está en contradicción flagrante con lo que él cree ser, pero no tiene el peso suficiente como para poder contrarrestar esa especie de fuerza torrencial que es la tecnología. Es un síntoma interesantísimo de cómo hoy en día puedes ser despojado de tu identidad y quedar en la impotencia más absoluta frente a eso.
Te ha pasado a ti. Tú nunca has tenido Twitter. Y muchas veces Twitter ha reproducido cosas que tú has dicho en ese sistema de 140 caracteres.
En una Piedra de toque cuento que una señora me felicitó en una calle de Buenos Aires por otro artículo sobre la mujer que yo jamás he escrito, pero pensé que se trataba de una equivocación, que ella creía que yo era otra persona. Después resulta que me descubren ese artículo, de una cursilería absolutamente estridente, y no hay manera de que yo niegue a la fuente y de que sepa quién ha falsificado y usurpado mi nombre. Meses después aparece en Internet una diatriba de un mal gusto pestilencial contra los argentinos, que también me atribuyen a mí, algo que yo nunca he escrito y que es absolutamente perverso porque recoge cosas que efectivamente yo he dicho (críticas a Cristina F. de Kirchner, por ejemplo) y lo adoba con insultos y me hace decir vulgaridades espantosas. ¿Qué puedes hacer frente a eso? Absolutamente nada, ni siquiera hay manera de llegar a la fuente porque quien te inventa una calumnia semejante lo lanza desde un cibercafé cualquiera, no lo lanza desde su propio ordenador.
Hemos llegado a una situación en la que uno puede ser despojado de su identidad y le puede ser impuesta otra absolutamente distinta a través de una tecnología completamente amoral. Por una parte se utiliza de manera formidable para aumentar la comunicación y para combatir las censuras, pero por otra es utilizada por pillos, por gente amoral que la convierten en un arma destructiva terrible.
Creo que este es un problema cultural, no es un problema de pura delincuencia o criminalidad, hay detrás una cultura que no sólo permite estos fraudes sino que de alguna manera los alienta y los atiza porque son formas extremas, y por supuesto depravadas, de diversión, de entretenimiento.
Cuando publicaste tu libro hace unos meses dijiste que no habías hecho un libro pesimista sino preocupado. Lo que ocurre es que la realidad…
… va agravando el fenómeno, tiene unas manifestaciones mucho más peligrosas de lo que parecía. Por ejemplo, en el campo del periodismo es clarísimo. Por un lado los periódicos serios, o que tratan de serlo, van siendo derrotados por un mercado que simplemente los margina, los acorrala o los mata. Y lo que queda es un tipo de periodismo que halaga los peores instintos porque encuentra una supervivencia en el mercado.
Me parece absolutamente trágico porque el periodismo ha sido una de las manifestaciones culturales más importantes para la formación de una sociedad y si lo que finalmente lee el gran público es la prensa amarilla, lo escandaloso, la prensa chismográfica, ¿cuál es el futuro de una sociedad formada con ese tipo de alimentos “intelectuales”? Es inquietante.
Un síntoma mayor es esa noticia de que Newsweek desaparece…
…y sólo queda la edición digital.
Tú advertías de que el sistema de comunicación digital está sometido a ataques y pirateos y que el papel sigue siendo un sustento mucho más serio.
Además, no creo que sea cierto que el soporte no tenga un efecto sobre el contenido. En un momento de transición sí, cuando estás trasvasando los contenidos del papel a la pantalla, puedes pasar contenidos que tengan el mismo rigor, la misma profundidad que tenían en el papel. Pero cuando las pantallas y las tabletas hayan derrotado directamente al libro y se escriba directamente para las pantallas, creo que el contenido va a experimentar el mismo proceso que han experimentado los contenidos de la televisión, se van a simplificar y a banalizar para alcanzar al mayor público posible y ganar el mercado, simplemente.
Y para desconcentrar. Decías que las redes sociales, Internet en general, contribuyen a la desconcentración de la época y que la falta de lectores viene de ahí.
Claro, porque hay más espectadores. Esta es una cultura que crea espectadores más que lectores. No creo que la imagen y la palabra sean la misma cosa, no creo que tengan la misma función. La imagen entretiene mucho, es a veces mucho más intensa que la palabra, pero muchísimo más efímera y no estimula el esfuerzo intelectual para nada, al contrario. Mientras que la palabra, como tienes que traducirla y convertirla en conceptos y articular los conceptos dentro de un argumento, tienes un trabajo intelectual que te hace participar de la creatividad de cualquier objeto literario o artístico.
La pura imagen no tiene ese efecto, afecta muy intensamente a la emotividad, los sentimientos, los instintos, pero no a la razón, tiende más bien a embotarla. Puede ser enormemente entretenida, sin ninguna duda, pero no creo que de la imagen resulte un ciudadano con espíritu crítico, con imaginación o con una sensibilidad que puedas llamar disconforme o díscola. Creo que la imagen tiende a crear públicos muchísimo más conformistas y pasivos y ese es para mí uno de los aspectos inquietantes de la nueva orientación que tiene la cultura en nuestro tiempo.
Es verdad que es una cultura más democrática, como dicen sus defensores, y llega a un público muchísimo más amplio, sin ninguna duda, pero precisamente llega porque exige muchísimo menos esfuerzo intelectual. Al mismo tiempo, en lugar de alentarlo, aleja el espíritu crítico y tiende a crear espectadores. La sola definición de la palabra significa una cierta aquiescencia conformista.
Como espectador recibes algo, como lector tienes que actuar, salir al frente de lo que lees para transformarlo en razones, en ideas, en sentimientos o emociones. Por eso me parece tan importante que digamos que las pantallas deben convivir con los libros y no arrinconarlos y acabar con ellos.
Eso afecta directamente a los periódicos.
El papel no es sólo el papel, el papel para mí es fundamentalmente palabras que se convierten en conceptos, razones, argumentos y reflexiones, fuente primordial del conocimiento y de la evolución de una sociedad hacia formas cada vez más participativas y democráticas. La cultura del puro entretenimiento y espectáculo no crea ese tipo de ciudadanos, nos retrotrae un poco a la época del pan y circo, el gran instrumento que han tenido todas las dictaduras a lo largo de la historia para tener aplacada y domesticada a la sociedad. Curiosamente la tecnología está creando unos instrumentos que en un mundo moderno pueden permitir crear otra vez sociedades completamente conformistas.
Dices en tu libro: “El empuje de la civilización del espectáculo ha anestesiado a los intelectuales, desarmado al periodismo y sobre todo devaluado la política, un espacio donde gana terreno el cinismo y se extiende la tolerancia hacia la corrupción”. La política ha dejado de ser un fenómeno importante para ser también un fenómeno banalizado...
Y entretenido. Ese desprecio que hay hacia la política es peligrosísimo. Puedes decir que anda muy mal, que hay mucha corrupción, sí, todo esto es cierto pero empezar a despreciarla es acercarse al ideal de toda sociedad autoritaria. Todos los sistemas autoritarios o totalitarios lo que quieren es que la sociedad se adocene, sea obediente, esté entregada a sus ocupaciones profesionales, técnicas y no se ocupe de la política, que la deje a los políticos, a quienes tienen el poder. Esa es la negación y desaparición de la democracia.
La democracia no sólo puede desaparecer por golpes de estado pretorianos, puede desaparecer también por indiferencia y desprecio a la política y a los políticos. Convertir a la política en una actividad despreciable es fantástico, es resignarse a dejar el poder en manos de los vivos, los pillos y los audaces. La creación de lo que es la democracia, que es la participación, tener unos representantes a los que puedes fiscalizar a través de la crítica, de las elecciones, o sancionarlos y premiarlos a través de tu voto se puede depravar extraordinariamente con ese desprecio a la política que hoy se está extendiendo de manera impresionante.
Todas las encuestas dicen que hay un desprecio por la política, que la política es algo cada vez menos respetable y la verdad es que está siendo así porque atrae cada vez menos a la gente de mayor talento. Los jóvenes más brillantes generalmente no se orientan hacia la política, se orientan hacia la economía, la empresa, hacia profesiones donde pueden tener mayor éxito económico y la política va quedando en manos de gente menos talentosa, menos preparada, más mediocre y a veces también menos honesta. Es un fenómeno peligrosísimo y todo es un problema cultural básicamente, ni siquiera es un problema de tecnología.
También está siendo sustituida por distintas formas de demagogia y la demagogia reside también en periódicos, en televisiones o en radio. La demagogia es la falta de respeto por la razón.
La demagogia ha existido siempre pero lo importante es que tuviera como contrapartida un sector, a veces muy amplio, de la sociedad impregnada de una cultura que la defendía contra la demagogia y que permitía que la razón se impusiera siempre sobre la pasión. Pero es un fenómeno cultural, si la cultura se desploma porque se convierte en una forma más de entretenimiento, se banaliza, se simplifica y se frivoliza, la demagogia puede llegar a reemplazar enteramente a la democracia… Hay ahí un peligro de decadencia.
Estoy leyendo un libro absolutamente extraordinario, Historia de la decadencia y caída del imperio romano , de Edward Gibbon. Tenía una edición muy bonita y muy antigua, que compré en Inglaterra, pero como no puedo leer sin anotar y sin subrayar no quería estropearlo y por eso he estado años sin leerlo hasta que finalmente he encontrado una edición subrayable. Es extraordinario, desde el punto de vista literario por la maravillosa descripción de lo que es una sociedad que entra en un periodo de decadencia. He leído unas 200 páginas y con verdadero horror veo las semejanzas y similitudes con la sociedad de nuestros días. El desplome de los valores por ejemplo, que él describe maravillosamente bien, cuando ya no existe esa jerarquía entre las cosas que están muy bien vistas, aceptables, no aceptables o execrables, perfectamente claros para los romanos pero que en un momento dado empiezan a dejar de serlo y comienza a haber una confusión absoluta de esos valores.
Detrás de esto lo que viene es una especie de putrefacción que va cubriéndolo todo poco a poco, que tiene su vértice en el poder pero que llega hasta los estratos más alejados del mismo y es lo que va debilitando tremendamente al Estado. Y al final, simplemente, la invasión de los bárbaros. Es un libro fascinante para leer en esta época.
Estamos ya en el tiempo de la invasión de los bárbaros.
Los bárbaros ahora somos nosotros, eso es lo terrible. El bárbaro que todos llevamos dentro, como decía Bataille: “El ser humano es una jaula de ángeles y de demonios”. A veces prevalecen los ángeles pero ahora, claramente, prevalecen los demonios.
En tu libro, aunque como decía Víctor de la Concha es “un manifiesto moral” en el que muestras tu combatividad habitual, te paras y dices: “Lo peor es que probablemente este fenómeno [la banalización de la cultura] no tenga arreglo y lo que yo añoro sea polvo y cenizas sin reconstitución posible”. Hoy, leyendo lo de la desaparición de Newsweek, me dije: se cumple la profecía de Mario.
¡Esperemos que sea una profecía equivocada! Lo importante es estar convencido de que la historia no está escrita, que puede cambiar y que depende enteramente de nosotros. Si llegamos a ser conscientes de que ese proceso puede ser trágico para la humanidad, reaccionamos y cambiamos la orientación, es perfectamente posible. Lo que no veo son muchos síntomas de querer rectificar esa orientación sino al contrario, hay una especie de abandono del espíritu crítico, ese espíritu crítico tan importante para que la cultura tome otro sesgo, empiece a renovarse a sí misma, a rejuvenecer y a cobrar otro tipo de ímpetu.
Desgraciadamente yo no lo veo, quizá esté ahí pero yo no percibo esos síntomas sino un gran conformismo respecto a lo que está ocurriendo, y lo percibo al mismo tiempo con mucha inquietud y desesperación porque la situación es muy difícil, con terribles sacrificios que hacen que la gente esté abrumada y desconcertada. Pero al final, lo que mejor te permite enfrentar ese tipo de desafíos es la cultura, te da unas armas para enfrentarte a ellos de una manera más creativa. Creo que enfrentar la crisis con el caos o la anarquía no resuelve los problemas.
Decías que las sociedades totalitarias siempre vieron la cultura como una amenaza o un peligro. Lo que es extraordinario es que la sociedad democrática ha hecho exactamente lo mismo.
Exactamente. Y de una manera no premeditada, esto no ha sido premeditado por nadie, ha habido una evolución que nos ha ido empujando en una dirección en la que estamos sacrificando las mejores conquistas de la humanidad, la libertad, la democracia, la creación de un individuo más o menos soberano que puede elegir su propio destino… Todas estas son las grandes conquistas de la cultura y fundamentalmente de la occidental, no hay que tener complejos y decirlo.
De pronto todo esto está siendo amenazado desde dentro por fenómenos que tienen que ver curiosamente con el progreso, el gran progreso tecnológico que ha traído beneficios admirables, pero al mismo tiempo con el desplome de cosas muy importantes que sujetaban, que eran una especie de armazón invisible del progreso de la sociedad. Lo puedes llamar de distintas maneras pero básicamente creo que son valores, jerarquías, órdenes de prelación que tienen que ver con la conducta y con ciertas actitudes de respeto que han empezado a descalabrarse de una manera casi insensible hasta que de pronto nos hemos encontrado con que ya están ahí.
Es lo que ha ocurrido con España, un país que había deslumbrado al mundo por la sabiduría de una transición pacífica, tan rápida que convierte a un país pobre en un país próspero, a una dictadura en una democracia moderna y de pronto, de la noche a la mañana, se ve envuelta en una crisis que no entendemos. ¿Qué ha pasado en este país que es un ejemplo para que el ejemplo derive en una crisis espantosa que parece no tener fondo? No encuentras explicación, nadie lo explica, todas las explicaciones son superficiales o coyunturales, pero una explicación profunda de qué es lo que ha pasado con España no la da absolutamente nadie. Yo no la he encontrado.
Has declarado que quizá seguir leyendo, leer a Proust, a Gide, a Kant, a Popper…
...o a Borges…
O a Borges…, sirva para que la sociedad del futuro, esta sociedad, sea menos infeliz de lo que es hoy pero que también puede servir para interpretar qué nos pasa. Si supiéramos más, si leyéramos más, quizá nos entenderíamos mejor.
Entenderíamos mejor lo que nos pasa y podríamos reaccionar de una manera más eficiente frente al problema que vivimos. Para esas cosas sirve la cultura, esa es la gran función de la cultura, divierte también, por supuesto, cómo no va a divertir leer un buen libro, ir a ver una exposición o un concierto, pero es que la función de largo alcance de la cultura era darte respuestas frente a esas grandes incógnitas de las que está hecha la vida, y para darte por lo menos una preocupación respecto a esa problemática, lo que ya es una manera de buscar soluciones a la misma.
Leer buena literatura, escuchar buena música, ser sensible a las artes plásticas, significaba que tu horizonte crecía de una manera muy notable, que entendías muchísimo mejor las imperfecciones humanas, las mediocridades, las visiones pequeñas o los prejuicios. La cultura te daba esa visión enriquecedora de la existencia, mejoraba muchísimo tu relación con los demás y hacía que rompieras ese estrecho caparazón de la ignorancia. Si la cultura se convierte en pura diversión, en puro entretenimiento, la función que tenía no la llena nada porque puedes tener una tecnología avanzadísima que te permite hablar con Nueva Guinea y enterarte al mismo tiempo de lo que pasa en las Antípodas, pero al final no te arma, te entretiene pero es pasajero, efímero. Si no preservamos la cultura “tradicional” va a quedarnos un vacío terrible del que pueden resultar toda clase de catástrofes.
Dices que no se puede leer a Flaubert sin darse cuenta de que el mundo está mal hecho.
Así es. Escuchas una sinfonía de Mahler o escuchas a Bach tocado por Glenn Gould y descubres lo que es la belleza y también lo que es feo. Son diferencias muy importantes que mejoran extraordinariamente tu vida. Si eres capaz de percibir la belleza y detectar más rápidamente la fealdad, educas la sensibilidad de forma extraordinaria y te sirve para todo, para las relaciones humanas, para que a la hora de enamorarte vivas el amor de una manera mucho más intensa, más rica, más profunda que hace que ese amor sea menos superficial y no sólo algo puramente subordinado al momento del instante.
La cultura abarca todo, abarca enteramente la vida en sus expresiones mínimas y en las más complejas, no es una forma de llenar el ocio, no, es algo que tiene efecto directo y muy profundo en todas las cosas importantes de la vida humana. Creo que era muy claro en el pasado. Aunque todo el mundo no podía acceder a la cultura, desgraciadamente, y llegaba a minorías, esas minorías por lo menos eran muy conscientes de la importancia que tenía.
Esto es lo que se está perdiendo y creo que muchas de las crisis espantosas que estamos viviendo, que nos dejan totalmente aturdidos y desconcertados, vienen de esa carencia, de ese vacío que resulta de convertir la cultura en un entretenimiento pasajero.
Te indignaste con el proceso de banalización de las artes plásticas. Destacas en tu libro ese proceso como distintivo de los efectos de la civilización del espectáculo.
Porque es lo más visible. Ocurre en todos los campos pero creo que en las artes plásticas es donde el embauque es más flagrante, donde vividores completamente amorales se convierten de pronto en las figuras icónicas de la época. Ahí es clarísimo el fraude, el embuste y el extraordinario papanatismo al que hemos llegado.
Pero no es un fenómeno que se pueda concentrar en las artes plásticas, se da prácticamente en todos los ámbitos, en el de la reflexión de la filosofía, que pasa de una oscuridad que quiere parecer profundidad y no es más que una trampa, es una oscuridad puramente formal que lo que disimula es un gran vacío. Esos embustes en este mundo son perfectamente posibles porque son aceptables, se ha estimulado por el tipo de cultura que tenemos.
Es muy adecuada la metáfora de la trampa: la pisas y te caes en el hoyo…
No solamente eso, es que en el mundo de la cultura la gente parece estar diciendo: ¡Engáñeme! Y ahí tienes a los estructuralistas que te responden y te engañan (risas). Si el engaño se vuelve una necesidad, habrá gente que creará el engaño como producto cultural.
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