viernes, 7 de enero de 2011

El último premio Nobel

DICE QUE nunca ha escrito una novela histórica. Dice que a lo sumo se ha valido de la Historia, como de la vida, para escribir novelas. Y que lo que ocurre en las novelas no ocurre en la vida ni en la Historia, porque la novela ocurre en el lenguaje, y en ningún otro lugar. Sin embargo, parece creer, como Flaubert, que la escritura es un lugar en el que se puede vivir.
Repasar la obra del último ganador del Nobel es percibir una voluntad de perfeccionamiento de lo literario como constructo singular, privilegiado. Como el ámbito de realización de la vida -de otra vida- en una dimensión cuidadosamente organizada. Si algo supo hacer este peruano, que no se ha destacado por ser revolucionario en ningún sentido, es, precisamente, armar con las palabras un espacio y una temporalidad para cada libro. Una arquitectura narrativa solidaria con el espíritu de cada historia que quiso contar.
Mario Vargas Llosa ganó el premio "Leopoldo Alas" con el primer libro que publicó. Fue en el año 1959. El autor tenía apenas 23 años y ya estaba casado con su tía Julia, que era diez años mayor que él.

Aquel primer libro, Los jefes, era un conjunto de seis relatos nerviosos, cargados de una tensión y una violencia que no siempre llegaban a liberarse. Eran cuentos perfectos, y muchos lectores se enamoraron de esa prosa inquieta; de esa escritura que parecía fibrosa y ágil como los personajes que presentaba: siempre alerta, en guardia, a punto de lanzarse a la pelea.
Con el paso del tiempo la prosa de Vargas se redondeó, se acomodó y se relamió, pero ya nunca volvió a ser la misma. Oronda, feliz en su desenvoltura, como una experta dama entrada en años, su escritura dejó de parecerse a los flacos y veloces personajes de Los jefes y se inclinó hacia la gracia voluptuosa de Lucrecia, la madrastra, la cuarentona esposa de don Rigoberto.
Su escritura de ficción recorrió el camino que recorre un ser vivo, desde la desafiante y ansiosa juventud hasta la reposada y lúbrica madurez de quien vivió sin demasiadas dificultades.
Pero ese tránsito -que, aunque suene a insistencia, se produjo en la escritura misma: en el lenguaje y en la forma en que el lenguaje es usado al servicio del relato- conoció estaciones de paso.
TODAS LAS VOCES. Cedomil Goic habló, refiriéndose a La casa verde (1966) de la peculiar manera de narrar de Vargas Llosa. Decía que "la construcción verbal exterioriza la condición confusa del mundo y su vertebración. La narración múltiple, los modos narrativos, la disposición, el lenguaje, fijan y prolongan las características del universo narrativo".
Esta estructura caracterizada por la superposición de voces, por la confusión de la persona gramatical que se apropia del discurso, por la aberración temporal que se produce en los diálogos, está presente también -aunque de un modo menos logrado, menos impactante- en Los cachorros (1967), y alcanza su punto más alto en Conversación en la catedral (1969), la única novela que, según se dice, el autor salvaría del fuego en caso de incendio.
El lenguaje, entonces, es la materia con la que se puede establecer, en la ficción, la compleja trama del mundo, la red de complicidades y silencios, de fantasías y secretos que sustentan el espacio vital de los personajes.
Vargas Llosa fue siempre un escritor realista, que no se precipitó en las aguas de los maravilloso ni de lo fantástico. Su mundo está construido de voces, de perspectivas, de fantaseos que organizan la existencia de las cosas en el espacio y el tiempo.
Con mucha frecuencia ocurre que las palabras dichas en el plano del presente dialogan con otras producidas en el pasado. Del mismo modo, las figuras que tienen una existencia en el mundo real contemporáneo son protagonistas de historias imaginarias en otros tiempos y otros lugares.
Pero esas superposiciones no suponen, como en las ficciones fantásticas, un cruce de temporalidades -a la manera de Cortázar o de Borges- sino que son parte de la arquitectura de un espacio ficcional que se juega en el lenguaje y en sus posibilidades.
Hubo quienes encontraron en las desenfadadas aventuras amorosas del Elogio de la madrastra (1988) y de los Cuadernos de don Rigoberto (1997) las cumbres de ese refinamiento sensual que mezcla la escritura poética con la erudición artística. Es una línea, dicho sea de paso, que parece haber anticipado y provisto de nobleza lo que hoy se puede encontrar en cualquier magazine de actualidad para gente pudiente: arte, erotismo y buen vivir. Esos admiradores quisieron ver en la retorcida pasión de Fonchito y en las fantasías muchas veces célibes de su papá, un canto de libertad frente a las ataduras de una sociedad pacata y represora.
Pero Vargas Llosa no parece un autor preocupado por el mensaje liberador de la literatura, al menos en un sentido lineal, unívoco. Más bien parece obsesionado por la capacidad intrínseca de lo literario de ofrecer otra cosa, otro registro, ajeno a lo ideológico.
ESQUEMAS VIVOS. La producción literaria de Vargas no se limita a la ficción. Escribió varios ensayos sobre autores que considera fundamentales, y tienen razón quienes afirman que su escritura ensayística habla más de él mismo que de los homenajeados.
Es por eso, justamente, que es posible encontrar a Vargas Llosa en lo que Vargas Llosa dice sobre Arguedas, o sobre Flaubert, o sobre Onetti. Su aversión hacia la recreación ideológica de la realidad, su esfuerzo por suministrar claves de intelección del mundo no contaminadas de ideología, terminan por asomar en cada texto crítico, en cada espacio de intervención en la institución literaria.
"La literatura atestigua así sobre la realidad social y económica, por refracción y por metáfora, registrando las repercusiones de los acontecimientos históricos y de los grandes problemas sociales en un nivel individual y mítico: es la manera de que el testimonio literario sea viviente y no cristalice en ideología, es decir, en un esquema muerto", dice hablando de Los ríos profundos, de José María Arguedas, en La utopía arcaica (1996).
El Premio Nobel de Literatura que le concedió en octubre pasado la Academia Sueca no sorprendió demasiado a nadie. Hace ya mucho tiempo que la Academia parece sopesar escrupulosamente la procedencia y la trayectoria -la trayectoria personal y política, más aun que la literaria- de los ganadores, y habían pasado veinte años (desde 1990, cuando se premió a Octavio Paz) sin que ese honor recayera en un latinoamericano.
El galardonado declaró que aunque está contento con el premio, su mayor ambición siempre fue "escribir buenas novelas". Las opiniones no son unánimes alrededor de ese punto, pero es difícil negar la seriedad y la dedicación con que Vargas Llosa se volcó hacia esa tarea.
fuente: El País, Uruguay

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