Por Carlos Alberto Montaner
Hace casi veinte años, cuando Mario se había transformado en líder
político y se perfilaba como el probable presidente del Perú, yo estaba
vinculado a la Junta Editorial de The Miami Herald y El Nuevo Herald,
y advertí que existía una genuina curiosidad entre los periodistas de
ambos medios por conocer esta nueva faceta del famoso novelista, de
manera que organicé una reunión para que lo escucharan.
La reacción de los periodistas –tribu generalmente muy escéptica y a
salvo de cualquier vestigio de entusiasmo con los políticos– resultó
excelente. No se trataba de un intelectual con la cabeza llena de
fantasías utópicas, sino de una persona con los pies en la tierra que
sabía exactamente la enorme dimensión de los problemas que debía
abordar si alcanzaba la Presidencia de su país.
Pero de aquel episodio, que tuvo también una faceta pública,
recuerdo aún con más interés una anécdota que narró muy elocuentemente
el ex preso político Armando Valladares cuando le tocó presentar a
Mario. Valladares –famoso disidente que luego llegó a ser embajador de
Estados Unidos ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU– contó
que, en la década de los sesenta, uno de los pocos libros que
circulaban entre los presos era La ciudad y los perros, obra que
leían con admiración literaria, pero inicialmente sin demasiado
entusiasmo, persuadidos de que el autor era una persona totalmente
identificada con la dictadura, aspecto que el gobierno de Castro
capitalizaba machaconamente en sus campañas propagandísticas.
Todo eso –explicó Valladares– cambió, súbitamente, a principios de
los setenta, cuando estalló “el caso Padilla” y desde París varios
escritores notables, capitaneados por Mario, Plinio Apuleyo Mendoza,
Octavio Paz y otra media docena de intelectuales valiosos, rompieron
públicamente con Castro, denunciaron la represión que padecían los
cubanos y pusieron fin a la conveniente superstición de que la intelligentsia occidental respaldaba al gobierno de La Habana. A partir de que esa noticia se conoció entre los presos, La ciudad y los perros, que ya era un libro ajado por
el manoseo incesante, tuvo dos tipos de perseguidores tenaces: los
presos que deseaban conocer la obra de quien consideraban como “uno de
los suyos” y comenzaban a leerlo con una inmensa devoción, y los
carceleros, que recorrían las celdas y galeras para extirpar el libro
escrito por el “traidor” peruano. Creo que nunca lograron encontrarlo.
Esconderlo y pasarlo de mano en mano resultaba una forma de luchar por
la libertad. ~
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