Por Juan Cruz
Hay algo muy importante acerca de Mario Vargas Llosa, que reúne en su
personalidad tantas cosas importantes. Ese algo tan importante que lo
envuelve es la sencillez. Lo han calificado con todos los calificativos,
los buenos y los malos; lo han acusado y lo han recusado; y también lo
han glorificado. Entre los premios que ha recibido está el Nobel, que
subrayó una literatura fuera de serie, testigo singular de su país y de
sus países, pues es un escritor plenamente latinoamericano, aunque
Europa (Francia, Inglaterra, sobre todo España) sea parte singular de su
corazón cosmopolita y a la vez enraizado. A sus 76 años ha recorrido
todos los puertos y ha visitado todos los aeropuertos; se ha encontrado
con grandes mandatarios, que ahora lo reclaman más que nunca, y los
escritores y los editores se lo rifan como compañero de baile e incluso
de boda. Los periodistas lo buscamos también, a veces tan sólo con la
excusa de preguntarle lo que el cotilleo profesional ya le preguntó un
millón cien mil veces.
Empezó en el sueño de la literatura creyendo que vivía en el paraíso de los versos prohibidos, pero sobre todo en el paraíso de la madre, hasta que descubrió la literatura de verdad, la que visita el paraíso por detrás, y fue cuando supo que el jardín de la madre era un jardín doblemente habitado. Le preguntaron un día, en 1990: ¿Y por qué escribe? Dijo: «Para huir de la pena». Siempre pensé que jamás nadie hallaría de él una respuesta tan plena. El descubrimiento del padre como figura que iba a romper su idilio con el ensueño fue a la vez un castigo y una puerta, pues desde que se produjo ese encontronazo ya Mario Vargas Llosa, el Marito de entonces, tuvo que luchar contra la pena, para escapar de ella, para hallar en el fondo de los infiernos que suscita la vida materiales con los que edificar, a base de ficción (la verdad de las mentiras), nuevos paraísos, distintas vías de escape.
Al descubrimiento difícil del padre sucedieron los encuentros más placenteros, aquellos que le abrieron las puertas a los maestros: los suyos, los de Lima, pero también los parientes, pero sobre todo las lecturas, que empezaron a regar sus senderos que se bifurcaban con piedras a las que siempre ha regresado: Sartre, Camus, Malraux, Shakespeare, Cervantes, Onetti…, y así una amalgama en la que se alternó todo, las espigas y los trigos suaves, la poesía de Góngora y el polvo terrenal de Faulkner.
Se hizo, la vida lo hizo así, un hombre de la cultura; escribió en seguida libros en los que latía la ficción pero donde estaba también la no ficción, su propia vida traspuesta, desde La ciudad y los perros o Los cachorros hasta la muy reciente Las travesuras de la niña mala, pasando por la excepcional Conversación en la catedral, que es donde da comienzo su literatura comprometida con el mundo y con su país, y que lo consagró como un escritor de cuyo estilo no había dos. La vida lo condujo sucesivamente a luchas ideológicas y de pensamiento que lo pusieron en el lado de allá de lo que entonces era básico en la conversación contemporánea; la diatriba de Cuba (Revolución sí, Revolución no) destruyó amistades y viejos compromisos intelectuales. Como era tan fácil trazar la frontera para que el cristal cayera partiendo la crisma de los disidentes, a Mario le cayó toda una cristalería, y lo pusieron en el lado de los reaccionarios.
Luego vino la política propiamente dicha, y Mario halló ahí un frágil caballo de batalla, pues su opción política se fue deshaciendo, a veces por su ingenuidad de escritor que no maneja los hilos de ese otro oficio, y a veces porque él nunca se acostumbró a la marrullería que entonces parecía la marca de la política electoral peruana. Regresó de ese fracaso siendo un hombre asaltado, otra vez, por la melancolía que se encuentra más acá del paraíso, y durante algún tiempo paseó su desengaño entrando en un libro que yo aconsejo como un breviario para entenderlo: El pez en el agua. En ese libro está aquel Mario perplejo al descubrir que su padre muerto estaba vivo, y por tanto lo iba a sacar del paraíso, y derruido en sus ilusiones más patrióticas al descubrir que su idea de llegar a la presidencia de Perú era una utopía llena de zarzas. El estilo del libro era el estilo del hombre; parecía dictado por el crío que fue, y era tan noble en sus confesiones y en la crónica de sus propios disparates, era tan enorme ese autorretrato, digo, que el libro pasó desapercibido. Tengo mi teoría: ahí se presentaba ese ser sencillo del que la gente no habla, el habitante perplejo de todas las geografías, el tipo capaz de recorrer todo el mundo para apuntar un dato fiable que le deje escribir de verdad la ficción que se le ha ocurrido o el periodista que prefiere contar la guerra viéndola y no leyéndola en los periódicos.
Pero a ese tipo sencillo al que muchos quieren (queremos) tanto tuvo encima durante tantos años tantos sambenitos que era preferible ponerlo en el desván de los olvidados. Y por eso recibió la maldición de la maledicencia, y ahí estuvo, por un rato, en un purgatorio que a él no pareció afectarle demasiado. Hasta que apareció su novela más vibrante, acaso la mejor de su segunda época (la primera época fue la de Conversación…). La fiesta del chivo convirtió a Mario otra vez en un punto de referencia al que tuvieron que rendirse tirios y troyanos, ya no pudieron resistir los tópicos que cayeron sobre el personaje en función de su supuesto pensamiento de derechas.
La combinación de esos dos libros, Conversación en la catedral y La fiesta del chivo, fueron la piedra de toque sobre la que giró la conversación de los académicos del Nobel. Un tipo que ha escrito esos dos monumentos de la ficción-no-ficción contemporánea era alguien que había rascado al fondo la pena de ser; había abrevado, para llegar a esa estatura moral de la literatura, en gente como Camus, Sartre y Malraux, y su formación se completaba con la calle, a la que sigue bajando como un obseso. ¿Cómo no iba, pues, a contar la epopeya contemporánea, la lucha del hombre contra el poder, conservando la certeza de que el alma no está sola en esa batalla si existe el consuelo de la palabra?
Su vida es la de un intelectual esforzado, y sus premios son los eslabones de sus merecimientos. Le premian en Suecia, en México, en Argentina y en Las Palmas de Gran Canaria, por ejemplo. Y como esos entorchados le caen sobre su chaqueta oscura de caballero del día y de la noche, la gente cree que eso lo envanece, lo hace más distante, más cercano a los astros que al suelo. Y no, eso no es así. Lo saben los jóvenes que se acercan a él con sus manuscritos, lo saben los periodistas que lo entrevistan, los estudiantes que le piden consejo sobre las escrituras incipientes, y lo saben quienes se sientan con él en las bibliotecas públicas, en los bares de Madrid o de Lima donde escribe con su bolígrafo-fetiche. En un universo donde el escritor se pone el ego como un escudo que lo salva pero también lo hunde, Mario Vargas Llosa sigue siendo aquel muchacho que, yendo de paseo con su madre, encuentra que el paraíso se diluye, y luego trata de reconstruirlo escribiendo y preguntando, como si estuviera tratando de desandar el camino que lo lleve otra vez a ser aquel niño que fue. Porque muchas veces se le ve en ese tránsito hacia ese niño que fue muchos queremos tanto a Mario Vargas Llosa.
Empezó en el sueño de la literatura creyendo que vivía en el paraíso de los versos prohibidos, pero sobre todo en el paraíso de la madre, hasta que descubrió la literatura de verdad, la que visita el paraíso por detrás, y fue cuando supo que el jardín de la madre era un jardín doblemente habitado. Le preguntaron un día, en 1990: ¿Y por qué escribe? Dijo: «Para huir de la pena». Siempre pensé que jamás nadie hallaría de él una respuesta tan plena. El descubrimiento del padre como figura que iba a romper su idilio con el ensueño fue a la vez un castigo y una puerta, pues desde que se produjo ese encontronazo ya Mario Vargas Llosa, el Marito de entonces, tuvo que luchar contra la pena, para escapar de ella, para hallar en el fondo de los infiernos que suscita la vida materiales con los que edificar, a base de ficción (la verdad de las mentiras), nuevos paraísos, distintas vías de escape.
Al descubrimiento difícil del padre sucedieron los encuentros más placenteros, aquellos que le abrieron las puertas a los maestros: los suyos, los de Lima, pero también los parientes, pero sobre todo las lecturas, que empezaron a regar sus senderos que se bifurcaban con piedras a las que siempre ha regresado: Sartre, Camus, Malraux, Shakespeare, Cervantes, Onetti…, y así una amalgama en la que se alternó todo, las espigas y los trigos suaves, la poesía de Góngora y el polvo terrenal de Faulkner.
Se hizo, la vida lo hizo así, un hombre de la cultura; escribió en seguida libros en los que latía la ficción pero donde estaba también la no ficción, su propia vida traspuesta, desde La ciudad y los perros o Los cachorros hasta la muy reciente Las travesuras de la niña mala, pasando por la excepcional Conversación en la catedral, que es donde da comienzo su literatura comprometida con el mundo y con su país, y que lo consagró como un escritor de cuyo estilo no había dos. La vida lo condujo sucesivamente a luchas ideológicas y de pensamiento que lo pusieron en el lado de allá de lo que entonces era básico en la conversación contemporánea; la diatriba de Cuba (Revolución sí, Revolución no) destruyó amistades y viejos compromisos intelectuales. Como era tan fácil trazar la frontera para que el cristal cayera partiendo la crisma de los disidentes, a Mario le cayó toda una cristalería, y lo pusieron en el lado de los reaccionarios.
Luego vino la política propiamente dicha, y Mario halló ahí un frágil caballo de batalla, pues su opción política se fue deshaciendo, a veces por su ingenuidad de escritor que no maneja los hilos de ese otro oficio, y a veces porque él nunca se acostumbró a la marrullería que entonces parecía la marca de la política electoral peruana. Regresó de ese fracaso siendo un hombre asaltado, otra vez, por la melancolía que se encuentra más acá del paraíso, y durante algún tiempo paseó su desengaño entrando en un libro que yo aconsejo como un breviario para entenderlo: El pez en el agua. En ese libro está aquel Mario perplejo al descubrir que su padre muerto estaba vivo, y por tanto lo iba a sacar del paraíso, y derruido en sus ilusiones más patrióticas al descubrir que su idea de llegar a la presidencia de Perú era una utopía llena de zarzas. El estilo del libro era el estilo del hombre; parecía dictado por el crío que fue, y era tan noble en sus confesiones y en la crónica de sus propios disparates, era tan enorme ese autorretrato, digo, que el libro pasó desapercibido. Tengo mi teoría: ahí se presentaba ese ser sencillo del que la gente no habla, el habitante perplejo de todas las geografías, el tipo capaz de recorrer todo el mundo para apuntar un dato fiable que le deje escribir de verdad la ficción que se le ha ocurrido o el periodista que prefiere contar la guerra viéndola y no leyéndola en los periódicos.
Pero a ese tipo sencillo al que muchos quieren (queremos) tanto tuvo encima durante tantos años tantos sambenitos que era preferible ponerlo en el desván de los olvidados. Y por eso recibió la maldición de la maledicencia, y ahí estuvo, por un rato, en un purgatorio que a él no pareció afectarle demasiado. Hasta que apareció su novela más vibrante, acaso la mejor de su segunda época (la primera época fue la de Conversación…). La fiesta del chivo convirtió a Mario otra vez en un punto de referencia al que tuvieron que rendirse tirios y troyanos, ya no pudieron resistir los tópicos que cayeron sobre el personaje en función de su supuesto pensamiento de derechas.
La combinación de esos dos libros, Conversación en la catedral y La fiesta del chivo, fueron la piedra de toque sobre la que giró la conversación de los académicos del Nobel. Un tipo que ha escrito esos dos monumentos de la ficción-no-ficción contemporánea era alguien que había rascado al fondo la pena de ser; había abrevado, para llegar a esa estatura moral de la literatura, en gente como Camus, Sartre y Malraux, y su formación se completaba con la calle, a la que sigue bajando como un obseso. ¿Cómo no iba, pues, a contar la epopeya contemporánea, la lucha del hombre contra el poder, conservando la certeza de que el alma no está sola en esa batalla si existe el consuelo de la palabra?
Su vida es la de un intelectual esforzado, y sus premios son los eslabones de sus merecimientos. Le premian en Suecia, en México, en Argentina y en Las Palmas de Gran Canaria, por ejemplo. Y como esos entorchados le caen sobre su chaqueta oscura de caballero del día y de la noche, la gente cree que eso lo envanece, lo hace más distante, más cercano a los astros que al suelo. Y no, eso no es así. Lo saben los jóvenes que se acercan a él con sus manuscritos, lo saben los periodistas que lo entrevistan, los estudiantes que le piden consejo sobre las escrituras incipientes, y lo saben quienes se sientan con él en las bibliotecas públicas, en los bares de Madrid o de Lima donde escribe con su bolígrafo-fetiche. En un universo donde el escritor se pone el ego como un escudo que lo salva pero también lo hunde, Mario Vargas Llosa sigue siendo aquel muchacho que, yendo de paseo con su madre, encuentra que el paraíso se diluye, y luego trata de reconstruirlo escribiendo y preguntando, como si estuviera tratando de desandar el camino que lo lleve otra vez a ser aquel niño que fue. Porque muchas veces se le ve en ese tránsito hacia ese niño que fue muchos queremos tanto a Mario Vargas Llosa.