Por José Miguel Oviedo
José Miguel Oviedo fue testigo y cómplice del inicio de la amistad entre Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa y, por lo tanto, de uno de los posibles orígenes del boom. Vemos aquí a estos autores en carne y hueso, despojados de la distorsión que entraña la celebridad.
La isla prohibida
Le debo a Álvaro Mutis que
Gabo obtuviese mi dirección en Lima y que este me mandase una breve
carta manuscrita que contenía un pedido específico: quería tener la
dirección de Mario en París (que pronto abandonaría para irse a vivir a
Londres) y entrar en contacto con él; para vergüenza mía, he perdido esa
carta que daría inicio a la relación entre estos dos hombres. Recuerdo
con precisión cuándo y dónde conocí a Gabo: tiene relación con mi viaje a
Cuba en 1967. Probablemente desde 1963, yo había empezado a recibir la
revista Casa de las Américas, directamente desde La Habana, y
llegué a colaborar en ella algunas pocas veces. En esos momentos, debido
al apoyo más o menos notorio de Cuba a los larvales movimientos
guerrilleros en el Perú (aventuras y fantasías revolucionarias, uno de
cuyos más penosos sacrificios fue la muerte del joven poeta Javier
Heraud, baleado en un remoto lugar de la selva peruana), todo lo que
venía de Cuba era visto como algo sospechoso o francamente subversivo.
Así lo consideró el gobierno de Fernando Belaúnde, quien, uniéndose al
rechazo continental del régimen cubano orquestado por Estados Unidos,
cortó relaciones diplomáticas con la isla y prohibió los viajes a ese
destino. Mi pasaporte tenía un gran matasellos cuadrado en que aparecían
los nombres de los países prohibidos: Corea del Norte, Camboya,
Vietnam, China, Cuba por supuesto y otros. “Cuba” se convirtió en una
palabra maldita, que marcaba todas las diferencias en el vocabulario
político. Hubo una especie de paranoia al respecto; recuerdo que las
cajetillas de los populares cigarrillos Inca, que orgullosamente
proclamaban en un membrete que estaban manufacturados con “rama de Cuba”
–lo que era, por supuesto, falso–, desaparecieron y fueron reemplazadas
por “tabacos selectos” o algo parecido, igualmente falso. Pero nada de
eso nos detenía a los que por entonces sufríamos el espejismo de creer
que la Revolución cubana era “humana” y distinta de las otras; por lo
menos, en el campo estético nos parecía bastante liberal; al contrario,
la prohibición de viajar allí, como de costumbre, estimulaba nuestra
rebeldía y nuestra imaginación. México, siguiendo una pauta tradicional
de su política exterior, fue el único país que se resistió a la
proscripción y mantuvo relaciones con Cuba.
Esa excepción era
providencial porque se podía llegar a La Habana vía México, donde la
oficina consular cubana convenientemente otorgaba visas en una hoja
suelta para no mancillar nuestro pasaporte. Pero ese apoyo estratégico
mexicano tenía sus límites: uno podía ir a la isla desde ese suelo
amigo, pero no regresar a él, supuestamente con el contagioso virus
cubano en la sangre o en la mente. Para volver al Perú había que dar una
vuelta inmensa cuyo punto extremo era Praga. Laberintos o circuitos
sinuosos de los tratos diplomáticos... Yo sabía todo eso gracias a
amigos escritores y artistas que habían hecho el mismo periplo. El
propio Mario me envió una larga carta en que –temiendo la censura
peruana– hablaba entusiastamente de la necesidad de llegar a la tropical
“Última Thule” y me estimulaba a viajar. Por eso, cuando recibí a fines
de 1966 la invitación de Casa de las Américas como miembro de un jurado
para uno de los premios que organizaba (el de teatro), acepté
encantado, consciente de lo que eso significaba; además, con una
generosidad infrecuente, me invitaban con mi esposa, que hasta entonces
nunca había salido del Perú. Lo tomamos como una especie de luna de miel
con elementos de aventura revolucionaria y desafío a todos los
tropiezos.
El hombre de la ruana
Anuncié
a Álvaro, sin explicarle la razón (él la intuyó, según me dijo después)
que viajaría a México. Álvaro me llamó y me dijo que iría al aeropuerto
a recibirme: yo le hice ver que eso suponía un desagradable madrugón:
el avión llegaba a las seis y media de la mañana. Él, estoicamente,
insistió y yo acepté agradecido. Habría una gran sorpresa en sus planes
de recepción. Un frío amanecer de enero descendimos, medio dormidos, del
avión y, en la sucia bruma del día, vi la alta y sonriente figura de
Álvaro, abriéndonos los brazos; a su lado había alguien más: un hombre
de contextura mediana, ensortijado pelo negro y espesos bigotes, que
trataba de combatir el frío andino con una colorida ruana. No tuve
dificultad en reconocerlo aunque nunca lo había visto: era Gabo. Allí,
de inmediato, comenzó nuestra amistad y empecé a ser testigo de la
entrañable relación entre estos dos hombres –tan distintos en verdad–
que es ahora bien conocida.
Pasamos
unos días frenéticos y rodeados del constante afecto de ambos y de
Carmen y Mercedes, sus respectivas esposas. El mismo día de nuestra
llegada, que es el que recuerdo mejor, Gabo nos invitó a comer en su
casa, donde, por el frío, seguía tan arropado como podía. Entendí bien
lo que era, para él, hombre del trópico, pasar los inviernos de México,
que pueden ser algo severos. Para mí, Colombia era Bogotá, casi siempre
fría bajo un cielo nublado; para Gabo, la Colombia verdadera era la del
trópico, la costa atlántica, la cumbia y la cultura negra. Yo no tenía
ni idea entonces de dónde quedaba su Aracataca natal, de la que todos
saben exclusivamente gracias a él.
Yo aproveché esa y otras ocasiones para averiguar tantas cosas que no
sabía de Gabo. El primer día me hizo pasar a la pequeña pieza que
fungía de escritorio donde había escrito durante varios meses, casi sin
parar, Cien años de soledad, de la que ya se conocían (ante la
admiración general) algunos capítulos en revistas y cuyo original estaba
ya en manos de la editorial Sudamericana, listo para salir a producir
la conmoción que causaría. Contó por primera vez cosas que ahora todos
conocen de sobra como parte de su leyenda: su costumbre de escribir en
su vieja máquina páginas sin correcciones, pues apenas hacía alguna
tiraba el papel y copiaba la página de nuevo; el carácter obsesivo de
las imágenes centrales de la novela, pues lo acompañaban desde la
infancia y solo esperaban el momento propicio para surgir; los duros
años de París, mientras redactaba El coronel no tiene quien le escriba y cómo mantuvo guardado el original atado con una cuerda esperando que un editor se interesase (en su libro de relatos Pobre gente de París,
Sebastián [Salazar Bondy] mencionó esta anécdota sin identificar al
protagonista); la triste historia de la primera edición de La mala hora, cuyo texto fue expurgado por un corrector purista que suprimió los modismos o giros que no le gustaban, etcétera.
La historia editorial de Gabo previa a Cien años... es
muy reveladora de cuáles eran los canales habituales para la difusión
literaria en nuestra América y el enorme salto que se produjo desde poco
antes de aparecer ese libro. Los que habíamos leído algo de Gabo éramos
relativamente pocos fuera de Colombia y su nombre era solo
ocasionalmente mencionado cuando se hablaba de novelistas entre
nosotros, aunque en su lenguaje narrativo percibíamos la promesa de algo
sustancialmente nuevo, porque eran los libros preliminares que
conducirían a la gran obra. Había una razón para ese
semidesconocimiento: sus primeras ediciones fueron de tirada
limitadísima. De las que publicó en México se hicieron dos mil
ejemplares o menos de cada una para toda América. No solo eso: cuando le
pedí a Gabo que me diera un ejemplar de Los funerales de la Mamá Grande,
me hizo una pregunta que me dejó algo desconcertado: “¿Cuántos
quieres?” Yo, modestamente, le dije que uno y él me reveló que había
cientos en los almacenes de la Universidad Veracruzana, que lo había
publicado. Hoy esos libros siguen apareciendo en ediciones masivas. Se
podría haber hecho una consulta antes de esa fecha y preguntar a los
lectores de todo el continente: “¿Ha leído usted a García Márquez?” Me
temo que el número total habría sido muy inferior a los que solían
asistir a sus raras presentaciones públicas. Eran como un club de
lectores selectos y dispersos con miembros que no se conocían entre sí.
Los
rasgos característicos de Gabo eran su informalidad y sencillez, la
forma precisa y franca de hablar, el escaso “intelectualismo” de su
conversación, llena de frases e imágenes que eran como fulgurantes
instantáneas de la realidad, del todo semejantes a los famosos one-liners de
sus novelas: síntesis verbales que resumen con gracia un antiguo saber
(y sabor) popular. Hablamos, por supuesto, de Mario y él expresó de
muchos modos su afecto y admiración. Dijo, con sana envidia: “Pero es
que Mario ya comenzó escribiendo bien, ya sabía cómo hacerlo. Yo, en
cambio, tuve que aprender durante años. Por eso solo ahora pude escribir
Cien años de soledad: no podía con el ‘paquete’.” Era muy
campechano en su modo de vestir (creía que el overol era la prenda más
cómoda de todas y jamás usaba corbata) y solía andar con una rústica
casaca a cuadros y blue jeans. Emir [Rodríguez Monegal]
escribió alguna vez que tenía algo de “bongocero cubano” y lo contrastó
con el impecable aspecto de Vargas Llosa, siempre “perfectamente
planchado”. En estos tiempos, los unía, además, la causa cubana, que
defendían de modos distintos pero con el mismo entusiasmo. Luego, como
todo el mundo sabe (lo que me ahorra entrar aquí en detalles), las cosas
serían muy distintas...
Pasamos días felices y agitados en
México: obtuvimos nuestras visas (la oficina respectiva quedaba entonces
en la calle Tacuba); fuimos con Álvaro al Palacio de Hierro en busca de
ropa para el temible invierno checo que nos esperaba a la vuelta;
conocimos a Juan García Ponce (ya en una silla de ruedas debido a una
extraña enfermedad), a Gustavo Sainz (que tenía con su esposa de
entonces un departamento decorado con espléndidas fotos del clásico cine
norteamericano), Emmanuel Carballo, Huberto Batis, Vicente Rojo y
tantos otros que olvido.
Gabo y Mario
Dos grandes acontecimientos ocurrieron a mediados del año clave de 1967: la aparición de Cien años... y el Premio Rómulo Gallegos otorgado a La casa verde.
Tras una creciente expectativa creada por los capítulos adelantados en
revistas, más reportajes y crónicas aparecidas en distintos países
hispanoamericanos, la novela de Gabo apareció en Buenos Aires en junio
de 1967 (el pie de imprenta de la edición reza “se terminó de imprimir
el día 30 de mayo”) y causó de inmediato una verdadera conmoción, que
cambiaría para siempre el curso de nuestra literatura. La primera
edición se agotó en pocas semanas y fue reimpresa varias veces ese mismo
año en tiradas cada vez mayores: todo el mundo, incluso los que no
habían leído antes una novela hispanoamericana, querían leerla. La gente
trataba de saber quién era este autor, que se convirtió –para bien y
para mal– en eso que hoy se llama una “celebridad”, un motivo de interés
o curiosidad general en periódicos, televisión y radio. Conservo esa
primera edición con un autógrafo de Gabo que dice: “Para Martha y José
Miguel, en memoria de los días inolvidables en esta ciudad espantosa, y
por la amistad que no se acaba nunca.” Lo de “ciudad espantosa” es, por
cierto, una referencia a Lima, donde firmó el libro ese mismo año. Junto
con el ejemplar, tuve la buena idea de guardar la carátula de la
revista Primera Planacorrespondiente a la semana del 20 de
junio de 1967, en la que aparece una foto a color de Gabo vistiendo la
consabida casaca de leñador a cuadros en una calle presuntamente
bonaerense, y al costado el titular “La gran novela de América”. Quizá
por primera vez la literatura era la noticia del día –ya no solo los
últimos chismes sobre bailarinas y cantantes de boleros– y nadie quería
perdérsela. Ese recorte, que aún conservo, me recuerda siempre el
momento exacto en el que las cosas dejaron de ser como eran.
Yo había recibido la novela desde Buenos Aires y la leí de inmediato,
con la misma admiración y entusiasmo que el resto. De todas sus
virtudes, creo que la primera es el tono y la perspectiva narrativa, que
no cambia un ápice (aunque ocurren mil cosas diversas en ella) a lo
largo de sus trescientos cincuenta páginas. Su magia estaba en que era, a
la vez, simple y compleja, tramposa y transparente, rectilínea y
circular, como un cuento de hadas que alguna vez nos hubiera ocurrido en
nuestra vida real. ¿Cómo olvidar el perfecto acorde inicial: “Muchos
años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano
Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a
conocer el hielo”? Todo está encapsulado allí, como un rizo que la
historia va a ir desenredando en un calculado juego de avances y
expectativas.
Traté de razonar mis impresiones en un texto que
comenzó como una simple reseña y adquirió las dimensiones de un modesto
ensayo. Se titulaba “Macondo: un territorio mágico y americano”. El
problema era que ocupaba dos páginas enteras del Dominical de El Comercio,
donde yo era colaborador regular, lo que nunca antes había ocurrido.
Semejante extensión era letal en los términos periodísticos de
costumbre, y tuve que librar una verdadera batalla con Paco Miró Quesada
para que autorizase su publicación. Argumenté: “Esto no es un libro: es
un acontecimiento.” No solo eso: para orientación del lector se me
ocurrió incorporar al texto el árbol genealógico de la incestuosa y
larga estirpe de los Buendía con su sistemática repetición de los
nombres Arcadio y Aureliano; ese diagrama fue aprovechado por otros
críticos, que tal vez no sabían quién era su autor ni cuál era la
fuente, y hasta ha sido incorporado incluso en edición conmemorativa que
la Real Academia Española hizo de la obra. Finalmente, logré convencer
al director del Dominical y el artículo apareció tal cual y,
por sus mismas dimensiones físicas, llamó un poco la atención; lo supe
porque amigos y desconocidos me llamaron para preguntarme dónde podían
conseguir la obra.
Un año antes, en 1966, Mario había publicado La casa verde,
en Barcelona. Era su segunda novela y superó las expectativas que ya
había despertado con la primera; de hecho, es indudable que es una de
sus obras maestras y un claro indicio de las proporciones épicas y
abarcadoras de su proyecto narrativo general. Cuando el jurado del
Premio de Novela Rómulo Gallegos, establecido en Caracas, así lo
reconoció, casi nadie se sorprendió, pues su virtuosismo y hondura la
habían convertido en un paradigma de la década. El premio acababa de
crearse, en homenaje a los ochenta años del venerado Rómulo Gallegos,
para distinguir cada cinco años a la mejor novela escrita en castellano
(como era la primera vez que se otorgaba solo se consideró la producción
del trienio 1964-1966). La recompensa económica era considerada
entonces muy alta: 22,000 dólares. Tras el anuncio del fallo a fines de
julio, se realizó una ceremonia para la entrega del premio. El acto fue
un acontecimiento desbordante que nadie pudo ignorar, gracias sobre todo
al estilo apasionado y la atmósfera, casi eléctrica, que el
temperamento caraqueño le imprimió: todo fue tumultuoso porque, al lado
de los escritores e intelectuales, estaba el público general y los
curiosos que no querían dejar de ser parte del acontecimiento del día.
La noticia era doble: el premio de Mario y la presencia de Gabo, ya
cubierto de gloria tras Cien años... Lo sé bien porque tuve la
suerte de ser invitado a la ceremonia y me vi envuelto en el mar de
gente que se peleaba los mejores asientos; allí pude reencontrarme con
mis dos amigos. Esta ocasión, en la que al fin ellos se conocieron
personalmente, puede considerarse como el primer gran acto celebratorio
del llamado boom como algo difícil de ignorar.
El discurso
La
noche del 4 de agosto fue como una apoteosis, bulliciosa y casi
delirante, de la que participó todo Caracas o poco menos. Existía además
una gran tensión respecto a lo que diría Mario en su discurso al
recibir del premio. Había un contexto político que no podía ignorarse
alrededor de la ceremonia literaria; por un lado, Mario y Gabo estaban,
como ya dije, alineados en defensa de la Revolución cubana y no perdían
ocasión de hacerlo notar; por otro, Venezuela atravesaba un período
difícil, con una violenta guerrilla apoyada o financiada por Cuba como
parte de una estrategia continental. ¿Cómo iba a manejar el galardonado
su lealtad revolucionaria al socialismo cubano sin provocar una
situación ingrata o bochornosa en una sala llena de dignatarios y
autoridades del gobierno venezolano?
Mario
logró aislarse por unas horas la noche anterior para darle los toques
finales a su texto, que todos esperábamos casi aguantando la
respiración. Poco antes de la ceremonia, me crucé con Gabo, quien había
leído la versión final. Le pregunté que qué le parecía. “Es perfecta”,
me contestó, sin revelar nada del contenido. Hoy, a la distancia de más
de cuarenta y cinco años, puede decirse que ese texto tiene dos
cualidades contradictorias: muestra que sus convicciones profundas como
novelista siguen siendo básicamente las mismas, al mismo tiempo que el
cambio radical que han sufrido sus ideas políticas. En eso reside
precisamente su importancia definitoria de un momento preciso de nuestro
acontecer literario, histórico y social; es decir, nos permite ver que
el escritor es el de siempre y es distinto. Lo hizo, además, en un tono
cuyo equilibrio entre pasión y lucidez era –como me había anunciado
Gabo– perfecto. Para defender su causa, Mario eligió como paradigma a
Carlos Oquendo de Amat, un poeta peruano de vanguardia casi totalmente
desconocido fuera de su país (desde entonces no lo fue más) que escribió
un único y bello libro titulado Cinco metros de poemas –cuyas páginas plegadas formaban una especie de acordeón anticipatorio de Blancode
Paz– y que, fiel a su convicción revolucionaria, había llegado a España
a pelear al lado de los republicanos, tras lo cual sus rastros se
perdieron por mucho tiempo. Era una hermosa parábola de la doble
fidelidad del escritor a su oficio y a su responsabilidad social, a las
que debe entregarse sin concesiones. Al invocar esta historia trágica y
“aguar mi propia fiesta”, Mario quería subrayar, en medio de la
celebración y los elogios, que la sociedad trata de seducir al escritor
haciendo de él un conformista o lo margina a un rincón muy oscuro de
ella misma; pero no importa cómo, el escritor debe perseverar y ejercer
su oficio de la única manera posible: “como una diaria y furiosa
inmolación”. Así, el autor, rodeado de todo el establishment venezolano,
le informaba –con cortesía pero con firmeza– que el premio no lo iba a
acallar y que tendría que aceptar la difícil situación de estar
homenajeando a alguien que no pensaba precisamente como la mayoría de
ellos. Los aplausos fueron tempestuosos. Apropiadamente, el discurso,
que fue publicado en muchas partes, adquirió el título que le impuso Mundo Nuevo:
“La literatura es fuego”. Aparte de definir las responsabilidades del
escritor frente a su oficio y la historia de su tiempo, el texto debe
considerarse también una sólida reafirmación de la literatura como una
conducta, como un código moral que implica una renuncia a la actitud
bohemia o amateurque arrastraba del pasado. Un distinto
concepto había sido redefinido: la profesionalidad literaria. Los
comentarios orales y escritos al día siguiente fueron variados pero
abrumadoramente favorables y entusiastas: la honda convicción de esas
palabras tenía una fuerza casi irresistible.
Luego vino la catarata de entrevistas, mesas redondas, crónicas,
reacciones, más invitaciones. Mario no era el único centro de este
interés: el otro era Gabo, que era como un ganador sin premio pues su
nombre estaba en la boca de todos cuando se hablaba de novela. Como
estaban presentes otros escritores (entre ellos Miguel Otero Silva, Emir
y creo que Jorge Edwards), a alguien se le ocurrió convocar una mesa
redonda sobre la novela hispanoamericana en el Ateneo de Caracas. El
acto volvió a llenar una gran sala y reunió públicamente, quizá por
primera vez, a los dos aclamados escritores. Eso me permitió comprobar
algo sobre lo cual ya había tenido indicios: mientras Mario era un
expositor nato, claro y organizado, Gabo –aun en esa época– rehuía ese
tipo de compromisos porque se comunicaba mejor en la conversación
privada e informal. (Tiempo después, en Barcelona, José Donoso diría –o
dicen que dijo– una gran verdad respecto del rigor expositivo de Mario:
“Además de ser un gran novelista, es el primero de la clase.”) Lo
curioso es que, a su modo, Gabo también sabía brillar y vencer su
curiosa timidez oral recurriendo a su prodigioso don narrativo. De hecho
no recuerdo lo que dijo Mario en esa mesa redonda, pero sí la historia
que contó Gabo para salir del paso. Aquí la cuento con mis palabras, o
sea, irremediablemente mal: en un pobre pueblo colombiano, una mujer se
levanta después de haber tenido un tormentoso sueño y dice: “Hoy va a
ocurrir algo terrible en este pueblo.” Su madre la escucha y repite lo
mismo en el círculo de sus amigas. Un hombre, que las ha escuchado, va
al billar y reitera el vaticinio: “Hoy va a ocurrir algo terrible en el
pueblo.” El cura, el barbero, el policía también dicen: “Algo
terrible...” Los chicos del barrio repiten la frase hasta que todos la
conocen. Al caer la tarde, la mujer que tuvo el sueño ve desfilar ante
su casa una interminable procesión de gente que abandona el pueblo ante
el temor de lo que puede ocurrir. La mujer confirma: “Yo sabía que algo
terrible iba a pasar en el pueblo.” El relato no es parte de Cien años..., pero parece sacado de una de sus páginas. Cuando terminó de contar su historia, la gente deliraba entre carcajadas.
Cuadros deliciosos
El
gran coleccionista venezolano Inocente Palacios nos invitó a una cena
en su lujosa mansión donde abundaban los calders, los matisses y los
picassos. La cena estuvo precedida por interminables ruedas de whisky
(para los venezolanos, esta es casi una bebida nacional y la consumen
con fervor patriótico), otros finos licores y los más deliciosos
bocaditos; creo que pasamos horas en ese caótico festín antes de
sentarnos a la mesa. Recuerdo que entre los invitados estaba Germán
Arciniegas; al saludarlo, Gabo le dijo: “Tengo que darle un encargo de
Marta Traba, pero en este momento no recuerdo qué era. Déjeme pensarlo
un rato.” Gabo se acercó después a nosotros y nos hizo una confidencia:
“Lo recordé más tarde, pero me di cuenta de que no podía decírselo a
Arciniegas. El encargo de Marta Traba era: ‘Dile que es un hijo de
puta’.” El sentencioso ingenio de Gabo (bromas hechas con frases
inmortales) tuvo muchas ocasiones para exhibirse, pero hay una que se me
quedó grabada para siempre en medio de esos días vertiginosos. Ocurrió
en esa misma cena. Después del fastuoso despliegue de bebidas y
entremeses, la cena misma no pudo ser más convencional y carente de
imaginación –tal vez porque la cocinera titular estaba de salida o
porque había una nueva–: ensalada de lechuga y tomate, pollo al horno
con papas fritas, duraznos al jugo de lata. Cuando, ya a altas horas de
la madrugada y medio cayéndonos por los tragos y la fatiga, nos
despedíamos de los dueños de casa, la suerte quiso que Gabo estuviese
justo delante de mí, lo que me permitió escuchar lo que le decía a la
señora Palacios: “Señora, sus cuadros han estado deliciosos.”
Hubo
para Mario y Gabo una invitación a la provincia de Mérida mientras
estaban en Caracas, invitación que también recibí junto con algunos
otros huéspedes extranjeros. La celebración del premio continuó en la
montañosa provincia agitada por la presencia de esas dos grandes
figuras, con más actos, entrevistas y recepciones. El único recuerdo
vivo que me ha dejado esa visita es el curioso hecho de que, por motivos
que nunca pude entender, nos colocaron a Mario, Gabo y a mí en una
misma inmensa habitación, rodeada por jardines, con viejos catres de
hierro y austero mobiliario. ¿Tal vez porque pensaron que éramos muy
amigos? No lo sé, pero lo cierto es que cuando nos retiramos a esa pieza
con dimensiones casi tan grandes como patio de convento, charlamos por
horas pese a nuestra fatiga, hasta que, ya pasada la medianoche, nos
derribamos en nuestros respectivos camastros hasta el día siguiente. El
primero en despertar fue Mario, lo que provocó el inmediato comentario
de Gabo: “El cadete Vargas Llosa se levanta siempre con la diana.” Y
todavía echado en su cama, lanzó un grito al aire: “¡Café! ¡Café!”, como
si alguien pudiera oírlo.
Nuestra peregrinación conjunta continuó cuando a Gabo se le ocurrió
que debíamos acompañarlo a Bogotá, donde no le fue difícil conseguir
invitaciones para nosotros. Los viajes en avión lo asustaban bastante en
esa época; observando el dudoso aspecto del aparato que nos llevaría a
su tierra, me dijo: “No está probado que estos aparatos vuelen...” En un
momento, al subir, Mario se separó de nosotros y Gabo pudo hacerme una
confidencia que nunca he revelado: “Mario no es mi amigo: es mi
hermano.” En pleno vuelo, Mario me mostró el tubo forrado en terciopelo
–que no soltaba para nada– con el diploma y creo que la medalla
correspondientes al premio, y luego el jugoso cheque que lo acompañaba.
Me dijo: “¿Sabes lo que significa esto? Por lo menos dos años sin hacer
otra cosa que escribir.” En efecto, poco después renunciaría a su puesto
en la Radiodifusión Francesa, que le había permitido sobrevivir durante
sus primeros años en París. No puedo afirmar con certeza si en esa
misma ocasión o posteriormente me contó una historia secreta tras la
entrega del premio. Los cubanos, creo que a través de Carpentier, le
hicieron una insólita propuesta: la de anunciar públicamente que
entregaba el dinero íntegro a la causa de la revolución en América
Latina, con el compromiso de la dirigencia cubana de darle el mismo
dinero en una operación privada. Sospecho que la propuesta debió haber
incomodado a Mario por el doble juego que implicaba; rechazó la oferta
aunque sin hacer escándalo. ¿Habrá comenzado allí mismo su malestar con
la política cultural cubana? Lo que bien sabemos es que la crisis demoró
unos años más.
Cuando llegamos a Bogotá, la gente nos recibió a todos con entusiasmo, pero a Gabo con júbilo patriótico. El Espectador traía
la noticia de su llegada en primera página y un editorial titulado
“Bienvenido, Gabito”. Pasamos allí unos días intensos y divertidos; una
de las cosas que más recuerdo es el extraño amanecer de Mario, que nos
lo contó mientras desayunábamos. Cuando se despertó, todavía entre las
nieblas del sueño, le pareció notar que había alguien en su cuarto,
sentado en un sillón al costado de su cama. Se alarmó, prendió la luz,
preguntó quién era. Era un periodista, que pidió disculpas, con la
característica cortesía colombiana, por esta invasión de su privacidad y
le dijo que había sido encargado de hacerle el primer reportaje en la
ciudad “antes de que le caiga la ‘lagartería’”. El tipo había sobornado a
un botones para introducirse clandestinamente en su cuarto al amanecer.
No sé cómo hizo Mario para hacerlo salir a montar guardia afuera
mientras se duchaba y vestía. Gabo celebró con carcajadas la increíble
historia y nos explicó que “lagarto” es, en su país, el pesado, el tonto
impertinente; y agregó: “Lo más importante es entender que el lagarto
nunca sabe que es lagarto.” Siempre he pensado que esta es una gran
verdad y que el periodismo alberga a una buena cantidad de ellos. (Una
vez, un periodista se acercó a mí después de haber dado una conferencia
para pedirme que le hiciese un resumen de ella. Cuando le pregunté por
qué no vino a escucharla, me contestó con gran sinceridad: “Era el
cumpleaños de mi hijo.” Creo que le hice un resumen lo más disparatado y
breve que pude.)
Esta ya larga crónica de Gabo, Mario y yo tiene
su punto culminante en Lima. Como ya he contado [en otra parte], yo era
por entonces director de Extensión Cultural de la Universidad Nacional
de Ingeniería, cargo que me propuso desempeñar su nuevo rector el
arquitecto Santiago Agurto, un hombre de contextura recia, voluntad de
hierro y sensibilidad para el arte, que se convertiría luego en un buen
amigo mío. Un día, paseando por el campus donde había obreros manejando
maquinaria pesada, señaló a un bulldozer y me dijo: “No sabes
cómo me gustaría manejar ese aparato.” Santiago transformó la
universidad, que yo nunca antes había pisado y donde ya trabajaba
Abelardo enseñando lengua y literatura, en un lugar donde había cabida
para las artes y humanidades. Más tarde lograría algo casi imposible:
que el poeta Emilio Adolfo Westphalen, que apenas salía de su casa en un
viejo Jaguar que manejaba con una prudencia peligrosa en el salvaje
tráfico limeño, dirigiese la que sería la mejor revista cultural peruana
de la segunda mitad del siglo: Amaru, que circuló entre 1967 y 1971.
Gabo se esconde
En
septiembre de 1967, sabiendo que nadie se atrevería a objetarlo
“ideológicamente”, se me ocurrió organizar un diálogo sobre novela entre
Gabo y Mario, aprovechando que el primero pasaba de viaje por Lima y
que Mario se encontraba también allí, tras el nacimiento de Gonzalo, su
segundo hijo. El campus estaba en una zona alejada de Lima, rodeada de
barriadas miserables y feas construcciones industriales; el único lugar
disponible era el auditorio de Arquitectura, con duras sillas de madera,
un suelo polvoriento y paredes pintarrajeadas con propaganda política.
Sabía que, pese a todo eso, habría mucho público estudiantil, pero no
estaba preparado para lo que realmente ocurrió. Yo había instalado a
Gabo en el Hotel Crillón, entonces floreciente, y le dije que pasaría
con tiempo a recogerlo y hacer el largo viaje hacia la universidad,
mientras alguien se ocupaba de Mario. Sabiendo de los resquemores de
Gabo en compromisos públicos como ese, yo había rebajado la importancia
del asunto diciéndole que todo lo que tenía que hacer era charlar con
Mario, sin pensar en la audiencia. Cuando lo llamé a su habitación, no
contestó nadie; pedí que lo llamasen al bar o al lobby. Nadie
apareció. Esperé, un poco preocupado, que algo pasase y di vueltas cerca
de la entrada el hotel pensando que había salido y que estaba
retrasado. En una de esas vueltas, rodeé una de las gruesas columnas del
lobby y vi a Gabo semiescondido detrás de ella. “Esperaba que
no me encontrases”, dijo decepcionado de que hubiese dado con su
escondite: estaba realmente tenso y quizá con ganas de no ir al
compromiso. Lo arrastré como pude.
Cuando nos acercamos al auditorio, había una gran multitud expectante
e inquieta. En medio de ese mar humano, un hombre de aspecto
distinguido, impecable traje azul y camisa blanca, se acercó a él y se
presentó: “Soy el embajador de Colombia.” En ese momento, me di cuenta
de que no habíamos reservado asientos para nadie. Cuando entramos, el
ambiente hervía. No solo no había ningún asiento libre, sino que algunos
habían traído sus propios bancos o taburetes y bloqueaban entradas y
salidas. Recuerdo que algunos atléticos estudiantes se habían puesto en
puntas de pie en el borde de esos mismos bancos para alcanzar con las
yemas de los dedos una viga de la cual precariamente se sostenían;
estuvieron así durante dos horas... Miré desconsolado al embajador y le
ofrecí un lugar privilegiado: el asqueroso suelo del mismo estrado, que
él aceptó con gran dignidad y gratitud.
Presenté brevemente a los
dos y los dejé frente a frente. No tiene ningún sentido que resuma aquí
lo que fue ese diálogo porque la versión grabada fue publicada al año
siguiente bajo el nombre de los dos y con el título La novela en América Latina: diálogo.
Un día, mucho tiempo después, pensando que era solo una coedición
universitaria con un editor local, de escasa circulación, le dije a
Mario que ese libro era inencontrable. Me sacó de mi error: “Es el libro
que más nos han pirateado”, precisamente porque el carácter doméstico
de la edición permitía la total impunidad.
Solo me referiré a un
episodio entre la larga serie de preguntas del público que siguió al
diálogo. Un hombre joven, con un tono algo arrogante, elogió la novela
pero se quejó ante Gabo de que casi todos los personajes masculinos se
llamasen Aureliano o Arcadio, lo que –según él– complicaba
innecesariamente la lectura. Gabo esperó unos segundos y le preguntó:
“¿Cómo se llama usted?” “Enrique”, contestó el interrogador. “Como su
papá, ¿verdad?”, replicó Gabo al instante y la sala se vino abajo en
carcajadas. En efecto: nuestros nombres suelen ser una mezcla de
reiteraciones y variantes: yo me llamo José Miguel porque mi padre se
llamaba Grimaldo Miguel y mi tío materno José Francisco; hay dos
“Gabriel” en la familia de Gabo, por decisión de la madre cuando el
primero, Gabo, se fue de la casa y sintió la necesidad de tener otro con
el mismo nombre; mi segundo hijo se llama José Gabriel por mí y por
Gabo, etcétera.
Hay un último documento de ese encuentro: la foto
que un periodista nos tomó en el aeropuerto de Lima, cuando Gabo y Mario
partían con rumbos distintos, acompañados por Mercedes, Patricia,
Martha y yo, que fuimos a despedirlos. Con esa foto se cierra el momento
en el que estuve físicamente más cerca de Gabo, y bien puede cerrar
también este capítulo sobre una década digna de ser recordada y en la
que –al parecer– todos éramos felices. ~
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