David H. Petraeus. Hasta hace poco fue Director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Presentó su dimisión como director de la Agencia tras descubrirse una relación extramatrimonial. |
La CIA, el FBI y los más altos jerarcas militares de los
Estados Unidos están descubriendo sólo ahora lo que cualquier lector de
literatura ha sabido desde siempre: que una amante celosa es de temer y puede
provocar grandes catástrofes.
Estos son,
hasta ahora, los hechos conocidos del extraordinario culebrón que remece al
país más poderoso de la tierra. La señora Jill Kelley, una vistosa morena,
esposa de un respetado cardiólogo de Tampa (Florida), empezó a recibir hace
algunos meses unos e-mails anónimos amenazantes, acusándola de coquetear con el
general David H. Petraeus, jefe de la Agencia Central de Inteligencia y el
militar más condecorado, distinguido y admirado del país. Uno de los e-mails
responsabilizaba a la señora Kelley de haber “tocado” al general por debajo de
la mesa. Alarmada con este hostigamiento, la señora Kelley alertó a un agente del FBI, que era su amigo y que,
sea dicho de paso, acostumbraba enviarle fotos cibernéticas con el pecho
desnudo y luciendo sus bíceps. El agente informó a sus jefes y el FBI inició
una investigación a resultas de la cual descubrió que la anónima fuente de los
e-mails era la señora Paula Broadwell, también esposa de médico, madre de dos
hijos, antigua reina de belleza, campeona deportiva en la Academia Militar de
West Point, con una maestría en Harvard y autora de una ditirámbica biografía
del general Petraeus.
Interrogada
por los agentes del FBI, Paula reconoció los hechos y entregó su ordenador a
los investigadores. En él estos descubrieron documentos clasificados relativos
a la seguridad nacional y abundantes e-mails del general Petraeus a Mrs.
Broadwell de, señala el informe, “exaltada sexualidad”. La dama en cuestión
negó que hubiera recibido esos documentos secretos del jefe de la CIA, pero
reconoció que ambos habían sido amantes. Los investigadores entrevistaron al
general quien, negando también categóricamente haber suministrado información
confidencial a su biógrafa, admitió el adulterio. (Paula Broadwell viajó seis
veces a Afganistán, documentándose para su biografía, cuando el general
Petraeus era allí el jefe militar de todas las fuerzas de la OTAN). Aunque no
se haya podido probar falla alguna en el ejercicio de sus funciones como
consecuencia de su relación con Paula Broadwell, el general Petraeus renunció a
su cargo, el Presidente Obama aceptó su renuncia y, de la noche a la mañana,
una de las figuras más prestigiosas de Estados Unidos y poco menos que un ídolo
para los oficiales y reclutas de sus Fuerzas Armadas, quedó desacreditado,
bañado en la mugre de la prensa escandalosa y, probablemente, con un serio
contencioso conyugal por resolver.
Esta es sólo una de las ramas de la historia. Porque ésta se
bifurca, a partir de su punto de partida, es decir, de Mrs. Jill Kelley, la que
recibía los anónimos belicosos de la amante celosa. Cuando los investigadores
del FBI la entrevistaron, Jill accedió a entregarles su ordenador, y, allí,
aquellos se encontraron un tesoro chismográfico-sexual de proporciones
ciclópeas: decenas de miles de e-mails de picante retórica enviados a Jill nada
menos que por el general John Allen, que desde hace año y medio sucedió al
general Petraeus como Comandante en Jefe de las fuerzas militares en Afganistán
y a quien el Gobierno de Estados Unidos había propuesto para ser el próximo
comandante supremo de la OTAN (esta propuesta ha sido suspendida a raíz del
escándalo). El Ministerio de Defensa, que investiga estos e-mails, los califica
provisionalmente de “indebidos e impropios”.
El general
John Allen, un marine lleno de condecoraciones y de guerras a cuestas, ha
negado haber tenido jamás relaciones adúlteras con la señora Kelley y sus
amigos y defensores alegan que el general lo más que se permitía, en estos
intercambios cibernéticos con Jill, eran picardías verbales. Esto, si es
verdad, en vez de exonerarlo, agrava su culpa y demuestra que, aunque no sea un
adúltero, sí es, sin la menor duda, un cacaseno. Porque, según The
New York Times de
esta mañana (14 de noviembre), el número de páginas de los textos requisados de
la computadora de la señora Jill Kelley que proceden del general Allen oscila
entre “20 mil a 30 mil páginas”. Yo me paso la vida escribiendo y sé el tiempo
que toma redactar una página. Para borronear de 20 a 30 mil el general Allen,
aunque escribiera con la velocidad del viento que se atribuye a Alexander
Dumas, debe haber dedicado varias horas diarias de los 16 meses que lleva en
Afganistán. ¡Y lo hacía sólo para matar el tiempo y provocar sonrisas y algún
sonrojo a una dama a la que ni siquiera amaba! No me extraña que la guerra en
Afganistán ande como anda, que cada día los fanáticos talibanes cometan
atentados más exitosos. Pero lo que es desolador es que a diario caigan
víctimas de esos horrores tantos jóvenes soldados enviados allí por los Estados
Unidos y sus aliados a defender unas ideas y unos valores que ciertos jerarcas
militares parecen tomar muy poco en serio.
Siempre me ha impresionado en los países de tradición
protestante y puritana, como Inglaterra y Estados Unidos, la exigencia de que
las figuras públicas no sólo cumplan con sus deberes oficiales sino, además,
sean en su vida privada ejemplos de virtud. Escándalos como el que protagonizó
el Presidente Clinton con la famosa becaria de la Casa Blanca, que estuvo a
punto de ser depuesto por ello de su cargo, serían poco menos que imposibles en
la mayor parte de los países europeos y no se diga en los latinoamericanos,
donde se suele diferenciar claramente la vida privada de los políticos de su
actuación pública. A menos que la incontinencia y los desafueros del personaje
repercutan directamente en su función oficial, aquella se respeta y
presidentes, ministros, parlamentarios, generales, alcaldes lucen a veces a sus
amantes con total desenfado puesto que, ante cierto público machista, ese
exhibicionismo, en vez de desprestigiarlos, los prestigia. Pero ahora, gracias
a la gran revolución audiovisual y cibernética, lo privado ya no existe, en
todo caso nadie lo respeta, y transgredirlo es un deporte que practican a
diario los medios de comunicación ante un público que ávidamente se lo exige.
Desde que estalló este escándalo, las televisiones, las radios, los periódicos
y no se digan las redes sociales explotan lo ocurrido de una manera incesante y
frenética, hasta la náusea. Esto es la civilización del espectáculo cruda y
dura, vomitando insidia a raudales por supuesto, pero, también, hay que
reconocerlo, sometiendo al sistema a una autocrítica despiadada, implacable,
mostrando la fragilidad que esconde detrás de su aplastante poderío, y cómo las
miserias y debilidades humanas encuentran siempre la manera de enquistarse en
los reductos que parecen mejor defendidos contra ellas.
¿Qué
conclusiones sacar de esta historia? Que ella tiene para rato y que mucha gente
sacará buen partido del interés enorme que despierta en el gran público. Habrá
libros, números especiales de revistas, programas de televisión y películas que
la aprovechen. Es seguro que la biografía del general David H. Petraeus escrita
por Paula Broadwell entrará en las listas de libros más vendidos y acaso la
haga rica. Apuesto que Jill Kelley será tentada por algún editor oportunista
para que escriba su propia versión de la historia (que ni siquiera tendrá que
escribir ella misma, pues lo hará por ella un polígrafo profesional que la
aderezará con todos los condimentos adecuados para que parezca —sólo parezca—
más pecaminosa y grave de lo que fue). Si el libro tiene éxito, servirá para
que el señor y la señora Kelley amorticen sus deudas, pues una de las cosas que
este escándalo ha sacado a la luz, es que los negocios de la pareja están al
borde de la ruina. Probablemente el general John Allen se quedará sin el
formidable nombramiento que iba a convertirlo en el comandante supremo de la
OTAN. Su caso no me apena para nada y no creo que las fuerzas militares del
mundo libre perderían con él a un gran estratega. En cambio, el caso del
general Petraeus sí es trágico. Ha sido un gran militar, con una hoja de
servicios impecable y que consiguió algo que parecía imposible: darle la vuelta
a la guerra de Irak en la última etapa y permitir que Estados Unidos saliera de
esa trampa diabólica si no victorioso, por lo menos airoso. Un “error de
juicio” que duró cuatro meses lo ha hundido en la ignominia y, si es recordado
en el futuro, no lo será por todas las guerras en que se jugó la vida, ni por
las heridas que recibió, ni por las vidas que ayudó a salvar, sino por una
furtiva aventura sexual.
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