"El sueño secreto, mío y de todos los escritores, creo, es que mis libros se leyeran como yo leí los libros que me cambiaron la vida. Ese ha sido mi sueño y nunca sabré si se hará realidad"
El escritor peruano Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura en 2010, que se encuentra esta semana en China, confesó en un encuentro con escritores y lectores de ese país que si hay algo que el galardón ha cambiado en su vida es que ahora se siente "víctima de la peste periodística".
"Cuando uno gana el Premio Nobel de Literatura cree que va a recibir muchos halagos, y efectivamente recibe muchos halagos, pero se vuelve víctima también de una especie de jauría periodística, que lo persigue sin darle tregua, que no le deja escribir en paz, que no le permite trabajar en paz, aislándose con disciplina", aseguró.
"Siempre está uno rodeado de periodistas que le preguntan cosas inconvenientes, sobre las que uno no quiere hablar, y eso puede convertirse realmente en un gran estorbo", afirmó, y confesó que "a ratos dan ganas de huir, escapar a una isla desierta, donde no haya periodistas".
El intelectual peruano, que se expresó de esta manera tras ser preguntado por una lectora china, matizó que lo dice "no solamente desde afuera, sino también desde adentro, porque soy periodista y he sido periodista toda mi vida, pero el Premio Nobel puede convertir a un escritor en una víctima de los periodistas".
"Ese es el cambio fundamental que he tenido en mi vida desde que gané el Premio Nobel", concluyó.
Sobre el galardón comentó también que "el Premio Nobel, como todos los premios, ha acertado a veces y ha dado el premio a quien merecía tenerlo", aunque no siempre ha sido así.
En su opinión, nadie puede discutir que Thomas Mann, William Faulkner o Hemingway merecían el galardón, pero estimó que "muchas veces el jurado se equivocó".
"¿Usted sabe quién fue el primer Premio Nobel de la historia literaria? Fue un escritor francés que estoy seguro de que ninguno de ustedes ha leído ni va a leer, ni merece ser leído tampoco: un señor que se llamaba Sully Prudhomme, que es un escritor de tercer orden", aseguró.
"Hay muchos escritores que merecían el Premio Nobel y no lo han recibido, en lengua española sobre todo Borges", reivindicó.
Su caso, dijo, es para Vargas Llosa "el más triste", hasta el punto de que le daba "un poco de vergüenza recibir un premio que no había recibido Jorge Luis Borges, probablemente -subrayó- el más grande escritor de nuestra lengua en nuestra época".
Con todo, dijo que eso es algo "comprensible", ya que "los jurados son seres humanos, a veces aciertan y a veces se equivocan".
"Espero que conmigo no se hayan equivocado", concluyó, "eso ya lo dirá el tiempo, ya se sabrá dentro de 100 años si estuvieron acertados o si estuvieron equivocados".
El autor, que asistió a una lectura en chino de fragmentos de "Travesuras de la niña mala" y "La casa verde" en la Escuela de Arte Dramático de Shanghái, y leyó después él mismo el comienzo de "Conversación en La Catedral", respondió también en la escuela a las inquietudes de dos escritores locales, Ye Zhaoyan y Sun Gaulu.
Vargas Llosa, que esta mañana fue nombrado "profesor de honor" de la Universidad de Estudios Internacionales de Shanghái, la principal universidad de lenguas extranjeras de la metrópoli financiera china, continuará sus actividades en Pekín el próximo viernes, cuando recibirá el título de Investigador de Honor del Instituto de Literatura Extranjera de la Academia de Ciencias Sociales de China.
El sábado inaugurará los actos del Día del Español en la sede del Instituto Cervantes de la capital China, y la semana que viene se trasladará a Japón, donde también apoyará la labor de difusión del español del Cervantes y dará varias conferencias sobre literatura en Tokio, y participará en un foro sobre el español en Kioto.
En la imaginación de Mario Vargas Llosa (nacido en Arequipa, Perú, 1936) –y quizá también en la realidad–, la Casa Verde era un prostíbulo de Piura, norte peruano, Andes desérticos como sólo pueden serlo los Andes del norte de Chile y de Perú.
Cuando comenzó a construirse, las iras del cura párroco, que amenazaba desde el púlpito con Sodomas y Gomorras, pestes egipcias y otras apocalípticas maldiciones bíblicas, agitaban a las señoras y consternaban a los pocos señores que todavía se animaban a concurrir a las misas domingueras.
La Casa Verde, ajena a todos los cielos, prosperaba a ojos vista, ganándoles la batalla al cura y a las tormentas de arena. Fue hasta que la muda del pueblo murió allí, no se sabe si prostituida o enamorada del dueño.
De la pluma de los grandes escritores –y parece que algo similar ocurre con pintores, escultores o músicos– suelen surgir arquetipos, figuras o sucesos típicos que reaparecen y se repiten en la historia.
Aquiles, el que prefiere la vida breve pero heroica; Ulises, el viajero que resiste tentaciones y desvíos en su regreso al hogar; El Quijote, último caballero andante; Hamlet, hijo torturado, heredero de Edipo.
En su segunda novela –como Homero, Cervantes y Shakespeare–, Vargas Llosa nos regala un símbolo de la venganza medieval, cuando describe el incendio de la Casa Verde a manos de furiosas amas de casa soliviantadas por el cura. "La palabra del padre García se elevó, tronó sobre el mar y, entre las olas y los tumbos, tentáculos innumerables se alargaban, atrapaban a las habitantes, las derribaban y en el suelo las golpeaban. Y luego, el padre García y las mujeres inundaron la Casa Verde, la colmaron en unos segundos y, desde el interior, provenía un estruendo de destrucción: estallaban vasos, botellas, se quebraban mesas, se rasgaban sábanas, cortinas. Desde el primer piso, el segundo y el torreón, comenzó un minucioso diluvio doméstico. Por el aire calcinado volaban macetas, bacinicas, lavadores, desportillados y bateas, platos, colchones despanzurrados, cosméticos y una salva de vítores saludaba cada proyectil que describía una parábola y se clavaba en el arenal (...) la Casa Verde ardía".
Dantesco, para salvar la omisión de otro paradigma de la cultura occidental, La divina comedia , de Dante Alighieri.
Dantesco es, en cierto modo, también el mundo en que vivimos, en el que casamos a un príncipe, canonizamos a un papa, matamos a un moro y quemamos en la hoguera a un hereje lascivo.
La exposición tiene lugar en un prestigioso centro cultural y librería de Barcelona llamado Mutt, se titula Abstracción en el establo y consta de nueve cuadros no figurativos de gran formato. El artista, Napoleón, exhibe por primera vez para el gran público.
Tiene apenas cuatro años y es, según Jacinto Antón, corresponsal de EL PAÍS en la ciudad condal, "un frisón holandés de pura raza y color negro", de apuesta estampa y mirada simpática a juzgar por la fotografía. Pinta sus lienzos cogiendo -mejor debería decir mordiendo- el pincel con los dientes y desde sus primeros pinitos en el campo del arte mostró un decidido rechazo por toda forma de realismo y una resuelta deriva hacia la abstracción. Su descubridor, socio, empresario, colega y ayudante, el pintor y animador cultural Sergio Caballero dice que, al descubrir los primeros trabajos de Napoleón, en alguna caballeriza me imagino, advirtió que el joven aprendiz "hacía expresionismo abstracto tipo De Kooning" y decidió alentar su vocación y promoverlo.
Formaron una sociedad y, en efecto, los nueve cuadros llevan la siguiente firma indisoluble: "Napoleón & Caballero". Trabajan de este modo. Sergio prepara los bastidores y los lienzos y los fondos de los cuadros que, en estos nueve que se exhiben, son fotografías suyas de la ciudad portuguesa de Oporto entreveradas con los retratos de unos monitos titís vestidos como niños y tomados por un artista callejero de San Petersburgo. Este panorama, imagino yo, estimula la inspiración de Napoleón, que procede entonces a imponer sobre aquellas imágenes su alegre floración multicolor de abigarradas formas lanceoladas, piramidales, movedizas o estáticas, agresivas o lánguidas, probablemente dando de tanto en tanto un relincho para que Sergio le cambie el pincel y los colores, o para expresar su contento o frustración con la tarea en marcha.
De los nueve cuadros, cuando Jacinto Antón visitó la muestra, ya se habían vendido dos, a 3.600 euros uno de ellos y el otro a 6.000. No es mucho, pero teniendo en cuenta que el expositor es todavía un absoluto desconocido, no está tan mal. Caballero le aseguró que esta ganancia se reparte equitativamente entre él y Napoleón, aunque, lógicamente, este último, en vez de recibir lo que le corresponde en billetes contantes y sonantes, lo recibe en alfalfa y otros condimentos afines a su naturaleza equina.
Sergio Caballero explicó al periodista que Napoleón no es el primer pintor animal. Hace algunos años hubo un antecedente interesante, con dos elefantes, entrenados por los célebres rusos Komar y Melamid, que hicieron su primera y única presentación como artistas en una memorable ceremonia pública en la que se subastó nada menos que el alma de Andy Warhol (¿y de quién iba a ser si no?). Pero, por lo visto, los dos proboscidios eran unas veletas y no continuaron en el camino del arte plástico. Napoleón, sin duda, persistirá.
Ante el estreno de este artista equino en el mundo del arte se puede proceder como lo hace el autor de la nota de la que tomo esta información: con gentil ironía y simpática condescendencia por un hecho curioso, divertido y totalmente efímero. Pero, a mi juicio, sería preferible tomar muy en serio lo ocurrido en la galería Mutt, y no descartar que la llegada de Napoleón al ámbito artístico sea el anuncio de una verdadera invasión de artistas-animales a las galerías del mundo occidental donde competirán, acaso con éxito, con los artistas-humanos. ¿No han dado acaso, estos últimos, en las dos o tres décadas pasadas, todos los pasos necesarios para hacer sitio en las paredes de las galerías donde exhiben sus obras, a las que podrían engendrar los grandes simios, las jirafas, las cacatúas y demás especies del reino animal?
Por otra parte, ¿no es acaso un hecho comprobado que los grandes teóricos y filósofos de la cultura y del arte de nuestros días han hecho todo lo necesario para que acabemos de una vez por todas con la arrogante y estúpida jactancia según la cual el bípedo humano debe usurpar el exclusivo monopolio de la creación en los dominios del arte? No tengo la menor duda de que si me pongo a correr un manifiesto a favor del derecho de Napoleón de participar en concursos plásticos de prestigio internacional o de exhibir en los grandes museos, obtendría miles de firmas. Y no sólo de militantes animalistas sino de buen número de intelectuales y artistas -progresistas y reaccionarios-, aterrados de ser acusados de racismo antropocéntrico.
El arte de nuestro tiempo se ha ido liberando de todas las limitaciones y prejuicios que impedían el ejercicio de aquella irrestricta libertad que el artista necesita para poner en acción su potencia creativa. Ya no hay nada que lo frene u oriente a la hora de coger los pinceles, el cincel o la espátula, empezando, por supuesto, por esa confusa y anacrónica persecución de la belleza que martirizaba a los antiguos. Eso queda para los tradicionalistas ciegos y sordos a la formidable realidad que ha sacado a luz la cultura de nuestro tiempo: que lo feo y lo bello son categorías obsoletas, de entraña religiosa, o, más bien, supersticiosa, de las que conviene sacudirse a tiempo si se quiere ser libre y original. No saber ya qué cosa es bella y cuál fea introduce cierta confusión en la vida de algunas gentes, es verdad, pero eso es momentáneo y la confusión cesa cuando se opta por la estética contenida en el viejo dicho "sobre gustos y colores no han escrito los autores". Lo que quiere decir que para que una cosa sea fea o bella basta que tú lo decidas, o, si te sientes incapaz de tomar semejante decisión, les creas a los que sí las toman. Créele a don Sergio Caballero que los cuadros de Napoleón están en la línea de los que pintó el profuso De Kooning y el problema está resuelto.
El arte de nuestros días ha demostrado que todo puede ser bello o feo, e incluso ambas cosas a la vez, y que eso no importa un comino en el dominio del arte, a condición de que este sea divertido, sorprendente, y, aunque sea por un momento, libere a los mortales del aburrimiento letal en que se ha convertido la vida. ¿Que por este camino se corre el riesgo de que los museos y las galerías se vayan confundiendo con los circos? ¡Y a quién le importa! Siempre y cuando el circo sea entretenido, todo vale. En este contexto, ¿por qué los cuadros que fabrica un cuadrúpedo frisón serían menos dignos de figurar en la colección de un exquisito que los de Damien Hirst? ¿Qué los diferencia? Salvo el precio astronómico de las obras de este último, nada. Los de ambos son feos o bonitos o anodinos, según tú mismo lo decidas. El mercado ha resuelto por el momento que los del inglés bípedo valen más, pero eso puede cambiar de la mañana a la noche si un crítico de prestigio, un buen publicista y un millonario audaz se apandillan para apostar por el cuadrúpedo. (El artículo que le ha dedicado EL PAÍS ya es un comienzo notable para un artista que empieza).
Haber conseguido que desaparezca la diferencia entre precio y valor, y que las obras de arte sean juzgadas únicamente por lo primero, que automáticamente les confiere lo segundo, una de las más terribles hazañas del posmodernismo contemporáneo, hace posible que Napoleón no sólo pinte, sino que asimismo exhiba sus pinturas y haya coleccionistas que las adquieran y las cuelguen en su casa, y puedan especular con ellas y embolsillarse buenas ganancias.
No es imposible alegar que, dado el hecho de que ya no es posible decidir en términos puramente estéticos la superioridad o inferioridad de una obra respecto a otras pues ahora esa clasificación la decide el mercado, en cierto modo las pinturas que produce entre bufidos y caracoleos el joven Napoleón, nacen de una actitud mucho más inocente, pura e ingenua que las que resultan de la intencionalidad consciente que suele caracterizar las que alumbran los talleres de los humanos. ¿Sabe Napoleón lo que hace cuando Sergio Caballero le abre el hocico y le coloca un pincel entre los dientes? No lo sabe, solo obedece a un oscuro instinto, algo que de manera evidente lo acerca a ese arte espontáneo, inconsciente, que, por ejemplo, los surrealistas celebraban en las pinturas de los alienados. Ya que no es posible saber si lo que pinta es bueno o malo, atractivo o repelente, nadie podrá negar que sus cuadros al menos son más puros y desinteresados que los de la inmensa mayoría de sus colegas, que sueñan con hacerse ricos y famosos. ¡Bienvenido, pues, Napoleón, al panteón del arte del tercer milenio!