domingo, 31 de julio de 2011

Más información, menos conocimiento



Por Mario Vargas Llosa

Nicholas Carr estudió Literatura en Dartmouth College y en la Universidad de Harvard y todo indica que fue en su juventud un voraz lector de buenos libros. Luego, como le ocurrió a toda su generación, descubrió el ordenador, el Internet, los prodigios de la gran revolución informática de nuestro tiempo, y no sólo dedicó buena parte de su vida a valerse de todos los servicios online y a navegar mañana y tarde por la red; además, se hizo un profesional y un experto en las nuevas tecnologías de la comunicación sobre las que ha escrito extensamente en prestigiosas publicaciones de Estados Unidos e Inglaterra.

Un buen día descubrió que había dejado de ser un buen lector, y, casi casi, un lector. Su concentración se disipaba luego de una o dos páginas de un libro, y, sobre todo si aquello que leía era complejo y demandaba mucha atención y reflexión, surgía en su mente algo así como un recóndito rechazo a continuar con aquel empeño intelectual. Así lo cuenta: “Pierdo el sosiego y el hilo, empiezo a pensar qué otra cosa hacer. Me siento como si estuviese siempre arrastrando mi cerebro descentrado de vuelta al texto. La lectura profunda que solía venir naturalmente se ha convertido en un esfuerzo”.

Preocupado, tomó una decisión radical. A finales de 2007, él y su esposa abandonaron sus ultramodernas instalaciones de Boston y se fueron a vivir a una cabaña de las montañas de Colorado, donde no había telefonía móvil y el Internet llegaba tarde, mal y nunca. Allí, a lo largo de dos años, escribió el polémico libro que lo ha hecho famoso. Se titula en inglés The Shallows: What the Internet is Doing to Our Brains y, en español: Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011). Lo acabo de leer, de un tirón, y he quedado fascinado, asustado y entristecido.

Carr no es un renegado de la informática, no se ha vuelto un ludita contemporáneo que quisiera acabar con todas las computadoras, ni mucho menos. En su libro reconoce la extraordinaria aportación que servicios como el de Google, Twitter, Facebook o Skype prestan a la información y a la comunicación, el tiempo que ahorran, la facilidad con que una inmensa cantidad de seres humanos pueden compartir experiencias, los beneficios que todo esto acarrea a las empresas, a la investigación científica y al desarrollo económico de las naciones.

Pero todo esto tiene un precio y, en última instancia, significará una transformación tan grande en nuestra vida cultural y en la manera de operar del cerebro humano como lo fue el descubrimiento de la imprenta por Johannes Gutenberg en el siglo XV que generalizó la lectura de libros, hasta entonces confinada en una minoría insignificante de clérigos, intelectuales y aristócratas. El libro de Carr es una reivindicación de las teorías del ahora olvidado Marshall McLuhan, a quien nadie hizo mucho caso cuando, hace más de medio siglo, aseguró que los medios no son nunca meros vehículos de un contenido, que ejercen una solapada influencia sobre éste, y que, a largo plazo, modifican nuestra manera de pensar y de actuar. McLuhan se refería sobre todo a la televisión, pero la argumentación del libro de Carr y los abundantes experimentos y testimonios que cita en su apoyo indican que semejante tesis alcanza una extraordinaria actualidad relacionada con el mundo del Internet.

Los defensores recalcitrantes del software alegan que se trata de una herramienta y que está al servicio de quien la usa y, desde luego, hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo, siempre y cuando estas pruebas se efectúen en el campo de acción en el que los beneficios de aquella tecnología son indiscutibles: ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que, ahora, en pocos segundos, haciendo un pequeño clic con el ratón, un internauta recabe una información que hace pocos años le exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas y a especialistas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse.

No es verdad que el Internet sea sólo una herramienta. Es un utensilio que pasa a ser una prolongación de nuestro propio cuerpo, de nuestro propio cerebro, el que, también, de una manera discreta, se va adaptando poco a poco a ese nuevo sistema de informarse y de pensar, renunciando poco a poco a las funciones que este sistema hace por él y, a veces, mejor que él. No es una metáfora poética decir que la “inteligencia artificial” que está a su servicio, soborna y sensualiza a nuestros órganos pensantes, los que se van volviendo, de manera paulatina, dependientes de aquellas herramientas, y, por fin, en sus esclavos. ¿Para qué mantener fresca y activa la memoria si toda ella está almacenada en algo que un programador de sistemas ha llamado “la mejor y más grande biblioteca del mundo”? ¿Y para qué aguzar la atención si pulsando las teclas adecuadas los recuerdos que necesito vienen a mí, resucitados por esas diligentes máquinas?

No es extraño, por eso, que algunos fanáticos de la Web, como el profesor Joe O’Shea, filósofo de la Universidad de Florida, afirme: “Sentarse y leer un libro de cabo a rabo no tiene sentido. No es un buen uso de mi tiempo, ya que puedo tener toda la información que quiera con mayor rapidez a través de la Web. Cuando uno se vuelve un cazador experimentado en Internet, los libros son superfluos”. Lo atroz de esta frase no es la afirmación final, sino que el filósofo de marras crea que uno lee libros sólo para “informarse”. Es uno de los estragos que puede causar la adicción frenética a la pantallita. De ahí, la patética confesión de la doctora Katherine Hayles, profesora de Literatura de la Universidad de Duke: “Ya no puedo conseguir que mis alumnos lean libros enteros”.

Esos alumnos no tienen la culpa de ser ahora incapaces de leer La Guerra y la Paz o el Quijote. Acostumbrados a picotear información en sus computadoras, sin tener necesidad de hacer prolongados esfuerzos de concentración, han ido perdiendo el hábito y hasta la facultad de hacerlo, y han sido condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atención, reflexión, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer, gozando, la gran literatura. Pero no creo que sea sólo la literatura a la que el Internet vuelve superflua: toda obra de creación gratuita, no subordinada a la utilización pragmática, queda fuera del tipo de conocimiento y cultura que propicia la Web. Sin duda que ésta almacenará con facilidad a Proust, Homero, Popper y Platón, pero difícilmente sus obras tendrán muchos lectores. ¿Para qué tomarse el trabajo de leerlas si en Google puedo encontrar síntesis sencillas, claras y amenas de lo que inventaron en esos farragosos librotes que leían los lectores prehistóricos?

La revolución de la información está lejos de haber concluido. Por el contrario, en este dominio cada día surgen nuevas posibilidades, logros, y lo imposible retrocede velozmente. ¿Debemos alegrarnos? Si el género de cultura que está reemplazando a la antigua nos parece un progreso, sin duda sí. Pero debemos inquietarnos si ese progreso significa aquello que un erudito estudioso de los efectos del Internet en nuestro cerebro y en nuestras costumbres, Van Nimwegen, dedujo luego de uno de sus experimentos: que confiar a los ordenadores la solución de todos los problemas cognitivos reduce “la capacidad de nuestros cerebros para construir estructuras estables de conocimientos”. En otras palabras: cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos.

Tal vez haya exageraciones en el libro de Nicholas Carr, como ocurre siempre con los argumentos que defienden tesis controvertidas. Yo carezco de los conocimientos neurológicos y de informática para juzgar hasta qué punto son confiables las pruebas y experimentos científicos que describe en su libro. Pero éste me da la impresión de ser riguroso y sensato, un llamado de atención que –para qué engañarnos– no será escuchado. Lo que significa, si él tiene razón, que la robotización de una humanidad organizada en función de la “inteligencia artificial” es imparable. A menos, claro, que un cataclismo nuclear, por obra de un accidente o una acción terrorista, nos regrese a las cavernas. Habría que empezar de nuevo, entonces, y a ver si esta segunda vez lo hacemos mejor.

Tres enlaces acerca de Vargas Llosa (hacer clic):

1-Mario Vargas Llosa: el magnífico asesino

2-Mario Vargas Llosa o el peligroso antídoto contra la realidad

3-Mario Vargas Llosa: arequipeño ilustre



domingo, 17 de julio de 2011

Tirarse a una sirvienta

El título del último artículo de Vargas Llosa es Derecho de pernada: "DSK me parece repelente. Ese señor superinteligente, ultrapoderoso y millonario estaba acostumbrado a permitirse ciertos excesos. 'Tirarse a una sirvienta', por las buenas o por las malas, es un acto vil", nos dice Mario Vargas Llosa en el diario El País de Madrid.

Derecho de pernada

De muchacho, en los años cincuenta, muchas veces oí en Piura y en Lima a mis compañeros de barrio y de colegio jactarse de haberse desvirgado con las sirvientas de su casa. No lo decían de manera tan científica, sino utilizando una expresión que sintetizaba todo el racismo, el machismo y la brutalidad de una clase social que en aquella época se exhibían todavía sin el menor embarazo en el Perú: "Tirarse a la chola". Entonces, los niños bien no hacían el amor con sus enamoradas, que debían llegar vírgenes al matrimonio, y para sus ardores sexuales solían elegir entre la prostituta y la criada. Ni qué decir que muchos padres alentaban sobre todo la última opción, temerosos de que la primera acarreara a sus vástagos una purgación.
El derecho de pernada es antiquísimo y los señores feudales de la Edad Media europea lo legaron a los gamonales y patronos sudamericanos, cuyos estupros y violaciones a las campesinas han sido documentados hasta la saciedad por la novela indigenista. Pero se equivocan quienes piensan que estos atropellos sexuales de los fuertes y poderosos caballeros contra las mujeres pobres y desvalidas han quedado confinados en el mundo del subdesarrollo. La truculenta odisea que vive Dominique Strauss-Kahn parecería demostrar que incluso en la civilizada Francia hay señores que, desafiando los tiempos que vivimos, se empeñan en perpetuar aquella siniestra tradición.

Tradición que, dicho sea de paso, nunca se perdió del todo en el país de Proust y Molière. El gran Víctor Hugo la practicó asiduamente en sus años otoñales, por ejemplo, y dejó testimonio de ello en un delicioso diario secreto que el erudito Henri Guillemin consiguió descifrar. ¿Es un atenuante, en su caso, que el autor de Los Miserables no violentaba a las sirvientas, sino estableciera con ellas un pacto contractual y mercantil? Si aquella se dejaba ver solo los pechos recibía un puñado de centavos. Si se desnudaba por completo y el poeta no podía tocarla, medio franco. Si estaba autorizado a acariciarla, un franco. Si el servicio era completo, franco y medio y a veces ¡hasta dos francos! El ilustre vate era muy cuidadoso con los gastos y llevaba una contabilidad maniática, gracias a lo cual hemos podido conocer esas debilidades de su vejez. Para disimularlas, las anotó en su diario en un español desfigurado (Verbigracia: "Visto mucho, cogido todo. Osculum").

Si la acusación a la que debe hacer frente ante el Tribunal Supremo del Estado de Nueva York la confirman los jueces, Dominique Strauss-Kahn -exministro de Economía de Francia, ex director-gerente del Fondo Monetario Internacional y, hasta el episodio del Hotel Sofitel, candidato favorito del Partido Socialista para representar a este en la próxima elección presidencial- practicaba aquel derecho de pernada a la vieja usanza: añadido de golpes y maltratos a su víctima. Los médicos que examinaron a la camarera guineana que denunció al político francés de haberla obligado a practicar sexo oral con él detectaron que tenía desgarrado un ligamento del hombro, hematomas en la vagina y las medias rotas. La policía, por su parte, ha comprobado la existencia, tanto en la pared como en la alfombra de la habitación, del semen que la camarera dice haber escupido, asqueada, luego de que el presunto victimario eyaculó. Estos son los hechos objetivos y la justicia deberá determinar si aquel sexo oral fue forzado, como dice la camarera, o consensuado, según asegura Strauss-Kahn.

Como se ha comprobado que la camarera mintió a la policía sobre su ingreso a los Estados Unidos -es una inmigrante ilegal- y que tuvo una conversación, en un dialecto guineano, con un hombre detenido por tráfico de drogas, ante el que se habría jactado de querer sacar dinero a su presunto violador aprovechando lo ocurrido, se dice que la acusación se tambalea y que el propio fiscal de Nueva York estaría pensando en encarpetar todo el asunto. Esto ha hecho que, en Francia, donde me encuentro ahora y donde, según una encuesta, un 50% de la opinión pública socialista todavía quisiera que Strauss-Kahn sea su candidato presidencial, aparezcan muchos artículos y declaraciones de amigos y camaradas del exministro, quienes, encabezados por Bernard-Henri Lévy, atacan con ferocidad a la justicia estadounidense por haber mostrado a la prensa a un Strauss-Kahn esposado y humillado, en vez de respetar su privacidad y su condición de mero acusado, no de culpable. Leyendo lo que escriben, parecería que el exministro es una especie de mártir y mereciera ser desagraviado.

A mí, en cambio, el personaje me parece repelente y tiendo a creer que lo que la camarera guineana dice de él es verdad. Me seguiría pareciendo repelente incluso si fuera cierto que el sexo oral con que se gratificó aquella mañana neoyorquina fue consensuado, pues, aun si lo hubiera requerido de buenas maneras y pagado por ello, habría cometido un acto cobarde, prepotente y asqueroso con una pobre mujer infinitamente más débil y vulnerable que él, la que se habría sometido a esa pantomima por necesidad o por miedo, de ningún modo seducida por la apostura o la inteligencia del personaje al que encontró desnudo en la habitación que iba a arreglar. "Tirarse a una sirvienta", por las buenas o por las malas, es un acto innoble y vil, sobre todo cuando el que lo perpetra es un señor de horca y cuchilla, que es lo que era, hasta entonces, el casi intocable Strauss-Kahn.

Yo no sé por qué las mentiras de la camarera atenuarían la falta de su presunto violador. Lo que se va a juzgar es si fue o no violada, no si es buena, sincera y desprendida. Si lo determinante para que la acusación prevaleciera no fueran los datos objetivos sino la personalidad y el carácter, el señor Strauss-Kahn no quedaría bien parado. Sus antecedentes indican claramente que le gustaron siempre mucho las mujeres y que no tenía el menor empacho en demostrárselo, usando eso que los brasileños llaman la mao boba en las recepciones, ascensores y pasillos, como han hecho público los paparazzi de media Europa. Poco tiempo después de asumir la dirección del Fondo Monetario Internacional se vio envuelto en un lío de faldas, por haberse echado una amante entre sus subordinadas.

Y ahora mismo acaba de abrirse en París otro proceso contra él en el que la periodista y escritora Tristane Banon lo acusa de haber intentado violarla, en el año 2003, cuando fue a entrevistarlo para un libro. Ella fue citada en una especie de garçonnière, un departamento provisto sólo de una cama y unos sillones, y, según la joven, tuvo que defenderse a patadas y rasguños de su entrevistado, que le rompió el sostén y el calzón mientras luchaban en el suelo. Tristane quiso entonces denunciar el intento de violación, pero su madre le impidió hacerlo, con el argumento de que aquello haría daño al Partido Socialista, en el que ella también militaba. La señora ha confirmado este hecho.

Así pues, si hay indicios negativos en lo que concierne al carácter y la personalidad de la camarera guineana del Hotel Sofitel, las credenciales morales del huésped están lejos de ser prístinas. Todo indica que ese señor superinteligente, ultrapoderoso y millonario estaba acostumbrado a permitirse ciertos excesos en el convencimiento de que a alguien como a él esas debilidades le están permitidas, igual que el derecho de pernada a los señores feudales. Lo terrible es que parecería que buen número de sus compatriotas están de acuerdo con él. La indignación contra la policía y la justicia de Estados Unidos por haber tratado a ese hombre tan importante y prestigioso como a un raterillo capturado in fraganti es casi unánime.

Yo no acabo de entender tanta indignación. El jefe de la policía neoyorquina ha explicado que los presuntos culpables reciben el mismo tratamiento, se trate de pobres diablos o de banqueros: son llevados esposados al tribunal y expuestos a la prensa. También son presentados a la prensa cuando son declarados inocentes por la justicia, ya sin esposas. No ha habido encarnizamiento alguno contra Strauss-Kahn. Pero, eso sí, no tuvo un tratamiento preferencial, debido a su ilustre investidura en el mundo financiero. Mucho me temo, por las cosas que leo estos días en París, que en su propio país hubiera recibido ese tratamiento preferencial, y, probablemente, jamás hubiera sido juzgado. Eso sí, la camarera guineana habría sido expulsada del país por ilegal, por falsaria y por practicar la prostitución.

© Mario Vargas Llosa, 2011.

sábado, 2 de julio de 2011

El aire fresco y las moscas

Vuelvo a China después de unos 15 años y parece otro país. Aunque he oído y leído todos los ditirambos sobre su formidable desarrollo económico, la realidad va todavía más allá. En Shanghái, el distrito de Pudong, junto al río, hace cuatro lustros una llanura de arrozales, es ahora un Wall Street cuatro veces más grande y con el doble o triple de rascacielos. Tanto en esta ciudad como en Pekín la transformación urbana es portentosa: puentes, avenidas, túneles, construcciones para oficinas o viviendas, tiendas, galerías, parques, exhiben una modernidad y prosperidad impetuosas, un dinamismo que fermenta las 24 horas del día.

Una riqueza ostentosa, sin complejos, se pavonea por doquier, en los grandes almacenes y los hoteles lujosísimos, en las gigantescas vitrinas que ofrecen los vestidos, trajes, bolsos, joyas, relojes, zapatos, automóviles, fantasías y locuras de las firmas más afamadas del mundo. Hay restaurantes por doquier y todos están llenos de gente generalmente bien vestida y amable que conversa y come sin soltar los teléfonos móviles, espiando de tanto en tanto el contorno desde detrás de sus anteojos marca Ray Ban, Ferragamo, Gucci o Lanvin. Uno se creería en la Quinta Avenida, los Champs Elysées o Bond Street, pero multiplicados por cinco o por diez. Se diría que desde que Deng Xiaoping lanzó la consigna "¡Enriquecerse es glorioso!" la realidad le hizo caso y sus 1.400 millones de compatriotas empezaron a producir y ganar dinero de manera frenética.

¿Es esto un país marxista-leninista? Según el Partido Comunista, que en estos días se prepara a celebrar su 90º aniversario de manera multitudinaria y fastuosa, rindiendo homenajes incesantes al mismo Mao Zedong que con sus delirantes políticas del Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural hundió a China en la miseria más atroz y sacrificó a muchos millones de pobres, lo es más que nunca y vive ahora, gracias a las reformas y políticas "socialistas" de mercado que han convertido a China en la segunda potencia económica del mundo después de los Estados Unidos, una etapa de abundancia que en un futuro próximo -unos 100 años más o menos- desembocará en la perfecta sociedad donde reinará la justicia distributiva y todos recibirán lo que requieran según sus necesidades. La utopía colectivista igualitaria se hará entonces realidad.

Por el momento, la sociedad china es la más desigual del mundo, pues las diferencias entre los que más y menos tienen superan las de cualquier otro país, aunque, eso sí, probablemente este sea el único en el que, por decisión del propio Comité Central, el Partido Comunista acepta ahora entre su militancia a millonarios y billonarios. Si usted detecta en todo esto ciertas contradicciones y misterios ideológicos, le aconsejo que lea el interesante libro de Eugenio Bregolat, La segunda revolución China (Destino, 2007) en el que este experimentado diplomático español y profundo conocedor del país donde ha vivido muchos años, explica con lujo de detalles y divertidas anécdotas la extraordinaria conversión económica de China que llevó a cabo, luego de tropiezos, intrigas, retrocesos y tantas caídas como victorias, Deng Xiaoping. Este anciano compañero y adversario de Mao fue quien, sintetizando su propósito con otra de sus famosas frases, "Da igual que el gato sea blanco o negro, lo que importa es que cace ratones", convirtió a la paupérrima dictadura totalitaria, colectivista y estatista erigida por Mao Zedong, en la sociedad capitalista autoritaria que sacó de la miseria a 800 millones de campesinos y disparó un crecimiento y desarrollo vertiginosos sin precedentes en la historia.

Bregolat explica que esta insólita variante del "socialismo" concebida por Deng Xiaoping y sus seguidores, que ahora controlan el poder, sería incomprensible si no se la relaciona con la tradición cultural y filosófica china del confucianismo y los 4.000 años de historia de un país invadido, ocupado y humillado por Occidente y al que la prosperidad y modernización actuales han desagraviado y devuelto el orgullo de sí mismo. La ideología "socialista" es ahora una retórica que sirve para justificar el monopolio del poder político por el Partido Comunista y la ideología real que ha echado hondas raíces en el país es el nacionalismo. Eugenio Bregolat es optimista y piensa que el notable progreso económico traerá, tarde o temprano, una apertura política, pues las nuevas clases medias y profesionales, que crecen cada día, educan a sus hijos en el extranjero, y mantienen un intenso comercio con el mundo a través de las nuevas tecnologías, van a ir reclamando cada vez más la democratización política del sistema. Esta se llevará a cabo de manera pacífica.

Ojalá él tenga razón y los que no compartimos tanto su optimismo, como yo, nos equivoquemos. Mi pesimismo se debe a que, además del nacionalismo, lo que parece haberse convertido en una segunda naturaleza para buena parte de la sociedad china moderna, empezando por los jóvenes, es un materialismo consumista, precisamente aquel que algunos pensadores liberales lúcidos como el propio Adam Smith y Karl Popper temían: que la obsesiva concentración de la acción humana en la creación de riquezas embotara la vida espiritual e intelectual y empobreciera valores como el idealismo, la solidaridad y la generosidad.

Aunque, por razones obvias, en mis conversaciones con intelectuales, académicos y escritores chinos, fui prudente y me abstuve de acosarlos con preguntas impertinentes, a muchos de ellos los escuché quejarse del poco o nulo interés que mostraban los jóvenes -sobre todo los mejor formados- por la vida cívica, la cultura, y, en general, por todo lo que fuera desinteresado y espiritual, como la filosofía, el arte o la religión (en las universidades en las que hablé en Shanghái y Pekín nadie me hizo una sola pregunta política, tampoco los periodistas chinos que me entrevistaron, y creo que es la primera vez que me pasa en la vida). Todos parecen obsesionados con alcanzar una buena formación técnica y profesional que les abra las puertas a las grandes transnacionales y sus jugosos salarios o a los puestos administrativos, ahora también magníficamente dotados. A uno de ellos le oí murmurar, haciendo una mueca tristona: "Hoy apenas habría un puñadito de muchachos para manifestarse en Tiananmen". La gran mayoría sólo aspira a ganar dinero, mucho dinero, y vivir mejor.

Otra de las célebres frases de Deng Xiaoping fue: "Si abrimos la ventana, junto al aire fresco entran las moscas". Me imagino que debió pronunciarla en la primavera de 1989, poco antes de dar la orden al Ejército de poner fin a las manifestaciones de los estudiantes que, acampados en la enorme plaza de Tiananmen, pedían democracia y libertad, y que se saldó con la muerte de un número incierto de jóvenes, en todo caso algunos centenares. La frase resume admirablemente la filosofía que aplica el régimen: apertura económica y social, sí, pero sólo mientras no cuestione el control absoluto que sobre la vida política del país ejerce el Partido Comunista. Quien lo acepta, puede tener un margen bastante amplio de libertad personal, viajar al extranjero, usar Internet, si es escritor o profesor procurarse revistas y publicaciones capitalistas, siempre que no critiquen la política china. Pero no hay tolerancia con la disidencia política. Los disidentes, como Liu Xiaobo, Ai Weiwei y otros, son acosados, vigilados, o, si sus acciones repercuten y llegan al extranjero, encarcelados, juzgados y sentenciados sin apenas variables. A diferencia de lo que ocurría en el pasado, se fusila poco, y generalmente por delitos económicos, no políticos. La disidencia intelectual lleva ahora a la cárcel en vez del paredón y, a veces, solo al arraigo domiciliario. "De todos modos, es un progreso sobre el pasado", me dijo alguien.

La censura moral existe siempre, pero atenuada, y en los quioscos callejeros y en las librerías, se descubren a veces revistas y libros eróticos, en tanto que, al parecer, en los cabarets, bares, karaokes, se permiten ahora licencias inconcebibles en el pasado. "Pero, sin llegar a los extremos de Tailandia, claro está". A mi editor y a mis traductores les pregunté si mis libros habían sido censurados. Enfáticamente, me aseguraron que no.

¿Hubiera sido posible el prodigioso desarrollo chino en libertad? Eugenio Bregolat lo pone en duda y piensa que los jóvenes mártires de Tiananmen actuaron con precipitación. Yo quiero creer que sí era posible. ¿Por qué en China no hubiera sido posible lo que lo fue en Estados Unidos, en Inglaterra, en Francia, en España y lo está siendo ahora en India, Chile, Brasil y tantas otras sociedades democráticas?

© Mario Vargas Llosa, 2011.