EL HERMANO JUSTINIANO
Por Mario Vargas Llosa
Recuerdo con exactitud las diez
cuadras que había entre la casa de los Llosa, en la calle de Ladislao Cabrera,
y el colegio de La Salle. Yo tenía cinco años y, sin duda, estaba muy nervioso.
Ese día, mi primer día de colegio, las recorrí con mi madre que, incluso, me
acompañó hasta el aula y me dejó en manos del hermano Justiniano. Este me
presentó a quienes serían mis amigos cochabambinos desde entonces: Artero,
Román, Gumucio, Ballivián. Al más querido de ellos, Mario Zapata, el hijo del
fotógrafo que había documentado todas las bodas y primeras comuniones de la
ciudad, lo matarían de una puñalada, años después, en una picantería de
Cala-Cala. Como era el niño más pacífico del mundo, siempre he pensado que su
horrible muerte fue por defender el honor de una muchacha.
El hermano
Justiniano era un ángel caído en la tierra. Tenía los cabellos blancos y unos
ojos dulces y entrañables. Nos tomaba de la mano y con él cantábamos y
bailábamos rondas repitiendo el abecedario y las conjugaciones, y así, jugando,
a los seis meses sabíamos leer. El cartero depositaba cada semana cuatro
revistas en la casa, tres argentinas y una chilena: Leoplán, para
el abuelo Pedro, Para Ti, que leían la abuelita Carmen, la Mamaé,
mi mamá y la tía Lala, y, para mí, Billiken y El Peneca. Esperaba
esas revistas como maná del cielo y las leía de principio a fin, incluidos los
avisos.
Mi mamá tenía un
profesor de guitarra y era una lectora empedernida. Me prestó El árabe y El hijo del árabe, pero me tenía
prohibido que leyera Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de
Pablo Neruda, un libro azul de letras amarillas que escondía en su velador y
releía en las noches: entre bostezos, yo la oía. Por supuesto que lo leí, a
escondidas, y allí había unos versos que, yo estaba seguro (“Mi cuerpo de labriego
salvaje te socava / y hace saltar el hijo del fondo de la tierra”), eran
pecado mortal.
Aprender a leer es
lo más importante que me ha pasado en la vida y, por eso, siempre recuerdo con
gratitud al hermano Justiniano y las rondas entre las carpetas cantando y
bailando mientras memorizábamos las conjugaciones. Debido a la lectura, ese
mundo pequeñito de Cochabamba se volvió el universo. Gracias a los signos que
convertía en palabras y en ideas, viajaba por el planeta y podía, incluso,
retroceder en el tiempo y convertirme en mosquetero, cruzado, explorador, o
viajar por el espacio hacia el futuro en naves silenciosas. Mi mamá dice que la
primera manifestación de lo que, con los años, sería una vocación literaria,
fue que, cuando los finales de los cuentos y novelas que leía no me gustaban,
con mi letra torpe de entonces los cambiaba. Yo no lo recuerdo, pero sí las
horas que me pasaba leyendo cada día, después de volver de La Salle y tomar mi
vaso de leche fría con canela, mi alimento preferido. El abuelito Pedro se
burlaba de mí: “Para el poeta la comida es prosa”. Pero yo no escribía versos
todavía en Cochabamba; eso vendría luego, en Piura.
Ahora que, por
culpa del coronavirus y el aislamiento forzoso al que estamos sometidos los
madrileños, leo desde el amanecer hasta el anochecer, diez horas diarias en un
estado de felicidad absoluta (morigerada por el miedo a la plaga), aquellos
días cochabambinos vuelven a mi memoria con los fantasmas borrosos de las
primeras lecturas que me devuelve el subconsciente: la orgullosa Diana Mayo
caía rendida en brazos de su secuestrador Ahmed ben Hassan en los desiertos de
Argelia; el espadachín que nació en una celda y, como los gatos, veía en la
oscuridad; el Judío Errante y su peregrinación incesante por el mundo. Los
niños de entonces —por lo menos en Cochabamba— no leíamos tiras cómicas sino
libros, y, sin duda, por eso jamás contraje la adicción al Pato Donald o al
Ratón Mickey ni a Popeye, el marinero musculoso. Pero sí a Tarzán y a Jane, con
los que volé, de árbol en árbol, por las selvas del África.
En la biblioteca
con telarañas de la Universidad de San Marcos leí mi primera obra maestra: el Tirant lo Blanc, en la edición de Martín de Riquer de
1948. Antes todavía, cuando cadete del Leoncio Prado, devoré la serie de los
mosqueteros de Alejandro Dumas, y soñaba con D’Artagnan todas las noches.
Nada me ha dado tanto placer y felicidad como los
buenos libros; nada me ha ayudado tanto como ellos a sortear los momentos
difíciles. Sin la literatura me habría suicidado en ese periodo atroz en que
supe que mi padre estaba vivo, cuando me llevó a vivir con él y me hizo
descubrir la soledad y el miedo. William Faulkner me cambió la vida en plena
adolescencia; lo leí con lápiz y papel para identificar sus cambios de
narrador, los saltos temporales, los remolinos de esa prosa que mezclaba
personajes, tiempos y lugares y aparecía, de pronto, en la novela un reordenamiento
de la historia todavía mejor que el cronológico.
Para leer a Sartre, Camus,
Merleau-Ponty, Simone de Beauvoir y demás colaboradores de Les Temps Modernes, aprendí francés, e inglés para
entender a Hemingway, a Dos Passos, a Orwell y a Virginia Woolf, y descifrar el Ulises de Joyce (lo conseguí a la tercera vez).
En una cabañita de Perros-Guirec, en Bretaña, en el verano de 1962 leí el tomo
de La Pléiade dedicado a Tolstói y desde entonces Guerra y paz me
parece la cumbre de la novelística, con el Quijote y Moby Dick. Entre las del siglo XX, nadie ha superado,
a mi juicio, La condición humana, de Malraux, con excepción de La montaña mágica de Thomas Mann. En París, el
primer día que llegué, en agosto de 1959, descubrí a Flaubert y me pasé toda la
noche, en el Wetter Hotel, leyendo Madame Bovary. Fue para mí el
más fructífero de los descubrimientos: gracias a Flaubert supe el escritor que
quería ser y el que no quería ser.
Las buenas lecturas no sólo
producen felicidad; enseñan a hablar bien, a pensar con audacia, a fantasear, y
crean ciudadanos críticos, recelosos de las mentiras oficiales de ese arte
supremo del mentir que es la política. La vida que no vivimos podemos soñarla,
leer los buenos libros es otra manera de vivir, más libre, más bella, más
auténtica. Esa vida alternativa tiene, además, la suerte de estar fuera del
alcance de las plagas demoníacas que aterraron siempre a los seres humanos
porque en ellas veían a los diablos, que, a diferencia de los enemigos de carne
y hueso, eran difíciles de derrotar.
Un buen lector es el ciudadano
ideal de una sociedad democrática: nunca se conforma con aquello que tiene,
siempre aspira a más o a cosas distintas de las que le ofrecen. Sin esos
inconformes sería imposible el progreso verdadero, el que, además de enriquecer
la vida material, aumenta la libertad y el abanico de elecciones para ajustar
la vida propia a nuestros sueños, deseos e ilusiones. Karl Popper tenía razón:
nunca hemos estado mejor que ahora (en los países libres, se entiende).
El coronavirus ha resucitado la barbarie en lo que
creíamos la civilización y la modernidad. Hemos visto en Madrid cosas
horribles, como en las residencias: ancianos abandonados al parecer por
cuidadores que no tenían mascarillas ni remedios ni ayuda alguna. Los muertos
conviviendo con los vivos, durmiendo en las mismas camas. El horror siempre
supera al horror, no importa el tiempo histórico. Aun así, con toda la ruina
económica y social que traerá al país esta plaga inesperada, si, luego de
sobrevivir a ella, hay en España un millón más de españoles, o por lo menos
cien mil, ganados a la buena lectura gracias a la cuarentena forzada, los
demonios de la peste habrán hecho un buen trabajo.
Fuente: Diario El País