jueves, 22 de noviembre de 2012

El último sobreviviente operativo del 'boom'

La noche de ayer, Mario Vargas Llosa recibió en México el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria 2012. Al inicio de su discurso se consideró el último sobreviviente "operativo" del boom, en -me parece- clara alusión a García Márquez, quien sufre del mal de Alzheimer y, por lo que se dijo este año, no volverá a escribir (debido a esta enfermedad y no a una decisión meditada como ocurre en el caso del norteamericano Philip Roth).

Soy muy consciente de que esta generosa decisión del jurado se debe, en buena medida, a ser yo algo así como el último sobreviviente operativo de ese movimiento, grupo o promoción de escritores que a partir de los años sesenta dio brillo y difusión, por buena parte del mundo, a la narrativa latinoamericana. Me refiero al llamado boom”, dijo el autor de Elogio de la madrastra.



Así informa el diario El País de Madrid:


La primera alusión la hizo Jaime Labastida, director de la Academia Mexicana de la Lengua: “Vargas Llosa ha criticado todas las dictaduras, perfectas o imperfectas”. Labastida lo miró con complicidad y el escritor peruano se sonrió. Más tarde cerró el acto el presidente de México, Felipe Calderón, que fue directo al grano y recordó la célebre definición que hizo Mario Vargas Llosa en 1990 del antiguo gobierno del PRI: “La dictadura perfecta”.
El premio Nobel de Literatura no estaba ayer en Ciudad de México para hablar de aquellas palabras. Estaba allí para recoger el primer Premio Carlos Fuentes, creado en nombre del escritor mexicano fallecido en mayo. Vestido con un traje oscuro y con una corbata morada, peinado con su característica onda de pelo cano plateado sobre la frente, Vargas Llosa sacó de un portafolios negro un buen número de hojas y ofreció un largo discurso en el que contó su relación con Fuentes,explicó la importancia de este autor en el boom de la literatura latinoamericana en los años sesenta y tan solo en un tramo de referencias históricas mencionó de pasada “el largo predominio del PRI”.
Pero el presidente sí hizo hincapié en aquellas palabras. “Mágicas palabras”, dijo, “que sonaron fuertes y estridentes, como cuando se rompe un gran cristal”. En uno de sus últimos actos antes de dejar el poder de nuevo en manos del PRI el uno de diciembre, Calderón, del PAN, ensalzó la histórica sentencia de Vargas Llosa, o “Don Mario”, como le llamó durante su discurso. Calderón dijo que aquellas famosas palabras “retumbaron” tanto que cambiaron a México.
Carlos Fuentes y el 'boom'
Antes de que Calderón hiciese resonar el eco de la crítica de Vargas Llosa al PRI del siglo pasado, el escritor, de 76 años, había leído un texto en el que con sentido del humor comenzó calificándose a sí mismo como el “último superviviente operativo” del boom de la novela de América Latina.
Vargas Llosa recogió el guante del cincuenta aniversario del inicio de aquel fenómeno literario y se ocupó de precisar la influencia de Carlos Fuentes en este movimiento. Aunque primero contó cómo vio al autor mexicano por primera vez en su vida: “Empinado sobre una mesa, zapateando y creo que hasta cantando un corrido a voz en cuello y con algunos gallos”. Era el año 1962. Vargas Llosa, con sus impecables modales, aclaró que aquello había sido “insólito” para la forma de ser de Fuentes: “él no solía dar ese género de espectáculos. Por el contrario, cuidaba mucho las formas, la elegancia y el esmero en el hablar, el actuar y el vestir”.
Citada aquella “noche de tequila, mariachis y efusiones”, Mario Vargas Llosa se centró en la parte seria del asunto. Afirmó que Fuentes fue tal vez el principal promotor del boom latinoamericano tanto en su difusión como en su cohesión. “Se esforzó para acercarnos y amigarnos, hacernos sentir parte de una aventura intelectual común y para que nuestros libros rompieran el confinamiento al que hasta entonces estaban condenados casi todos los escritores latinoamericanos”. El novelista peruano elogió la decisión con la que Fuentes, “un escritor universal”, luchó por exportar una imagen de la literatura de América Latina que no fuese la de una región “pintoresca y bárbara, de dictadores, revolucionarios, mambos y rumberas”.
Vargas Llosa también subrayó la tenacidad de trabajo de Fuentes. Según contó, otro de los puntales del boom, el colombiano Gabriel García Márquez solía bromear con la productividad del mexicano: “Y eso que teclea la máquina de escribir con un solo dedo, que si lo hiciera con los diez…”.
En el discurso del Nobel hubo una mención detallada de la relevancia de una de las principales novelas de Fuentes, La región más transparente. Para Vargas Llosa este libro de 1958 fue “el anunciador del boom”. En su opinión fue “la primera novela latinoamericana que rompió el aislamiento”, aunque se suela decir que la obra que detonó el fenómeno literario latinoamericano fuera La ciudad y los perros, del propio Vargas Llosa.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Los generales y las faldas

David H. Petraeus. Hasta hace poco fue Director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Presentó su dimisión como director de la Agencia tras descubrirse una relación extramatrimonial.


La CIA, el FBI y los más altos jerarcas militares de los Estados Unidos están descubriendo sólo ahora lo que cualquier lector de literatura ha sabido desde siempre: que una amante celosa es de temer y puede provocar grandes catástrofes.
Estos son, hasta ahora, los hechos conocidos del extraordinario culebrón que remece al país más poderoso de la tierra. La señora Jill Kelley, una vistosa morena, esposa de un respetado cardiólogo de Tampa (Florida), empezó a recibir hace algunos meses unos e-mails anónimos amenazantes, acusándola de coquetear con el general David H. Petraeus, jefe de la Agencia Central de Inteligencia y el militar más condecorado, distinguido y admirado del país. Uno de los e-mails responsabilizaba a la señora Kelley de haber “tocado” al general por debajo de la mesa. Alarmada con este hostigamiento, la señora Kelley alertó a un agente del FBI, que era su amigo y que, sea dicho de paso, acostumbraba enviarle fotos cibernéticas con el pecho desnudo y luciendo sus bíceps. El agente informó a sus jefes y el FBI inició una investigación a resultas de la cual descubrió que la anónima fuente de los e-mails era la señora Paula Broadwell, también esposa de médico, madre de dos hijos, antigua reina de belleza, campeona deportiva en la Academia Militar de West Point, con una maestría en Harvard y autora de una ditirámbica biografía del general Petraeus.
Interrogada por los agentes del FBI, Paula reconoció los hechos y entregó su ordenador a los investigadores. En él estos descubrieron documentos clasificados relativos a la seguridad nacional y abundantes e-mails del general Petraeus a Mrs. Broadwell de, señala el informe, “exaltada sexualidad”. La dama en cuestión negó que hubiera recibido esos documentos secretos del jefe de la CIA, pero reconoció que ambos habían sido amantes. Los investigadores entrevistaron al general quien, negando también categóricamente haber suministrado información confidencial a su biógrafa, admitió el adulterio. (Paula Broadwell viajó seis veces a Afganistán, documentándose para su biografía, cuando el general Petraeus era allí el jefe militar de todas las fuerzas de la OTAN). Aunque no se haya podido probar falla alguna en el ejercicio de sus funciones como consecuencia de su relación con Paula Broadwell, el general Petraeus renunció a su cargo, el Presidente Obama aceptó su renuncia y, de la noche a la mañana, una de las figuras más prestigiosas de Estados Unidos y poco menos que un ídolo para los oficiales y reclutas de sus Fuerzas Armadas, quedó desacreditado, bañado en la mugre de la prensa escandalosa y, probablemente, con un serio contencioso conyugal por resolver.
Esta es sólo una de las ramas de la historia. Porque ésta se bifurca, a partir de su punto de partida, es decir, de Mrs. Jill Kelley, la que recibía los anónimos belicosos de la amante celosa. Cuando los investigadores del FBI la entrevistaron, Jill accedió a entregarles su ordenador, y, allí, aquellos se encontraron un tesoro chismográfico-sexual de proporciones ciclópeas: decenas de miles de e-mails de picante retórica enviados a Jill nada menos que por el general John Allen, que desde hace año y medio sucedió al general Petraeus como Comandante en Jefe de las fuerzas militares en Afganistán y a quien el Gobierno de Estados Unidos había propuesto para ser el próximo comandante supremo de la OTAN (esta propuesta ha sido suspendida a raíz del escándalo). El Ministerio de Defensa, que investiga estos e-mails, los califica provisionalmente de “indebidos e impropios”.
El general John Allen, un marine lleno de condecoraciones y de guerras a cuestas, ha negado haber tenido jamás relaciones adúlteras con la señora Kelley y sus amigos y defensores alegan que el general lo más que se permitía, en estos intercambios cibernéticos con Jill, eran picardías verbales. Esto, si es verdad, en vez de exonerarlo, agrava su culpa y demuestra que, aunque no sea un adúltero, sí es, sin la menor duda, un cacaseno. Porque, según The New York Times de esta mañana (14 de noviembre), el número de páginas de los textos requisados de la computadora de la señora Jill Kelley que proceden del general Allen oscila entre “20 mil a 30 mil páginas”. Yo me paso la vida escribiendo y sé el tiempo que toma redactar una página. Para borronear de 20 a 30 mil el general Allen, aunque escribiera con la velocidad del viento que se atribuye a Alexander Dumas, debe haber dedicado varias horas diarias de los 16 meses que lleva en Afganistán. ¡Y lo hacía sólo para matar el tiempo y provocar sonrisas y algún sonrojo a una dama a la que ni siquiera amaba! No me extraña que la guerra en Afganistán ande como anda, que cada día los fanáticos talibanes cometan atentados más exitosos. Pero lo que es desolador es que a diario caigan víctimas de esos horrores tantos jóvenes soldados enviados allí por los Estados Unidos y sus aliados a defender unas ideas y unos valores que ciertos jerarcas militares parecen tomar muy poco en serio.

Siempre me ha impresionado en los países de tradición protestante y puritana, como Inglaterra y Estados Unidos, la exigencia de que las figuras públicas no sólo cumplan con sus deberes oficiales sino, además, sean en su vida privada ejemplos de virtud. Escándalos como el que protagonizó el Presidente Clinton con la famosa becaria de la Casa Blanca, que estuvo a punto de ser depuesto por ello de su cargo, serían poco menos que imposibles en la mayor parte de los países europeos y no se diga en los latinoamericanos, donde se suele diferenciar claramente la vida privada de los políticos de su actuación pública. A menos que la incontinencia y los desafueros del personaje repercutan directamente en su función oficial, aquella se respeta y presidentes, ministros, parlamentarios, generales, alcaldes lucen a veces a sus amantes con total desenfado puesto que, ante cierto público machista, ese exhibicionismo, en vez de desprestigiarlos, los prestigia. Pero ahora, gracias a la gran revolución audiovisual y cibernética, lo privado ya no existe, en todo caso nadie lo respeta, y transgredirlo es un deporte que practican a diario los medios de comunicación ante un público que ávidamente se lo exige. Desde que estalló este escándalo, las televisiones, las radios, los periódicos y no se digan las redes sociales explotan lo ocurrido de una manera incesante y frenética, hasta la náusea. Esto es la civilización del espectáculo cruda y dura, vomitando insidia a raudales por supuesto, pero, también, hay que reconocerlo, sometiendo al sistema a una autocrítica despiadada, implacable, mostrando la fragilidad que esconde detrás de su aplastante poderío, y cómo las miserias y debilidades humanas encuentran siempre la manera de enquistarse en los reductos que parecen mejor defendidos contra ellas.
¿Qué conclusiones sacar de esta historia? Que ella tiene para rato y que mucha gente sacará buen partido del interés enorme que despierta en el gran público. Habrá libros, números especiales de revistas, programas de televisión y películas que la aprovechen. Es seguro que la biografía del general David H. Petraeus escrita por Paula Broadwell entrará en las listas de libros más vendidos y acaso la haga rica. Apuesto que Jill Kelley será tentada por algún editor oportunista para que escriba su propia versión de la historia (que ni siquiera tendrá que escribir ella misma, pues lo hará por ella un polígrafo profesional que la aderezará con todos los condimentos adecuados para que parezca —sólo parezca— más pecaminosa y grave de lo que fue). Si el libro tiene éxito, servirá para que el señor y la señora Kelley amorticen sus deudas, pues una de las cosas que este escándalo ha sacado a la luz, es que los negocios de la pareja están al borde de la ruina. Probablemente el general John Allen se quedará sin el formidable nombramiento que iba a convertirlo en el comandante supremo de la OTAN. Su caso no me apena para nada y no creo que las fuerzas militares del mundo libre perderían con él a un gran estratega. En cambio, el caso del general Petraeus sí es trágico. Ha sido un gran militar, con una hoja de servicios impecable y que consiguió algo que parecía imposible: darle la vuelta a la guerra de Irak en la última etapa y permitir que Estados Unidos saliera de esa trampa diabólica si no victorioso, por lo menos airoso. Un “error de juicio” que duró cuatro meses lo ha hundido en la ignominia y, si es recordado en el futuro, no lo será por todas las guerras en que se jugó la vida, ni por las heridas que recibió, ni por las vidas que ayudó a salvar, sino por una furtiva aventura sexual.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2012.
© Mario Vargas Llosa, 2012.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

El canon del boom


Por:  06 de noviembre de 2012
Mario Vargas Llosa tiene una técnica muy propia, y muy reconocible, de hacer discursos. Se sitúa ante el atril, si lo hay, simula mentalmente que tiene delante un papel, un folio o una tarjeta, y se lanza a hablar como si mirara a un punto fijo, hacia el horizonte o hacia atrás. No hay papel alguno, ni tarjeta. Desde ese vacío pronuncia sus palabras, que a veces duran diez minutos, un cuarto de hora o 45 minutos, que es, con altibajos, su marca más habitual.
En Estocolmo, cuando recibió el Nobel en 2010, Vargas Llosa habló durante 45 minutos, y anoche, ante "los escritores embarazados" (así los llamó Armas Marcelo, director de la Cátedra Vargas Llosa) que concurren en la Casa de América y en muchas universidades españolas a la celebración del medio siglo del boom, habló también durante ese tiempo ante un atril vacío y ante cientos de personas entre las cuales estaban (como cuenta la crónica de Silvia Hernando en El País) los príncipes de Asturias...
Hay muchos discursos que el autor de La ciudad y los perros (cuyo sonido dio inicio al boom hace medio siglo) ha hecho así a lo largo de ese tiempo. El de Estocolmo lo hizo leyendo, y ahí lloró cuando habló de Patricia, su mujer, pero aquí se lanzó al vacío en el que encontró recuerdos que no le hicieron llorar pero que seguramente lo aventuraron, a veces, en una melancolía infinita, pues en 45 minutos contó toda una vida de relaciones, de amistades y de rupturas, generacionales, amistosas o políticas, que han marcado a la gente de su tiempo con uno de los estigmas contemporáneos más sobresalientes, las consecuencias de la desilusión cubana.
Ese periodo, señalado desde La Habana por el caso Padilla y sus huellas desastrosas en la experiencia de la revolución que habíamos escrito con mayúsculas, fue un punto de inflexión y en seguida un punto y aparte en la historia personal del boom para muchos de ellos. Antes, América Latina se había reconocido a sí misma, desde el exterior muchas veces, gracias a los escritores que acompañaron en el viaje del boom a lectores cada vez más sorprendidos de la capacidad que tiene la literatura para contar mundos que no existen pero que están en este.
Entre esos escritores, el propio Vargas Llosa; él fue desgranando experiencias con sus contemporáneos, desde Julio Cortázar, el primero al que conoció, hasta Gabriel García Márquez, con el que alguna vez quiso escribir un libro a cuatro manos, proyecto que se quedó en las manos de cada uno; Fuentes, que fue el más activo de todos ellos, ideó un proyecto: que cada uno escribiera la novela del dictador de cada uno de sus países... No lo hicieron, pero cada uno, es cierto, y a su manera, hizo la novela de un dictador...  El recuento de Vargas Llosa (como diría Donoso, su historia personal del boom) se extendió a escritores como Guillermo Cabrera Infante, con quien tuvo una entrañable relación amistosa y cuyos Tres tristes tigres fueron una celebración de la vida y de la risa de la noche en La Habana. 
Al final del acto cayó en la cuenta de un olvido que no se perdonó: no mencionó a Onetti. Le dijeron que como lo había citado tantas veces (e incluso lo ha interpretado, en el teatro), el viejo maestro uruguayo lo habrá perdonado desde donde observe la vida que ya no contará. Además, Onetti está, con García Márquez, Víctor Hugo y Flaubert, entre los autores que han merecido un libro del escritor que puso al boom en la pista de salida hace medio siglo. Una distancia que Vargas Llosa cubrió en 45 minutos de un discurso al que no le faltó ni una coma, aunque le hubiera faltado Onetti.

martes, 6 de noviembre de 2012

Las huellas del salvaje


Paul Gauguin asumió su vocación de pintor a una edad tardía, los treinta y cinco años, y casi sin haber recibido una formación técnica, pues tanto su paso por la Academia Colarossi como las clases que le dio su amigo y maestro Camille Pissarro fueron breves y superficiales. Y es posible que con Pissarro hablaran más de anarquismo que de arte. Pero nada de eso le impidió llegar a ser el gran renovador de la pintura de su tiempo y dejar una marca indeleble en las vanguardias artísticas europeas. Así lo muestra, de manera inequívoca, la espléndida exposición “Gauguin y el viaje a lo exótico” que presenta el Museo Thyssen-Bornemisza, de Madrid.
Cuando lo dejó todo, para dedicarse a pintar, Paul Gauguin era un próspero burgués. Le había ido muy bien como agente de bolsa en la firma de Monsieur Bertin, vivía en un barrio elegante, sin privarse de nada, con su bella esposa danesa y sus cinco hijos. El futuro parecía ofrecerle solo nuevos triunfos. ¿Qué lo llevó a cambiar de oficio, de ideas, de costumbres, de valores, de la noche a la mañana? La respuesta fácil es: la búsqueda del paraíso. En verdad, es más misterioso y complejo que eso. Siempre hubo en él una insatisfacción profunda, que no aplacó ni el éxito económico ni la felicidad conyugal, un disgusto permanente con lo que hacía y con el mundo del que vivía rodeado. Cuando se volcó en el quehacer artístico, como quien entra en un convento de clausura –despojándose de todo lo que tenía– pensó que había encontrado la salvación. Pero el anarquista irremediable que nunca dejó de ser se decepcionó muy pronto del canon estético imperante y de las modas, influencias, patrones, que decidían los éxitos y los fracasos de los artistas de su tiempo y se marginó también de ese medio, como había hecho antes del de los negocios.
Así fue gestándose en su cabeza la teoría que, de manera un tanto confusa pero vivida a fondo, sin vacilaciones y como una lenta inmolación, haría de él un extraordinario creador y un revolucionario en la cultura occidental. La civilización había matado la creatividad, embotándola, castrándola, embridándola, convirtiéndola en el juguete inofensivo y precioso de una minúscula casta. La fuerza creativa estaba reñida con la civilización, si ella existía aún había que ir a buscarla entre aquellos a los que el Occidente no había domesticado todavía: los salvajes. Así comenzó su búsqueda de sociedades primitivas, de paisajes incultos: Bretaña, Provenza, Panamá, la Martinica. Fue aquí, en el Caribe, donde por fin encontró rastros de lo que buscaba y pintó los primeros cuadros en los que Gauguin comienza a ser Gauguin.
Pero es en la Polinesia donde esa larga ascesis culmina y lo convierte por fin en el salvaje que se empeñaba en ser. Allí descubre que el paraíso no es de este mundo y que, si quería pintarlo, tenía que inventarlo. Es lo que hace y, por lo menos en su caso particular, su absurda teoría sí funcionó: sus cuadros se impregnan de una fuerza convulsiva, en ellos estallan todas las normas y principios que regulaban el arte europeo, este se ensancha enormemente en sus telas, grabados, dibujos, esculturas, incorporando nuevos patrones estéticos, otras formas de belleza y de fealdad, la diversidad de creencias, tradiciones, costumbres, razas y religiones de que está hecho el mundo. La obra que realiza primero en Tahití y luego en las islas Marquesas es original, coherente y de una ambición desmedida. Pero es, también, un ejemplo que tiene un efecto estimulante y fecundo en todas las escuelas pictóricas de las primeras décadas del siglo XX.
Hay que felicitar a Paloma Alarcó, la comisaria de la exposición del Thyssen y a todos sus colaboradores, por haber reunido ese conjunto de obras que, empezando con los expresionistas alemanes y terminando con surrealistas como Paul Klee y artistas no figurativos como Kandinsky y Robert Delaunay, muestran la enorme irradiación que tuvo la influencia de Gauguin casi inmediatamente después de su muerte, desde la primera exposición póstuma de sus cuadros que hizo en París, en 1903, Ambroise Vollard. El grupo de artistas que conformaron el movimiento alemán Die Brücke no solo adopta su colorido, las desfiguraciones físicas, el trasfondo mítico del paisaje y los contenidos indígenas, sino, asimismo, sus ideales de vida: el retorno a la naturaleza, la fuga del medio urbano, el primitivismo, la sexualidad sin trabas. Por lo menos dos de los expresionistas alemanes, Max Pechstein y Emil Nolde, emprenden también el ‘viaje a lo exótico’, como lo haría en 1930 Henri Matisse, y, aunque no los imita, Ernst Ludwig Kirchner, sin salir de Europa, se compenetra de tal modo con la pintura de Gauguin que algunos de sus cuadros, sin perder su propio perfil, aparecen como verdaderas glosas o recreaciones de ciertas pinturas del autor de Noa Noa. En Francia, la huella de Gauguin es flagrante en los colores flamígeros de los fauves y ella llega, muy pronto, incluso a la Europa Oriental y a la misma Rusia.
Tal vez el aporte más duradero de Gauguin a la cultura occidental, a la que él decía tanto despreciar y de la que se empeñó en huir, es haberla sacado de las casillas en que se había confinado, contribuido a universalizarla, abriendo sus puertas y ventanas hacia el resto del mundo, no solo en busca de formas, objetos y paisajes pintorescos, sino para aprender y enriquecerse con el cotejo de otras culturas, otras creencias, otras maneras de entender  y de vivir la vida. A partir de Gauguin, el arte occidental se iría abriendo más y más hacia el resto del planeta hasta abarcarlo todo, dejando en todas partes, por cierto, el impacto de su poderoso y fecundo patrimonio, y, al mismo tiempo, absorbiendo todo aquello que le faltaba y renunciando a lo que le sobraba para expresar de manera más intensa y variada la experiencia humana en su totalidad.
Es imposible gozar de la belleza que comunican las obras de Gauguin sin tener en cuenta la extraordinaria aventura vital que las hizo posibles, su desprendimiento, su inmersión en la vida vagabunda y misérrima, sus padecimientos y penurias físicas y psicológicas, y también, cómo no, sus excesos, brutalidades y hasta las fechorías que cometió, convencido como estaba de que un salvaje de verdad no podía someter su conducta a las reglas de la civilización sin perder su poderío, esa fuerza ígnea de la que, según él, han surgido todas las grandes creaciones artísticas.
Cuando fui a buscar las huellas que habían quedado de él en la Polinesia me sorprendió la antipatía que despertaba Gauguin tanto en Tahití como en Atuona. Nadie negaba su talento, ni que su pintura hubiera descubierto al resto del mundo las bellezas naturales de esas islas, pero muchas personas, los jóvenes sobre todo, le reprochaban haber abusado de las nativas pese a saber muy bien que la sífilis que padecía era contagiosa y haber actuado con sus amantes indígenas haciendo gala de un innoble machismo. Es posible que así sea; no sería el primero ni el último gran creador cuya vida personal fuera muy poco digna.
Pero, a la hora de juzgarlo, y sin excusar sus desafueros con el argumento en que él sí creía –que un artista no puede ni debe someterse a la estrecha moral de los seres comunes y corrientes-, hay que considerar que en esta vida poco encomiable hubo también sufrimientos sin cuento, desde la pobreza y la miseria a que se sometió por voluntad propia, el desdén que su trabajo mereció del establishment cultural y de sus propios colegas, las enfermedades, como las terribles fiebres palúdicas que contrajo cuando trabajaba como peón en el primer Canal de Panamá y que no acabaron con su vida de milagro, así como sus últimos años en Atuona, su cuerpo destrozado por el avance de la sífilis y la semiceguera con la que pintó sus últimos cuadros. Hay que recordar, incluso, que si no hubiera muerto a tiempo, hubiera ido a parar a la cárcel por las intrigas y el odio que despertó entre los colonos de Atuona, sobre todo el del obispo Joseph Martin, junto al que –paradojas que tiene la vida– está enterrado, en el rústico cementerio de la islita que escogió para pasar la última etapa de su vida.    
Mario Vargas Llosa
Madrid, noviembre de 2012