domingo, 6 de mayo de 2012

Las dos lecturas de La ciudad y los perros






Por Carlos Alberto Montaner


Hace casi veinte años, cuando Mario se había transformado en líder político y se perfilaba como el probable presidente del Perú, yo estaba vinculado a la Junta Editorial de The Miami Herald y El Nuevo Herald, y advertí que existía una genuina curiosidad entre los periodistas de ambos medios por conocer esta nueva faceta del famoso novelista, de manera que organicé una reunión para que lo escucharan.
La reacción de los periodistas –tribu generalmente muy escéptica y a salvo de cualquier vestigio de entusiasmo con los políticos– resultó excelente. No se trataba de un intelectual con la cabeza llena de fantasías utópicas, sino de una persona con los pies en la tierra que sabía exactamente la enorme dimensión de los problemas que debía abordar si alcanzaba la Presidencia de su país.
Pero de aquel episodio, que tuvo también una faceta pública, recuerdo aún con más interés una anécdota que narró muy elocuentemente el ex preso político Armando Valladares cuando le tocó presentar a Mario. Valladares –famoso disidente que luego llegó a ser embajador de Estados Unidos ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU– contó que, en la década de los sesenta, uno de los pocos libros que circulaban entre los presos era La ciudad y los perros, obra que leían con admiración literaria, pero inicialmente sin demasiado entusiasmo, persuadidos de que el autor era una persona totalmente identificada con la dictadura, aspecto que el gobierno de Castro capitalizaba machaconamente en sus campañas propagandísticas.
Todo eso –explicó Valladares– cambió, súbitamente, a principios de los setenta, cuando estalló “el caso Padilla” y desde París varios escritores notables, capitaneados por Mario, Plinio Apuleyo Mendoza, Octavio Paz y otra media docena de intelectuales valiosos, rompieron públicamente con Castro, denunciaron la represión que padecían los cubanos y pusieron fin a la conveniente superstición de que la intelligentsia occidental respaldaba al gobierno de La Habana. A partir de que esa noticia se conoció entre los presos, La ciudad y los perros, que ya era un libro ajado por el manoseo incesante, tuvo dos tipos de perseguidores tenaces: los presos que deseaban conocer la obra de quien consideraban como “uno de los suyos” y comenzaban a leerlo con una inmensa devoción, y los carceleros, que recorrían las celdas y galeras para extirpar el libro escrito por el “traidor” peruano. Creo que nunca lograron encontrarlo. Esconderlo y pasarlo de mano en mano resultaba una forma de luchar por la libertad. ~

No hay comentarios:

Publicar un comentario