Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962) se expresa con la claridad de un docente, y con su dramaturgia, sobre la trastienda de la literatura, propia y ajena. Sostiene un discurso infrecuente, una mezcla de determinación, profundidad y ricos matices. En el teléfono su voz adelgaza un poco, buscando intimidad, cuando relata la dureza de ciertos acosos sufridos en su entorno a cuenta de sus opiniones sobre la actualidad política. Sin embargo encarna y formula brillantemente el imperativo de la libertad autoral. Publicó en 2001 «Soldados de Salamina», una novela que giraba en torno a Rafael Sánchez Mazas, miembro fundador del partido Falange Española, y se convirtió desde entonces en un personaje público, escudriñado tanto por su obra literaria como por sus opiniones políticas. Volvió al asunto con «El monarca de las sombras», por la que le acusaron de «blanquear» el fascismo. Él dice que escribir es escribir con riesgo, y que el resto es palabrería.
El deber de la literatura
—Yo solo intento ser fiel a mis obsesiones. Nada más. Creo que es la obligación de un escritor. Y es verdad que algunas de mis obsesiones, de los temas de mis libros, son delicados. Pues sí. Pero las novelas deben provocar. Y las ideas. Proust decía que las buenas ideas no son aquellas que provocan el asentimiento, sino la reacción. La idea buena es la que te obliga a contestar. Porque eso genera más ideas. Un escritor que no corre riesgos no es un escritor, es un escribano. Un escritor cobarde es como un torero cobarde: se ha equivocado de oficio. Un escritor tiene que ir a fondo, a matar, como el torero. Si tú escribes una novela sobre la Guerra Civil y nadie te insulta es que la novela no es buena. Un escritor que se reserva, un escritor que dice «no voy a decir esto no vaya a ser que se enfade alguien, ese no es un escritor».
La verdad de las novelas
—El escritor, en sus novelas, tiende a la equidistancia. ¿Por qué? Porque da a sus personajes las mejores razones. Eso es el gran arte, el de verdad. El que no es pedagógico, el que no dice tú eres malo y tú eres bueno. En cambio, en la vida no ocurre esto. En la vida un escritor tiene sus opiniones, como cualquiera. Quiero decir que las verdades de la novela son siempre poliédricas, ambiguas, contradictorias. Don Quijote está loco y está cuerdo, es ridículo y es heroico: esas son las verdades de la literatura. En cambio, en la vida, Cervantes tenía sus ideas acerca del Imperio, y seguro que las exponía. Dicho de otra manera: el novelista nunca puede decir sí o no; en cambio, el intelectual, cuando interviene en el debate público, a menudo lo dice. El caso de Vargas Llosa es paradigmático. Es un escritor que está contra el nacionalismo. Considera que el nacionalismo está muy mal y lo dice con absoluta claridad en sus artículos y sus entrevistas y sus manifestaciones. Pero va y escribe «El sueño del celta», que es una novela sobre un nacionalista en la cual te pones de su parte, porque entiendes sus razones. Vargas Llosa está contra el fanatismo político y religioso, es un liberal que siempre está dispuesto a cambiar de opinión si los demás le convencen; pero va y escribe «La guerra del fin del mundo», que es la historia de unos fanáticos que acaban inmolándose. Y, mientras la lees, tú estás del lado de los fanáticos. Y los compadeces. Y pelearías con ellos. Es lo que hace la gran literatura.
El arte pedagógico
—Hay una tendencia hoy al arte pedagógico, y esa tendencia es la muerte del arte. Es catastrófico, un desastre. Shakespeare no es pedagógico, aunque puedes aprender una cantidad enorme de cosas de él. El arte y la literatura, a diferencia de lo que yo creía cuando era joven, feliz e indocumentado y quería ser un escritor posmoderno, son muy útiles. Siempre y cuando no se propongan ser útiles. En el momento en que la literatura se propone ser útil, se convierte en propaganda o pedagogía. Y la literatura convertida en propaganda o pedagogía es mala literatura. Ni es útil ni valiosa. No sirve para nada. A Woody Allen le reprochan que no aparecen suficientes negros en sus películas. Oiga, la obligación de Woody Allen es hacer buenas películas. Complejas. Divertidas. La igualdad es una cosa fantástica, pero no tiene nada que ver con la calidad del arte.
El coste de opinar libremente
—Mis opiniones como persona pública, como ciudadano –eso que antes se llamaba intelectual-, han tenido un coste altísimo. Son temas muy duros para mí y para mi familia, en los que prefiero no entrar. Yo no tengo ninguna red social. Yo solo me entero de lo que ocurre ahí cuando la mierda ya cae desde el tejado, cuando ya el escándalo es monumental; pero uno se tiene que acostumbrar a que le insulten, hacer oídos sordos. Aunque es mentira que las cosas no te afecten, es completamente falso. A mí me afectan, y quien diga lo contrario no me lo creo. Pero es un precio que tienes que pagar. Mis opiniones acerca de temas muy controvertidos me han costado muchas cosas: amigos, lectores, dinero... Pero qué voy a hacer, ¿callarme? Si viviese en un régimen totalitario, una dictadura, y me jugase la vida, a lo mejor no me quedaba más remedio. Pero vivo en una democracia y, mientras a mi alrededor el mundo se está yendo a la mierda, no me da la gana de fingir que no pasa nada. Cada uno tiene el carácter que tiene, y yo simplemente doy mi opinión, porque además de escritor soy un ciudadano que paga sus impuestos y vive en un país determinado, en unas circunstancias determinadas.
El intelectual contra el novelista
—Milan Kundera dice una cosa que está muy bien vista: el hecho de que un escritor intervenga en la vida pública con sus opiniones es muy perjudicial para la comprensión de su obra. Muy perjudicial. Porque la gente se agarra a sus opiniones y la obra la aparta. Y eso es fatal, porque lo mejor que tiene que decir un escritor lo dice en sus libros, no en sus opiniones políticas. De nuevo el ejemplo de Vargas Llosa. Lo mejor que tiene que decir Vargas Llosa está en sus novelas. Ahora, ¿por qué lo conoce el 90% de la gente? Por sus opiniones políticas. Y a mí me ocurre lo mismo. ¿Por qué me conocen muchos en Cataluñaa? No por mis novelas. Ahora me conocen porque soy el malo de la película. Esto es así. Es un precio que hay que pagar.
La muerte del debate
—Hay que entender que debate serio, en este país y en cualquier otro, hay muy poquito. Porque debate serio significa leer, reflexionar, argumentar. Y eso, desenganémonos, se da muy poquito. Y más en nuestro país, por motivos históricos. Aquí lo que se da es el duelo a garrotazos de toda la vida. Sobre todo, si es contra una persona conocida, porque así el que suelta el garrotazo se beneficia de su prestigio. Es así de burdo, así de bestia. Y así de abyecto. Son masas acéfalas, rebaños de gente acéfala que se lanza a hacer sangre porque es muy divertido. Ojalá hubiera más debate real. Ojalá las novelas provocaran reacciones. Yo no conozco novelas españolas que provoquen debates. ¿Por qué? Entre otras razones porque, para empezar, hay que leer la novela. Y los que insultan no leen novelas: sólo titulares.
Fuente:
https://www.abc.es/cultura/libros/abci-javier-cercas-escritor-cobarde-como-torero-cobarde-equivocado-oficio-202010110049_noticia.html