Por María Luisa Miretti
Cartas a un joven novelista, de Mario Vargas Llosa. Alfaguara. Buenos Aires, 2011.
Más que un manual de recetas y consignas, Vargas
Llosa (Perú, 1936) esgrime el pretexto de responder al lector que lo
consulta sobre la compleja y maravillosa profesión de escritor. Si bien
le advierte desde el comienzo sobre las limitaciones de su visión, le
comenta cómo surgen los motivos y los deseos que le animaron y le fueron
alentando hasta darle forma y entender que detrás de cada libro hay
historias, intuición, fantasía, una pizca de locura, pero también
disciplina, organización, trampas y silencios y una urdimbre compleja
que sostiene en vilo la ficción.
A modo epistolar, rememora su adolescencia intentando
parecerse a Faulkner, Dos Passos, Camus, Sartre (vivos en esos
momentos) y pedirles orientación.
Cree que el atributo principal de la vocación
literaria es sentirla en sí misma, más que recibir sus frutos, ya que
escribir es lo mejor que puede pasarle al ser humano (prescindiendo de
lo político y de lo social), siendo entonces la vocación el punto de
partida clave. Esto derriba las viejas teorías de haber sido elegido por
los dioses, o por las musas, o ser un ser trascendente contaminado por
la Belleza. Reconoce que es un asunto misterioso, no revelado, que
alberga en el interior de cada cual, cercado de incertidumbre y
subjetividad y que hace que escribir se convierta racionalmente- en un
hecho esencial en la vida de cada uno.
Si bien la elección es importante, hay una
disposición en la infancia a fantasear, a recrear situaciones, y ése
quizás sea el hito inicial de lo que más tarde podría llamarse la
“vocación literaria”. Desde ese punto al ejercicio literario hay un
abismo; los que llegan a ser “creadores de mundos” mediante la palabra
escrita son otra cosa, quizás vengan desde allí, o desde una rebeldía
innata, de cierto inconformismo.
La ficción encubre una vida deseada que se organiza
en la escritura apelando a la imaginación y a las palabras (rebeldía
relativa), quizás sea la razón por la cual los regímenes totalitarios
desconfían de las lecturas, sospechan y censuran.
La raíz de las historias ficcionales está en la
experiencia de quien la inventa, “lo vivido es la fuente que irriga las
ficciones” (eso no significa que sea la biografía encubierta del autor,
pero siempre hay algunos rastros que se filtran).
A cierta altura se pregunta ¿qué es ser un escritor
auténtico? Toda vez que la ficción es por definición una impostura, por
tanto toda novela es una mentira y básicamente su efecto reside no
solamente en el pacto narrativo con el lector sino también en el poder
de persuasión del novelista.
Por eso, aclara que un tema nunca es bueno o malo,
depende de la forma en que se encarna la historia, los efectos de
verosimilitud, el poder de persuasión.
Seguidamente, analiza los aspectos más relevantes: el
estilo (advirtiendo que el lenguaje es clave y no puede estar disociado
de lo que relata), el espacio, el tiempo, el nivel de la realidad, las
cajas chinas, los datos escondidos, siempre con referencias autorales,
para finalmente en el último capítulo “A manera de posdata” hacerle
notar que todo lo anterior no sirve para nada, que si tiene deseos de
escribir empiece ya mismo, porque la crítica -y enumera autores
emblemáticos, cada uno a su modo-, “es un ejercicio de la razón”
mientras que la creación literaria es intuición y sensibilidad, así que
lo alienta a llevar adelante su desafío y “que se ponga a escribir
novelas de una vez”.
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